La Llave. María Luisa Ginesta

La Llave - María Luisa Ginesta


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muy por encima) para tratar de entender por qué me los entregaban a mí, pero no logré ver su trascendencia; claro que a los 12 años, al menos para mí, era difícil ver más allá de la nariz. Entonces los cerré y los guardé en esa misma caja. Por alguna razón, eso sí, me sentía como la guardiana de un tesoro.

      Nos cambiamos tres veces de casa y junto con mis papás, mis hermanos, los muebles, cuadros, platos y demases, también se fueron mis “cajas”. Aproveché, eso sí, el espacio disponible y fui guardando, junto a esas reliquias, mis propios diarios de vida. Mal que mal eran un tesoro mío que valía la pena ser guardado.

      Me casé y junto con salir de la casa de mis padres salió también conmigo mi caja con mis tesoros que, aún seguía sin entender, ni lo que decían ni por qué aún los conservaba, o qué fuerza me impedía botarlos. Pero eran míos, eran parte de mí. Tuve hijos, me cambié tres veces de casa, incluso nos fuimos a vivir al extranjero y ahí seguían mis libros, dentro de sus cajas, acompañándome a la espera de que algún día me hablaran.

      Nunca boté esa caja llena de recuerdos. Si los libros no me decían nada, al menos tenía el recuerdo de la persona que me los había regalado. La caja y yo éramos una, era como trasladarme con mi historia; no importaba donde fuera, mi historia me acompañaba. Nunca, nunca tuve la ocurrencia de tirarlos a la basura o dejarlos atrás a que otros los cuidaran. Siempre conmigo, como con un temor inexplicable de que si no los tenía conmigo se me olvidaría mi historia. Por otro lado, me sentía de alguna forma un Templario guardando el Santo Grial. Aun así, aunque los artículos no me dijeran nada, siempre estaban conmigo y, para esos años, ya no solo guardaba esos libros y mis diarios de vida, sino que era una caja muy llena donde estaban encerrados retratos, muchas cartas, tarjetas, corchos de botellas de champagne con fechas marcadas, flores secas, tantas cosas que me son tan queridas hasta el día de hoy, y aún sigo metiendo cosas.

      Hace tan solo dos años atrás, cuando cayó en mis manos el cuento de “La Llave de Josefina”, de Iris Rivera, fue que finalmente me hablaron los artículos. ¿O debería decir que finalmente tuve la capacidad de escuchar lo que me querían decir? Ese cuento fue la llave que abrió el corazón. Es cierto eso que dicen que “las llaves abren puertas y caminos, que nos llevan a lugares inesperados.” Para mí, el abrir esos libros fue como abrir la puerta donde se guardaban las cosas perdidas. Como esas cajas que tienen los colegios donde van a parar todos los chalecos, poleras, delantales que los alumnos van olvidando o dejando atrás. Solo hacen sentido las cosas para quienes las han perdido, de lo contrario un zapato es solo un zapato, pero para quien tiene el otro es una gran diferencia.

      Al abrir en ese instante esos libros, algo mágico pasó. Quizás los planetas estaban alineados, quizás había luna llena o menguante o quizás no había luna, no lo sé, pero algo pasó, ya que esos libros los había abierto cientos de veces antes, y nada. Pero aquel día, al dejar entrar aire a esas páginas, ¡todo cobró vida! Salieron letras, palabras, como si cada una estuviese buscando su propia puerta y, como en tantas películas de niños y no tan niños, no solo salieron a respirar las letras, y palabras, sino que salió una mujer en forma de fantasma. Una mujer preciosa, de rostro familiar. Ojos con una chispa, que no necesitaban decir nada porque lo decían todo. Me llamó la atención su pelo muy corto y ondulado de un color cobrizo. A juzgar por sus modales, por su vestir, debía ser muy distinguida, de refinamiento exquisito. Ella, con una gracia inigualable, trataba de sacudirse de forma graciosa, el polvo de tantos años de encierro y de la tontera mía de no poder verla o escucharla hasta ese día. Todo pasaba al mismo tiempo: tratar de ver quién era esta mujer, ver este cuarto nuevo que había abierto, que no conocía, pero en el que había cosas familiares, ¡tanta información! No quería ni pestañear para no perderme ni un segundo de nada. Respirar… Inhalar, retener, exhalar, vaciar…

      Ya un poco menos abrumada dejé que las cosas empezaran a decantar y, de a poco, pude empezar a ver y entender un poco más las cosas que tenía olvidadas. Pude de alguna manera reconocer piezas que me faltaban de mi pasado.

      —… ¡Qué niña eres todavía! —me dijo Mariana, la mujer que había salido del libro, mientras buscaba un espejo para asegurarse de estar impecable mientras me hablaba…—. El pasado nunca resucita porque nunca muere; puede adormecerse, pero morir, jamás. Es lo contrario de lo que el mundo cree cuando se dice que lo llevamos detrás; yo creo que va delante de nosotros y somos nosotros los que caminamos detrás de él, somos nosotros los que vamos pisando su largo manto, somos nosotros los que lo seguimos; no es el pasado el que nos sigue… Cartas, retratos, objetos ínfimos que nos hablaron al corazón a cierta hora de la vida y a toda edad, a toda hora, en toda época, vuelven a tener su brillo y su emoción.

      —Pero si aquellos ojos que ya no nos miran, si esas manos que ya no nos escriben están sepultados para nosotros… —pregunté, ¡sin siquiera cuestionarme que le hablaba a un fantasma!

      —Pero quedan sus huellas. Son siempre tesoros para la vejez. No sabes a qué edad, mucho más tarde, volverán a hablarte al alma. A los 70, a los 80 años, puedes romperlas, no a tu corta edad. Pueden quedar mudas para ti un largo tiempo, pero algún día sonará la hora en que despierten nuevamente y oigas su voz lejana que te diga: ¿recuerdas?

      ¿Cómo le podía preguntar si se volvían a oír, cuando yo las estaba oyendo ahora? Y como si me hubiese leído el pensamiento, Mariana dice: —Defiéndete, niña, de los lamentos de tu corazón. No sabes tú cuán pobre es una vejez sin recuerdos. No entres en el engranaje del modernismo, que solo vive los cuartos de hora sin huellas y sin ideales; defiéndete del miedo a sufrir.

      ¡Y cuánta razón tiene Mariana! Muchas veces, en amor el sufrimiento nos enseña más que la felicidad.

      ***

      Tu actitud es la llave que cierra o que abre las puertas de tu destino

      Morfeo (Matrix)

      ¡¡Qué loco!! ¡¡¡Las conversaciones que tiene uno cuando va hilando el día!!! Las llaves de Josefina ¡y ahora las llaves de Ali! Organicé una especie de taller informal donde nos juntamos un grupo de mujeres para escuchar principalmente la historia de Ali. Una historia de amor, esperanza y dolor de una mujer de 65 años. Mi amiga ha contraído matrimonio en segundas nupcias, siendo ya una abuela joven. Sus ojos brillan con el entusiasmo de una niña de 20 años.

      —¡Ah! Esa mujer jamás será vieja —dijo Mariana, apareciendo de repente con taza de té en mano, la misma taza de té que ella había usado en sus años de vida y que ahora estaban en mi casa—. Ella jamás será vieja porque lleva en el alma las ilusiones de su juventud, revive las delicias de encontrar, en medio de su camino, un nuevo amor; una mujer que siendo abuela ha conservado el encanto de los primeros años, con todas sus bellezas, con todas sus virtudes; tiene la felicidad que mucho le ha costado conseguir, pero sigue amando la vida, el mar, las flores, las estrellas, las puestas de sol y todo lo bello que encuentra a su paso. Ha vuelto al tiempo de sus amores. Es joven, porque se es joven mientras se inspira un amor.

      Siempre hay cosas que aprender de esas historias, de estos círculos de mujeres; siempre hay algo que nos toca el corazón. Mientras preparaba la sala donde nos reuniríamos, pensé en pasarle una llave a cada participante... un símbolo concreto para que cada una pudiese ir abriendo puertas a medida que les fuesen apareciendo. Y ahí tenía en mis manos un manojo de llaves, un puñado de posibilidades.

      Cuando uno abre puertas se encuentra con sorpresas, a veces unas buenas, otras no tanto. A veces no hay nada al otro lado y hay veces en que hay muchas cosas, como si fuera un closet desordenado donde se tira todo lo que no tiene un lugar definido, con la esperanza de algún día tener tiempo para ordenarlo.

      La puerta que queramos abrir va a depender de nosotros mismos. Qué tanto rato te vas quedando en cada pieza o sala, va a depender de ti mismo, de tu ritmo. De cómo vas entendiendo o asimilando.

      También va a depender de nosotros si somos capaces de ver que tenemos esa llave delante de nosotros. Una llave que siempre se nos da y que algunos la llaman la “Oportunidad” —momento adecuado u oportuno— el Kairós como dirían los antiguos griegos. El que tiene la llave tiene la posibilidad y la oportunidad de seguir abriendo más puertas a diferencia del que cree no tenerla. La persona que cree no tenerla


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