Un vaquero entre la nieve. Erina Alcalá

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      UN VAQUERO ENTRE LA NIEVE

      Erina Alcalá

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      Primera edición en ebook: Noviembre, 2020

      Título Original: Un vaquero entre la nieve.

      © Erina Alcalá

      © Editorial Romantic Ediciones

       www.romantic-ediciones.com

      Diseño de portada: Olalla Pons - Oindiedesign

      ISBN: 9788417474980

      Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.

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      En el camino, cuando todo parece perdido,

      siempre queda una última maniobra:

      Un golpe de volante, un rebaje…

      algo, pero nunca el freno.

      Usted toca el freno y está perdido.

      CAPÍTULO UNO

      ―Pase, señorita Gutiérrez. Cierre la puerta y siéntese ―dijo el hombre en un inglés tan perfecto que ya le gustaría a ella hablar así.

      El señor Wilson era inglés, de Londres, pero había llegado años atrás a la Gran Manzana y allí había montado su empresa de publicidad. Otro hombre en busca del sueño americano.

      Tendría unos treinta y cinco años y era un hombre alto, con entradas en el pelo, serio y muy inteligente, nariz grande y un tanto inclinada hacia la derecha, lo cual no dejaba de hacerlo atractivo.

      ―Dígame, señor Wilson ―dijo Elena sentándose insegura con las manos en el regazo juntas, esperándose lo peor. Ya tenía una idea más o menos de lo que iba a ocurrirle y se lo esperaba. Lo sabía desde hacía unas semanas o quizá un mes y todos los compañeros se lo habían advertido.

      ―Como habrá oído, señorita Gutiérrez, voy a casarme.

      ―Sí, lo he oído. ¡Enhorabuena! ―dijo ella, incómoda, en el sillón de enfrente. Era de estatura baja y no le llegaban los pies al suelo y eso le molestaba donde quiera que fuese. Qué manía de hacer las sillas altas y las mesas bajas, dispuestas para las contracturas. Sobre todo, en los bares. O esos taburetes con mesas altas, ¿había algo más incómodo?… Necesitaba un apoyo en los pies para sentirse relajada. Y las manos le sudaban por el futuro incierto que le esperaba.

      El señor Wilson hizo un silencio tan largo, que a ella le pareció exagerado. Y eso podía significar nada bueno para ella. Cuando no la miraban a la cara, no eran buenas noticias, lo había aprendido desde el instituto y se temió lo peor.

      ―Bien, no voy a hacerle esperar más, Helen. Como sabe, mi novia es licenciada en Recursos Humanos, como usted, y está sin trabajo ahora mismo y como comprenderá… las circunstancias me obligan a dejarle sin trabajo a usted, y lo siento mucho, porque solo necesito a una persona en este puesto, y me apena mucho, porque usted ha sido una persona muy valiosa estos años en la empresa y por ello se lo agradezco, pero no me queda otra solución y espero que lo comprenda. ¡Póngase en mi situación!

      ―Sí, lo entiendo. Si eso es lo que quiere… no puedo decir nada. Me lo esperaba. ―Claro que se lo esperaba, ya se lo habían dicho sus compañeros por activa y por pasiva, que iba a la calle en cuanto entrara su novia en la empresa.

      ―Siento mucho todo esto. Ha sido durante estos cuatro años una gran directora de Recursos Humanos en esta empresa de publicidad y se lo agradezco mucho. Le daré una buena carta de recomendación y seis mensualidades.

      ―No hace falta, de verdad ―dijo Helen como la llamaban allí, aunque Elena era española, sorprendida por la cantidad que iba a pagarle―. Me ha pagado bien y me dio una oportunidad cuando la necesitaba.

      ―Pero quiero dárselo, es una gratificación mientras encuentra otro trabajo, y le deseo suerte. Queda una semana para terminar el mes y en ese tiempo, me gustaría que trabajara con Érica, mi novia, y le explicase el funcionamiento de la empresa. Al final de mes se va. Lo siento mucho, Helen. Ha sido un placer contar con usted. —Se levantó y le dio la mano; y ella correspondió igualmente.

      ―No se preocupe. Y muchas gracias ―dijo levantándose del sillón.

      Y directamente se fue al baño a llorar en cuanto salió del despacho del director. No podía ir directamente a su despacho, las lágrimas le brotaban como un río. Sus compañeros la habían visto entrar en el despacho del jefe e irían en procesión a darle en la espalda un golpecito de pena.

      Ya lo sabía, que llevaba cuatro años trabajando en la empresa y ahora tenía que enseñar a aquella insufrible mujer durante una semana lo que ella sabía, pero que se olvidara de algunas cosas, que lo trabajara ella.

      Le enseñaría lo imprescindible, la creatividad que se la inventara ―se dijo. Si no fuera porque el señor Wilson era una buena persona…

      Si al menos fuese una chica agradable, pero era mujer altanera, orgullosa y soberbia, que te miraba por encima del hombro, sin saber hacer la o con un canuto…

      Estaba bien que le pagase seis mensualidades, había sido generoso el jefe y una buena carta de recomendación, pero eso no le servía de mucho, si tenía que empezar de nuevo a buscar trabajo en un tiempo récord para no tener que salir del país.

      Helen, como la empezaron a llamar en Nueva York, y Elena, como se llamaba en España, había nacido en Cádiz capital. Tenía veintisiete años en esos momentos en que perdió el trabajo, y era una mujer inteligente, trabajadora, risueña, muy generosa con los demás y con buen humor desde pequeña.

      Tenía el pelo liso, castaño claro y largo. Generalmente lo llevaba recogido en una coleta alta y elegante para trabajar, o suelto y recogido hacia atrás para estar en casa cómoda, y si salía por las noches los fines de semana, se lo dejaba suelto.

      Medía uno sesenta y cinco de estatura, guapa, los labios carnosos, la nariz pequeña y los ojos grandes, de largas pestañas de un marrón tan claro que parecían amarillos.

      Era un color raro y bonito y, en conjunto, no pasaba desapercibida. En Estados Unidos, para el trabajo tenía una gran variedad de trajes de chaqueta; de verano e invierno.

      En casa, estaba siempre en chándal o mallas cómodas y para salir como una chica de su edad: escote, vestidos y faldas cortas…

      Siempre tuvo beca para estudiar, tanto ella, como su hermano, dos años mayor que ella. Fernando estudió Ingeniería Industrial y estaba trabajando en los astilleros de Cádiz y salía con una chica, Paula. Se había independizado en cuanto llevaba trabajando un año y lo hicieron fijo.

      Alquiló un piso y se fue a vivir con Paula, que aún estaba terminando un máster en Educación Social, pero trabajaba ya en una asociación a media jornada.

      Sus padres eran personas normales; su padre, José Antonio, aún trabajaba de guardia de seguridad en un aparcamiento céntrico de la ciudad y hacía noches, días y tardes. Rotaba en el trabajo, a turnos. Su madre, Carmen, había sido y era una modista a la que nunca le faltaba trabajo. Parecía una hormiga, trabajando siempre. Ella nunca la veía parada. Su madre era la mujer más ocupada del mundo. No tenía contrato laboral y ganaba más que su padre incluso, con los encargos que le hacían. Se había especializado en hacer trajes para los carnavales, a muchas agrupaciones, y estaba todo el año liada en una habitación que tenía para el uso de ese trabajo y a la que ella llamaba su taller, porque a veces debía hacer veinticinco trajes iguales de distintas tallas y tenía una pared entera con una percha alta y otra baja para ir colocando los trajes.

      Al principio, trabajaba en su dormitorio de matrimonio, pero cuando su hermano Fernando


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