¿Qué le haría a mi jefe?. Kristine Wells

¿Qué le haría a mi jefe? - Kristine Wells


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      ¡Otra vez hablando cuando no toca! Dios mío, nunca aprenderé.

      —Pensaba que el ascensor es grande, pero se ve pequeño…

      —¿Por mis hombros?

      Por los míos seguro que no es.

      —Es posible.

      Él se mira el traje caro, menea la cabeza y se mira el hombro izquierdo con detenimiento. El que está más cerca de mí. Luego sus ojazos azules vuelan a mi rostro.

      ¡Peeeerfecto! Estoy roja como un tomate. ¿Puede ser todo más humillante?

      —Jamás me paré a pensar en el tamaño de mis hombros.

      Pues fijo que no entras por la puerta de mi apartamento.

      —Suele ocurrir —contesto educada.

      —No suelen tomarme por un gigante.

      A saber lo que tienes gigante.

      ¡Bastaaaaaa!

      —No, no lo es. Es que parece grande.

      Intento excusarme, de nuevo he metido la pata. Esas palabras son fácilmente malinterpretables, de hecho seguro que eso ha sonado fatal porque se está riendo.

      —Quizás estás demasiado cerca.

      ¿Estoy demasiado cerca? Pues quizás sí.

      Puedo oler su colonia… Dios, huele tan bien, y sus cabellos rubios, tienen unos matices que de lejos no se aprecian, pero de cerca… sí un dios del monte Olimpo seguro que envidiaría ese pelazo. Pero sí. Definitivamente el olor es lo mejor.

      Entonces abro los ojos y me veo muy cerca de su traje de chaqueta.

      ¡Le estás oliendo el hombro! ¿Le estás oliendo el hombro puta loca?

      —Estoy… demasiado cerca.

      El jefazo del edificio de sesenta plantas tiene razón. Estoy muy cerca.

      —Muy cerca.

      Trago saliva cuando su sonrisa se vuelve juguetona.

      ¿Está coqueteando conmigo?

      Meneo la cabeza y miro al frente. ¿Qué coño va a estar coqueteando contigo un billonario buenorro?

      Carraspeo. Pero el perfume sigue flotando en el ambiente, y juro y perjuro, que no es de ningún otro tío que haya estado antes en el ascensor. Cierro los ojos por un instante y su aroma me afecta. Ese olor masculino hace que se me doblen las rodillas.

      Retrocedo. Más lejos, Janna, ponte más lejos.

      Me apoyo en la otra parte del ascensor, ahora nos separan más de dos metros, y a pesar de mis tonterías él no deja de sonreír. No sé si es una buena señal.

      —¿Se marea?

      Meneo la cabeza, pero paro enseguida. Si le digo que no pensará que quiero estar lo más lejos posible de él. Y señor… no quiero estar muy lejos. De hecho, me gustaría estar muy cerquita… lo más cerquita que puedas, cariño. Escucho la voz de mi abuela dándome consejos para ligar y sé que estoy perdiendo la chaveta.

      Necesito distraerme.

      —¿Cómo sabe mi nombre?

      Él vuelve la vista al frente, pero no pierde su buen humor cuando casi hemos llegado a la última planta.

      —Podría decir que me sé todos los nombres de los empleados de la empresa.

      Son cientos. ¡Ni de coña! Me está vacilando.

      —Eso es imposible.

      —Quizás tenga memoria fotográfica. —Sonríe más ampliamente.

      ¡Oh! ¡Pues claro!

      —¿La tiene?

      Menea la cabeza divertido.

      —No, pero sería algo genial. —Suelta una carcajada—. ¿No crees, Janna?

      Parpadeo. Y sí, puede que se me humedezcan un poco las bragas.

      Sigo incrédula de que sepa mi nombre, de que alguien como él se haya fijado en la chica que ocupa la última silla de su empresa.

      —¿Prefieres que te llame Roberts?

      ¡Chúpate esa! Hasta se sabe mi apellido.

      —No, Janna está bien.

      —Genial —dice aún más animado—, entonces James estará bien para mí. Gracias.

      No, qué va. No le has escuchado bien. El jefe buenorro no te ha dicho que lo tutees.

      Voy a llamar a James Stemphelton, uno de los hombres más ricos y el soltero más cotizado de la ciudad, James.

      James a secas.

      Asiento. Moviendo la cabeza de arriba abajo, como uno de esos chuchos que van en la parte trasera de los coches de los años setenta.

      Sí, definitivamente no estoy bien.

      Es probable que me hayan despedido a primera hora de la mañana y que, por la conmoción, o por un golpe contra el canto de una mesa de Clark… o de una puerta, me encuentre en este estado mental. También cabe la posibilidad de que mientras intentaba huir de las oficinas, robando documentos pertenecientes a la empresa, o sea, mis proyectos, un guardia apodado Don Armario, me haya hecho un placaje y esté inconsciente en el suelo del hall mientras todos me observan.

      Me encojo de hombros.

      Podría ocurrir. De hecho, todo es mucho más verosímil de que mi jefe me haya invitado a subir a un ascensor, para ir a… ¿su despacho? Seeee, para tener sexo guarro.

      Janna, céntrate.

      —Sí, tengo una lesión cerebral. Voy a morir.

      Mi jefe buenorro James suelta una carcajada, ha escuchado perfectamente lo que yo había pensado solo decía en mi cabeza. ¿Cuanto tiempo llevo hablando en voz alta?

      —No te gustan los ascensores, ¿eh?

      Dios de mi vida, ¿qué demonios he dicho en voz alta? Lo del sexo guarro no, ¿verdad?

      —Son unos ascensores bastante seguros. Si no, no trabajaría en la última planta.

      Me consuelan sus palabras. Si le hubiese dicho algo sobre sexo guarro en su oficina, quizás no me hablaría de la seguridad de los ascensores.

      —Odio las alturas. —Suelto una risa nerviosa.

      Al menos lo que he dicho es verdad, odio volar, igual que un gorrioncito el 4 de julio.

      —Entonces odiará volar.

      ¿Me lee la mente?

      —Lo odio más que un mal chocolate.

      Me mira interesado.

      —¿Odia el mal chocolate?

      Asiento y lo miro como si fuera la pregunta más estúpida del mundo.

      —¡Por supuesto!

      —Pensé que no habría chocolate malo.

      Lo miro condescendiente.

      No te enteras de nada.

      —El chocolate engorda. Al menos el que no es de cacao puro —Bravo, Janna, algo obvio que todo el mundo sabe—. Puestos a poner celulitis en tu cadera de por vida, lo mínimo que puede esperarse del chocolate es que sea bueno. Bueno no, excelente. Tiene que valer la pena.

      —¿Como una infidelidad?

      Lo miro desconcertada. ¿Cómo demonios habrá atado esos conceptos? Quizás sea un hombre infiel por naturaleza. Pero luego pienso en sus palabras y razón.

      —Puestos a poner los cuernos a tu novio, por lo menos que sea Brad Pitt. Que me perdone Steve Urkel,


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