Círculo de lectores. Raquel Jimeno

Círculo de lectores - Raquel Jimeno


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mucho menos, el público más o menos ilustrado o sofisticado para el que estos sellos desempeñaban ese papel de “vanguardia cultural”, pero no cabe duda de que, aun siendo de naturaleza eminentemente “aspiracional” –por emplear un neologismo que ha hecho fortuna en el lenguaje de la publicidad y del marketing–, nutría las sucesivas “levas” que, año tras año, iban engrosando aquel público más culto, lo que permitió el surgimiento, a finales de los años sesenta, de sellos como Lumen, Anagrama y Tusquets.

      Lo determinante, en uno y otro caso, es el concepto de público, que entretanto parece haberse disuelto en la categoría a la vez más técnica y más abstracta de mercado. En este punto se me ocurre hacer una consideración acaso arriesgada, pero en absoluto gratuita: la fórmula del club del libro prosperó en una época –la que va de, pongamos, los años cincuenta a los ochenta, ambas décadas inclusive– en que el mundo editorial, todavía fuertemente anclado en una concepción universalista y emancipadora de la cultura, tenía por horizonte la configuración de un público, entendido este en dos de las acepciones que del término propone el DLE: “conjunto de personas que forman una colectividad” y también “conjunto de las personas que participan de unas mismas aficiones o con preferencia concurren a determinado lugar”.

      El prestigio y el glamour que tiempo atrás emitían, en distintos niveles, determinados sellos editoriales y colecciones se basaba en la implícita presunción de que el criterio que las guiaba configuraba un área de intereses y del gusto que, a su vez, delimitaba los contornos –sin duda imprecisos– de un determinado público. Adquirir libros de esas editoriales o colecciones suponía “ingresar”, en cierto modo, en la comunidad de sus seguidores y formar parte de ese público.

      Desde este punto de vista, Círculo de Lectores –que, en cuanto club, era un proveedor de criterio para ciudadanos que reclamaban precisamente eso: una selección y una guía para abrirse paso entre la oferta indiscriminada del mercado– apuntaba a su vez, en su correspondiente nivel (que no renunciaba del todo a una perspectiva “ecuménica”, por así llamarla), a la construcción de un público. En cualquier caso, trabajaba sobre la base de un “conjunto de personas que forman una colectividad” –el que instituye el club en cuanto tal– y fomentaba este sentimiento de pertenencia –más o menos subliminal o explícito– que todo público implica y al que, en definitiva, permanece adherido cualquier concepto de cultura que vaya más allá del simple dato antropológico.

      El progresivo socavamiento de la noción de público y su sustitución por la de mercado, cada vez más notoria a partir de los años ochenta, era una tendencia contraria a la filosofía de Círculo de Lectores, que desde este punto de vista ofreció una resistencia casi heroica a las transformaciones que implicaba el gradual sometimiento del mundo editorial a las dinámicas del neoliberalismo. ¿No fue Margaret Thatcher la que dijo que “no hay tal cosa como la sociedad”, que lo que hay son individuos? No es otra la premisa que determina la transformación del público en mercado. El público es una construcción social, que implica la participación activa de sus elementos, y no solo una resultante estadística, como sí lo es el mercado. La imparable tendencia de la industria editorial a estructurarse en grandes conglomerados conlleva pensar en los lectores en términos de mercado, y no de público, y en este sentido supone el declive –todavía en curso– de toda una concepción de la labor del editor y el correspondiente estrechamiento del horizonte humanístico en que se desarrollaba.

      Paradójicamente, fue la espectacular ampliación de la franja de lectores, a la que los clubes del libro contribuyeron tan oportuna y significativamente, la que creó las condiciones para estas transformaciones, que en última instancia determinaron el desmantelamiento de esos clubes.

      No me he ido por las ramas, aunque pueda parecerlo. Cuando me introduje en el mundo editorial, poco tiempo después de haber concluido mis estudios de Letras, ya estaban en marcha las transformaciones a las que me vengo refiriendo, por mucho que yo mismo estuviera entonces muy lejos de percatarme de ellas. Por ese entonces, mi visión de Círculo de Lectores permanecía más o menos pegada a esa dimensión del club como “pionero cultural” a la que ya he hecho referencia. Tanto mayor fue mi sorpresa cuando, al conocer a Hans Meinke y comenzar a colaborar con él, muy a comienzos de los noventa, me vi embarcado en un proyecto editorial de una envergadura y de una trascendencia cultural que anegaba todos mis prejuicios.

      En 1990, Círculo de Lectores contaba con 1.382.000 socios (llegaría a tener un millón y medio) y llevaba ya varios años comportándose como una institución cultural de primer orden. Desde que había asumido la dirección del club, en 1981, Hans Meinke había mostrado entender bien que el papel que le cabía desempeñar al club ya no era el mismo que el que le había correspondido cumplir en los años sesenta. La sociedad española en su conjunto se había modernizado, y el socio potencial del club ya no era –o ya no solamente, ni mucho menos– ese individuo con incipientes aspiraciones culturales que no sabía cómo vehicular, sino un ciudadano más o menos instruido, deseoso de orientación pero no carente de exigencias, sensible tanto a la calidad material de los libros como a la de sus contenidos, sensible también a las propuestas de acudir a eventos y a las oportunidades de establecer contacto directo con los autores a los que admiraba. Pienso en un ciudadano ufano de pertenecer a un club que contaba entre sus “socios de honor” a personalidades muy destacadas; a un club en cuyos actos participaban esas personalidades, presentes con frecuencia en los grandes medios de comunicación, en los que el club tenía asimismo presencia a través de convocatorias y recordatorios que acreditaban sus vínculos, a veces privilegiados, con lo más granado del establishment cultural e incluso político.

      Atrás quedaban los tiempos del socio timorato que no se atrevía a entrar en una librería. Como bien recuerda Raquel Jimeno, en las dos últimas décadas del siglo pasado los quioscos padecieron una auténtica marea de libros coleccionables que ponían al alcance de cualquiera, en ediciones muy asequibles, casi siempre en tapa dura, selecciones de los mejores títulos de la literatura, del pensamiento, de la ciencia, de casi cualquier materia imaginable.

      La estrategia emprendida por Círculo de Lectores, bajo el liderazgo de Hans Meinke, consistió –como el trabajo de Jimeno documenta con detalle– en prestigiar al club tanto de cara a sus socios como de cara a la sociedad en su conjunto. La panoplia de recursos puestos en juego con este objetivo resulta deslumbrante por el nivel de ambición que entraña y por su ausencia de complejos. Se trataba de no conformarse a actuar como desbrozadora de un terreno que luego colonizaban los libreros. La apuesta de Meinke apuntaba, además, a que se produjera el movimiento contrario: a que los clientes asiduos de las librerías se sintieran atraídos por la oferta del club, y se plantearan formar parte de él como medio de tener acceso a ediciones singulares o muy mejoradas con respecto a las disponibles. El impresionante trabajo realizado en este sentido abocó a algo tan insólito como que los propios libreros –tradicionalmente suspicaces, por razones obvias, hacia los clubes del libro– reclamaran a Círculo de Lectores que constituyera un sello propio para el canal de librerías, que permitiera el libre acceso a algunas de sus más codiciables ediciones. Así nació Galaxia Gutenberg, consecuencia natural de una política editorial y cultural que –sobre todo durante los años noventa– trascendió muy ampliamente la de un club del libro.

      Alguna vez he sostenido –provocando alguna mueca de aprensión en mis interlocutores– que, bajo el liderazgo de Hans Meinke, Círculo de Lectores cumplió, entre otras varias, las funciones de una Editora Nacional. Lo de la mueca de aprensión era a cuenta de que este nombre –el de Editora Nacional– lo emplearon las auto­­ridades culturales franquistas para bautizar, en plena Guerra Civil, un órgano dependiente de la Delegación de Estado para Prensa y Pro­paganda, destinado a dirigir y coordinar las ediciones oficiales. Como era de prever, a la sombra de la Editora Nacional prosperaron, en la inmediata posguerra, toda suerte de publicaciones afectas al régimen de Franco, pero la misma Editora Nacional no tardó mucho en amparar también iniciativas de valor, convirtiéndose con el tiempo en plataforma de divulgación de títulos y proyectos editoriales de problemática viabilidad para las empresas con ánimo de lucro. En los años del tardofranquismo y de la transición, la Editora Nacional –entre cuyos objetivos declarados estaba el de “conseguir una alta rentabilidad cultural” mediante la edición de “obras nacionales


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