Círculo de lectores. Raquel Jimeno
tuve la fortuna de conocer al diseñador y tipógrafo Norbert Denkel. Él fue quien, cuando yo abandoné aquella editorial, en 1990, me puso en contacto con Hans Meinke, que por entonces capitaneaba con éxito extraordinario Círculo de Lectores. Meinke había encomendado a Denkel la dirección gráfica del club, por así decirlo, y este había emprendido una radical renovación tanto del diseño como de los aspectos materiales de los libros que el club publicaba. Mi buena relación con Denkel me ganó desde muy pronto la confianza de Hans Meinke, que enseguida me enroló para la realización de algunas de las nuevas líneas editoriales que venía impulsando. Fue así como en poco tiempo me vi al cuidado de libros y de colecciones proyectados con unos niveles de ambición y unos estándares de calidad muy superiores a los que yo estaba en condiciones de imaginar en aquel entonces.
Entre estos dos recuerdos median más de quince años. Cada uno de ellos se encuadra en una de las dos historias que aquí se cuentan. Porque conviene advertir que este libro cuenta dos historias. Una –la primera– es la historia de la creación y desarrollo de Círculo de Lectores. Esta historia comienza en 1962 y se interrumpe en el año 2010, que es hasta donde llega este trabajo de investigación. Pero su final iba a tener lugar no mucho después, más concretamente el 6 de noviembre de 2019, apenas hace unos meses cuando escribo estas líneas (julio de 2020). En esa fecha, el Grupo Planeta, que en 2014 se había hecho con el control total de Círculo de Lectores, hizo público el cierre definitivo de la estructura comercial del club.
La segunda historia que aquí se cuenta tiene lugar en el marco de la primera y constituye, de hecho, la parte más sustancial de este libro. Es la aventura emprendida por Hans Meinke a partir del momento en que se hizo cargo de la dirección del club, en 1981. Al frente de él, Meinke convirtió Círculo de Lectores en “un verdadero laboratorio cultural”, como escribe con acierto Raquel Jimeno, y desarrolló actividades y planes editoriales que, veinte años después, no pueden menos que causar asombro y admiración, dadas su envergadura y su relevancia. Esta segunda historia concluye oficialmente en 1997, año en el que Hans Meinke se jubiló como director del club, si bien se prolongó más allá de esa fecha gracias a su permanencia al frente de Galaxia Gutenberg y de Círculo de Arte, dos sellos creados en 1994 por el mismo Meinke e inspirados en buena medida por el mismo espíritu con el que capitaneó el club.
Sobre la primera historia, la de la creación y desarrollo de Círculo de Lectores, poco me cabe añadir a lo que Raquel Jimeno expone de modo tan sucinto como instructivo. Verán: yo nací en Barcelona en 1960, dos años antes del nacimiento, en la misma ciudad, de Círculo de Lectores. En mi memoria personal, Círculo estuvo siempre allí, al menos desde que tuve conciencia de lo que era un libro. Esto no significa que en mi casa fuéramos socios del club desde su creación, ni mucho menos. De hecho, antes que de Círculo de Lectores, recuerdo que fuimos socios de Discolibro, un club del libro que en su momento trató de hacer la competencia a Círculo (y al frente del cual estuvo, por cierto, el mismo Hans Meinke). El caso es que, con independencia de que se fuera socio o no, los libros de Círculo se veían en muchas de las casas a las que uno iba, ya fueran de parientes o de amigos. Los siempre solícitos promotores y agentes de Círculo que visitaban las casas y llevaban los libros eran figuras familiares en el paisaje de mi infancia. Más adelante, cuando tuve edad de desplazarme a solas por la ciudad, me topé en numerosas ocasiones con los promotores que durante algunos años se dedicaban a captar a socios por la calle. Si les prestabas tu atención, no tardaban en conducirte a una roulotte apostada no muy lejos, en la que, una vez dentro, te ampliaban la información sobre el club y, llegado el caso, te tomaban los datos y allanaban el camino para que te inscribieras. El anecdotario en torno a los promotores y agentes del club era bastante suculento, y la impresión que causaban algunos especialmente entusiastas o pelmazos sugería comparaciones con la de los misioneros de algunas sectas. Estoy exagerando, por supuesto. Lo que vengo a decir es que el vendedor de Círculo de Lectores llegó a ser un personaje popular, casi folclórico, y con frecuencia muy querido, de la España del último cuarto del siglo pasado. Si, por un lado, se cuentan por centenares de miles las familias que pertenecieron al club, se cuentan al menos por millares los españoles que alguna vez trabajaron en su extensa red comercial (que llegó a tener cerca de cinco mil agentes y unos trescientos cincuenta promotores distribuidos por todo el país). Entre estos últimos se contó, muy al principio, el famoso actor José Sacristán, quien mucho después protagonizaría un anuncio –del mismo Círculo, por supuesto– en el que recordaba ese episodio de su vida (se puede ver en la red).(1)
Hacia finales de los setenta, terminado el bachillerato, me matriculé en la Facultad de Filología. Coincidió con los años de la tan celebrada transición a la democracia. La sociedad española en su conjunto cambió de forma asombrosa en estos años, en los que se produjo una acelerada modernización de hábitos y costumbres en todos los niveles. Desde el punto de vista cultural, la situación era completamente distinta a la de veinte años atrás, como lo eran también las actitudes de una ciudadanía entregada a nuevas modalidades de consumo y a la entusiasta experimentación de las libertades recién conquistadas.
Por aquella época, en que empezaba a volar por cuenta propia como lector, la imagen que yo me hacía del club estaba teñida de una prejuiciosa condescendencia. De un modo todavía difuso, consideraba yo que el club era algo destinado, paradójicamente, a no lectores, o más bien a aspirantes a lectores; en cualquier caso, a lectores no formados, desprovistos de criterio.
No me equivocaba tanto. Como se hace patente en el presente trabajo, Círculo de Lectores cumplió una importante función “roturadora” en un campo cultural históricamente abandonado, como era el de la España de los años sesenta, sometida a la dictadura militar de Francisco Franco. A comienzos de la década, el analfabetismo de la población española rondaba el 10 %, y hasta el año 1970 no se sancionó la Ley General de Educación, consecuencia de la necesidad de adaptar un sistema educativo endémicamente deficiente a los acelerados cambios sociales y económicos que se habían producido durante la década recién concluida. A tales cambios, así como a la tímida apertura política a la que dieron lugar, los había impulsado principalmente el turismo, que pasó de seis millones de visitantes en 1960 a veinticuatro en 1970. El “desarrollismo” de la década conllevó la emergencia de una clase media con aspiraciones culturales. En poco tiempo se abrió a una considerable franja de la población la posibilidad de acceso a la enseñanza secundaria y a la superior, o cuando menos la perspectiva de que las recibieran sus hijos. En consecuencia, el libro pasó a convertirse en un bien ampliamente codiciado, pues por aquella época conservaba aún todo su carisma como agente de culturización y marca de ascenso social (también como índice de desclasamiento), y ni la radio, ni el cine, ni la televisión, concebidos en general como entretenimientos de masas, le disputaban esta función.
Es en este escenario en el que la implantación en España de Círculo de Lectores contribuyó, gracias a su peculiar fórmula de venta, a desinhibir los complejos que una parte de la ciudadanía experimentaba en relación al libro. Pues, por extraño que pueda parecer, ese carisma que conservaba el libro tenía efectos intimidantes en quienes no estaban familiarizados con él.
En la introducción de este libro, Raquel Jimeno hace una muy instructiva síntesis de los antecedentes, nacimiento y desarrollo de los clubes del libro en todo el mundo. De sus apuntes se desprende que uno de los factores determinantes del éxito de la fórmula del club fue su capacidad de atender las demandas de un público con dificultades de acceso a las librerías. En un país de la amplitud de los Estados Unidos, por ejemplo, con buena parte de la población repartida en grandes extensiones rurales a menudo muy alejadas de los centros urbanos, la posibilidad de disponer de una escogida gama de títulos y de recibirlos en el propio domicilio constituyó sin duda un aliciente muy importante para inscribirse en un club del libro. Lo mismo ocurrió, aunque en menor escala, en las zonas rurales de toda Europa, tanto más en aquellos países –como España– en los que la red de librerías presentaba deficiencias notables. Desde mi punto de vista, sin embargo, este factor tiene bastante menos peso, al menos en España, que otro de naturaleza más cultural: me refiero a los apuros, las dudas y las inseguridades que para una ciudadanía escasamente letrada suponía –y sigue suponiendo, de hecho, aunque en muy menor medida– escoger, en primer lugar, un libro, y a continuación adquirirlo.
Las cosas han cambiado tanto y