Un vaquero entre la nieve. Erina Alcalá

Un vaquero entre la nieve - Erina Alcalá


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un piso pequeño de ochenta metros cuadrados, en el que habían vivido y vivían sus padres. Ahora decían que les sobraba espacio. El piso era de tres dormitorios, pero en una zona buena, de gente trabajadora.

      En la otra parte de la habitación de costura, su madre tenía la máquina de coser, los hilos y las telas, y un gran maletín con agujas, hilos y tiras decorativas colgaban de la pared. Una gran mesa… aquello parecía una tienda más bien. Una mercería, y porque no lo tenía preparado, que si no…

      Nunca le faltaba trabajo, incluso hacía trajes de gitana y otras costuras menores, pero ganaba casi más que su padre.

      Elena, la más pequeña, estudió Recursos Humanos en la Universidad de Cádiz y trabajaba todos los veranos desde mediados de junio hasta finales de septiembre en un hotel de recepcionista, siempre el mismo, porque les gustaba cómo trabajaba y la llamaban todos los años.

      Hablaba inglés y algo de francés y esos meses le servían para practicarlo. Trabajaba duro, muchas horas, a turnos como su padre, y guardaba ese dinero para cuando acabara la carrera poder marcharse a Nueva York. Era su sueño.

      El resto del dinero, el de la mitad de junio, lo guardaba para ropa y divertirse durante el verano, que también lo necesitaba. Era una chica joven y divertida. Y como a todas, le gustaba salir con sus amigas e ir a la playa.

      Y estuvo seis años de duro trabajo sin descanso entre el instituto y la universidad y el hotel en los veranos. A veces, hasta la Semana Santa y la Navidad, trabajaba unos diez días. Y no podía decir que no, porque le pagaban muy bien en esas fechas.

      Ese último año de carrera, cuando acabó en el hotel, en octubre, hizo su maleta, con su título, y se marchó a Nueva York. Tenía veinticuatro años. Sus padres no terminaron de creérselo, porque siempre lo decía, pero ellos nunca la creyeron hasta tenerlo todo listo para partir.

      Desde Cádiz había solicitado a una agencia inmobiliaria de Brooklyn un apartamento pequeño y quedó con el agente inmobiliario, dos horas y media más tarde mientras llegaba el vuelo, en la puerta, para no tener que pagar hotel y, sobre todo, por si el vuelo se retrasaba. El agente inmobiliario le pasó la dirección para quedar.

      Era una todoterreno. Sus padres querían darle algo de dinero, ya que no dio su brazo a torcer, y porque tenían miedo de que se fuera a esa ciudad tan grande y sola. Y su hermano también quiso darle algo, pero ella tenía ahorrado de todos esos veranos una buena cantidad de dinero.

      Y con sus maletas, veinticinco mil euros más o menos, que tuvo que cambiar a dólares, unos veintiocho mil dólares, puso rumbo a la Gran Manzana en busca del sueño americano.

      Fue a Málaga en tren y allí tomó el avión que la llevaría a Nueva York.

      Cuando llegó al aeropuerto de Nueva York, y pudo salir de esa mole y tomar un taxi, empezó a respirar.

      Le dio la dirección que le pasó el agente inmobiliario al taxista. Y esperaba que fuese puntual el agente inmobiliario y que estuviera por allí y no la dejara colgada.

      Tardó un tiempo en llegar y al fin, el taxista paró, le pagó, y con sus maletas se quedó en la puerta del edificio un momento esperando al agente inmobiliario.

      Estaba muerta de cansancio. Deseaba que no tardase mucho.

      La calle le dio buena impresión; eso le había pedido al agente, una zona buena, pero no excesivamente cara. Y a la misma puerta llegó un chico joven trajeado al cabo de diez minutos de espera, y se dirigió a ella, ya que la vio con las maletas, y un par de bolsos.

      ―¿La señorita Elena Gutiérrez? ―dijo sin pronunciar bien las eres.

      ―Sí, soy yo.

      ―Encantado. ―Le dio la mano a modo de saludo y ella correspondió de la misma manera y con una amplia sonrisa―. Soy el agente inmobiliario, me llamo Dan. ¿Está lista para ver el piso?

      ―Estoy lista, sí.

      ―Bueno, como verá, la calle es buena y tranquila. Enfrente tiene autobuses, ahí tiene la parada enfrente, para Manhattan, y si anda una manzana sale a la avenida, y se encontrará el metro. Puede pedir un plano cuando saque los billetes.

      ―¡Ah! Gracias, estupendo.

      Subieron a un noveno piso y al final del pasillo, le abrió la puerta.

      Todo estaba en buen estado, salvo el piso. Se le vino el alma a los pies. Estaba sucio como él solo. Estaba peor que sucio. Los muebles estaban en buen estado y parecían prácticamente nuevos, pero más sucios no podían estar y le faltaba una capa de pintura a todo. Dejó las maletas en el suelo mugriento y miró al agente.

      ―Yo pedí un apartamento o piso pequeño limpio y pintado y esto es…

      ―Bueno, verá, primero se lo enseño y hablamos, ¿vale?

      ―Vale —dijo ella decepcionada, nada más llegar.

      El piso era pequeño, un dormitorio independiente con una cómoda alta y una mesita de noche, con un vestidor mediano a un lado y al otro, un baño grande, con columna de lavado y secado, una buena ducha, nada de bañera, un mueble para meter toallas u objetos de baño y un lavabo de piedra con bastante espacio para poner sus útiles de aseo y maquillaje. Eso le gustó.

      Tenía un anexo para los útiles de limpieza aparte. Pero todo dentro del baño y al final separado por una puerta corredera de madera tipo granero. Eso no estaba mal.

      La cocina daba al salón, era pequeña, pero suficiente para ella con una península pequeña y dos taburetes. Todo parecía nuevo, los muebles bonitos, pero tan sucio…

      El salón era pequeño, con una mesa de comedor para cuatro, dos sofás y un mueble-estantería con una televisión en el centro no demasiado grande.

      Una mesita en la entrada con una lámpara para tirar y las puertas no podían estar peor, en vez de blancas eran marrones. Sin embargo, tenía buenas cerraduras: tres. Y unas vistas preciosas. Era muy luminoso.

      Ella miró al agente.

      ―Está bien, si no fuera por la suciedad y la falta de pintura… Me gustan las vistas y el piso es lo que busco ―dijo Elena.

      ―Verá, el apartamento es de unos señores mayores. Y esta es la propuesta. Si usted lo pinta y lo limpia, no le cobran el primer mes de alquiler, incluida la comunidad. De lo contrario, ellos se encargan, pero tendrá que esperar al menos diez días.

      ―¿Cuánto es en total?

      ―El apartamento es un chollo para lo que suele haber aquí, mil doscientos dólares con comunidad incluida.

      ―O sea, que tendría que pagar la fianza nada más y dentro de un mes empezaría a pagar.

      ―Exacto —dijo el agente—, además, le regalan esta semana de octubre. Yo, me lo pensaría, y ya no tendría que pagar nada hasta diciembre los mil doscientos dólares. Si tiene buena mano, y tiempo, se ahorrará mil quinientos dólares, merece la pena. Es un piso pequeño y si se ahorra la mano de obra podrá comprar algunas cosas que necesite. Los muebles y electrodomésticos son casi nuevos, pero había un chico antes que era un desastre.

      ―Desde luego, más que un desastre, era un guarro. ―Y se rieron.

      ―Entonces, ¿qué me dice, señorita?

      ―Digo que sí, que me lo quedo, que tengo trabajo al menos durante una o dos semanas.

      ―Estupendo, traigo todo para que lo firme. —Y en la misma mesa firmaron el contrato. Le pagó la fianza y le dejó su número de cuenta para los pagos posteriores , luz y agua, a partir de diciembre, y el agente le dejó la copia del contrato y dos juegos de llaves de cada cerradura.

      Desde luego, cambiaría las llaves. Lo primero que iba a hacer. Después de comer, claro. Y dormir.

      Dejó las maletas y salió a comer fuera. Encontró una cafetería y comió y compró en un supermercado unas cuantas cosas para la nevera que dejó en la misma


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