Un vaquero entre la nieve. Erina Alcalá

Un vaquero entre la nieve - Erina Alcalá


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y un colchón, algunas toallas y sábanas, pero nada más.

      Tenía a su mejor vecino, el señor Ferguson, que siempre la cuidaba y estaba pendiente, y ella de él. Lo invitaba a comer muchas veces. Y se hicieron muy amigos, más bien parecían abuelo y nieta. A veces daban un paseo por la mañana los domingos y desayunaban fuera. Luego, iban un rato a un parque cercano.

      El señor Ferguson le dijo que tenía un rancho en Montana.

      ―Pero ¿sigue teniéndolo? ―le preguntó en uno de sus desayunos.

      ―Claro. Tengo un capataz que me lo cuida. No es un rancho enorme, tampoco es pequeño, pero es el más bonito de Montana ―decía orgulloso, henchido de felicidad―. Verde, con prados y pinos a lo lejos y nieve en invierno, y un arroyo para las reses y en verano, corre el agua.

      Cuando le contaba esas cosas, tan vívidas, ella creía que el señor Ferguson se las inventaba y ella le seguía la corriente. O quizá hubiese tenido un rancho de verdad, pero ya no lo tenía y soñaba con él como si lo tuviera aún.

      ―Yo creé ese rancho con mis propias manos, lo compré y tengo ahora, según Sam, mi capataz, ochocientas reses.

      ―¿En serio?, eso es mucho, ¿no?

      ―Bueno, eso es bastante para una persona sola, en invierno están en los graneros, hay mucha nieve. Y no salen hasta la primavera.

      ―¿Y solo tiene una persona trabajando allí?

      ―Sí, mi capataz, hace las cuentas y me envía el dinero cada año.

      ―¿Y por qué se vinieron a la Gran Manzana desde un lugar tan hermoso?

      ―Por mi mujer, teníamos un sobrino aquí, estuvo enfermo en el hospital mucho tiempo; finalmente murió, y ella ya no quiso irse y yo tampoco quise marcharme solo. Tengo sus cenizas en una cajita en el dormitorio. Ya no me iré. ¿Qué voy a hacer yo solo allí? Lo malo es que dentro de unos años se jubila mi capataz y veré qué hago. ¿No te gustan los ranchos, Helen?

      ―No he visto ninguno.

      ―Pero, sabes llevar una empresa.

      ―Sí, pero un rancho…, no he visto una vaca desde hace mil años y eran vacas lecheras. ―Y se rieron―. No tendría dinero para comprar algo así. Soy una chica de ciudad, señor Ferguson.

      ―Tengo dos cabañas, una grande y otra para el capataz más pequeña. Pero les hará falta algún arreglo.

      ―Como mi piso.

      ―O más, espero que no. Que estén aún en buen estado todavía.

      ―¿Le gusta la comida española, señor Ferguson?

      ―Me invitas demasiado y me estoy poniendo gordo. ―Elena se rio.

      ―Anda, no diga eso, sé que le encanta.

      Y a ella le encantaba después de un café, un trozo de tarta de chocolate que sabía que le gustaba al señor Ferguson, y que le contara cosas de su rancho y de su mujer.

      ―¿Por qué no tuvieron hijos?

      ―Mi mujer no podía tenerlos y finalmente nos acostumbramos; pero a ella no le gustaba nada el rancho, a mí sí, yo soy de allí, de Carlton, que está en el condado de Missoula. El rancho está a cinco millas del pueblo. Es un pueblo pequeño, no llega a 800 habitantes. Al menos cuando nos vinimos, seguro que ha crecido más desde entonces y tendrá más tiendas y cafeterías.

      Posteriormente se enteró de que no tenía ochenta años sino setenta y ocho, y estaba en forma; relativamente, claro. Se conservaba muy bien.

      Elena o Helen, como la llamaban ya, había viajado un par de veces a España en esos cuatro años que trabajó en la empresa de publicidad. Hizo cada dos años un viaje en vacaciones a ver a su familia, y el señor Ferguson estaba al tanto de su casa cuando se iba de vacaciones.

      Y el resto, aparte de los pocos gastos que tenía, quería ahorrarlos durante algunos años y con lo que le diera la empresa ahora que la habían despedido, habría logrado ahorrar. Miró su cuenta en el móvil: unos 150 000 dólares, y algo suelto en casa. Y se sintió satisfecha. El resto habían sido gastos normales: en ropa, piso, viajes, salidas y comer, nada más.

      Y ahora estaba allí, sin trabajo, con una semana por delante aún, pero al igual que vino, con un tiempo limitado para buscar de nuevo trabajo, como hizo cuatro años antes.

      Cuando llegó a casa esa tarde, el señor Ferguson salió a su encuentro. Estaba deseando contarle algo. Pero cuando la vio cabizbaja y triste…

      ―¿Qué pasa, muchacha?

      ―Me he quedado sin trabajo, me queda una semana, nada más, el jefe se casa y mete a su novia. Después de cuatro años… —Abrió la puerta y entró. El señor Ferguson fue detrás.

      ―Vamos, Helen, hija, no llores. Cuando una puerta se cierra, siempre se abre una ventana.

      ―¿Sí?, pues espero entrar por esa ventana pronto o tendré que volver a Cádiz antes de lo previsto. Al menos me va a pagar seis meses de sueldo. Ya es algo. Pero me tendré que ir si no encuentro trabajo de nuevo. Volver a empezar. Con la suerte que tuve antes, no creo que me caiga ahora esa breva.

      ―Eso no va a pasar. Tengo noticias.

      ―¿Qué noticias?

      ―Se jubila el capataz de mi rancho el mes que viene.

      ―Pero ¿de verdad tiene un rancho?

      ―Pues claro, ¿qué creías que era mentira? Pues no, lo tengo y te lo voy a dejar.

      ―Pero ¿qué dice, señor Ferguson? Yo no sé nada de ranchos y no permitiría…

      ―No tengo a nadie a quien dejar mi rancho en Montana, ninguna familia, y tú eres como de mi familia, como la nieta que nunca tuve y nadie lo merece mejor que tú.

      ―¡Pero si yo no tengo idea de ranchos!, soy de ciudad…

      ―¡Bah!, tonterías, mañana llamo al notario y el rancho es tuyo. No tengo a nadie. Y en cuanto acabes la semana que viene, nos vamos. Me llevo las cenizas de mi mujer y si me muero, tú las juntas y las entierras en el rancho las dos.

      Helen no sabía si reír o llorar. Pero el abuelo seguía entusiasmado.

      ―Si tienes un rancho y eres propietaria, te haces ganadera y nadie podrá echarte del país. Sam, el capataz, te enseñará todo y contrataremos a un vaquero y ya está, solo tienes que aprender.

      ―Pero me gusta la ciudad…

      ―Bueno, prueba, hasta que me muera, si no te gusta te vuelves y lo vendes todo. Te voy a dejar el dinero que tenga Sam de lo que ha dado de beneficios estos años el rancho y el de la venta de este piso. Para invertirlo allí. Yo me apaño con mi jubilación, un poco que me quede y estar allí contigo. No necesito nada más. Esa es la condición. Que te quedes hasta que me muera.

      ―Pero, señor Ferguson…

      ―A mí me queda poco tiempo de vida, pero me gustaría verte allí y ver cómo te desenvuelves.

      ―Está usted loco…

      ―Sí, probablemente. Pero ahora no tienes nada más. Llamaré al notario y vamos cuando salgas del trabajo, y cuando tengamos el piso vendido nos vamos al rancho. Compraré un coche. ¿Sabes conducir?

      ―Sí, pero…

      ―Pues nada, nos vamos a Helena en avión y allí compramos un coche hasta el rancho.

      ―Está usted loco, no sé. Tengo aquí mi despacho.

      ―Nada, nada, eres propietaria. Yo poco puedo hacer ya. Y tendrás el despacho que quieras con el dinero que vas a heredar. ¿Qué vas a dejar un fax y una fotocopiadora? Eso no es nada, mujer…

      ―Madre mía. Esto es una locura.

      ―Venga, anímate, mañana nos vemos.


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