La Llave. María Luisa Ginesta

La Llave - María Luisa Ginesta


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ropa que llevo puesta desde el viernes en la tarde. Hoy es domingo.

      He sido capaz de verme bien, limpia, casi con un estilo envidiable. He dormido con la misma ropa y me he paseado como si recién hubiese sacado la ropa del planchado. En realidad uno ve lo que quiere ver. Uno escucha lo que quiere escuchar.

      —Pero mi niña, tú tienes el extraño encanto de fascinar, más que con la belleza física, con un atractivo personal, y yo lo atribuyo al encanto personal de tus modales. —Mientras Mariana iba diciendo todo esto, ella iba moviendo sus brazos, en caso de que no fuese entendiendo lo que ella me trataba de decir—. En tus actitudes, en tus gestos, en el modo elegante de mover los brazos, las manos, en la forma de tomar un objeto, de servir una taza de té, de batir un cóctel; en la belleza de todos tus movimientos que en todo ser humano supera la belleza de las facciones… Además, hoy la elegancia consiste en estar despeinada y chascona. Eso sí chascona, pero por las manos de un peinador, ¡con el cabello brillante, perfumado! Un desorden artístico, que sea parte de la coquetería femenina; un cabello escobillado durante media hora, claro que en tu caso bastarían 10 minutos —dijo soltando una pequeña risa.

      ¡Yo estoy hablando en serio! Tengo ٥٥ años, tengo déficit atencional (ADHD) con hiperactividad desde siempre; hipertiroidismo desde alrededor de los 15 años; artritis reumatoídea desde los 29; cáncer mamario a los 50 y nada, nada me había preparado para esto.

      Tenía sospechas, unos flashes en mi memoria que cada cierto tiempo me aparecían, sin motivo…

      ¡Flash!…

      ¡Flash!…

      ¡Flash!…

      Como piezas sueltas, como claves, ¿pero claves de qué? Y, ahí estaban molestando. Es como cuando a uno se le pierde esa blusa regalona, o un libro o algo que uno le tiene mucho cariño. Sabes con certeza que debe de estar en algún lugar, y lo buscas sin encontrar; pasa el tiempo y algo hace que te acuerdes de lo que estabas buscando, y así uno puede pasar mucho tiempo buscándolo. Al menos yo soy de esas personas que no pueden soltar el tema hasta que le dan un cierre. Esto era lo mismo: imágenes sueltas que no hacían sentido, pero que estaban. Si uno no investiga, si uno no saca la llave para abrir puertas, ¿cómo se entera?

      Qué sabio es Ricardo, mi marido, que ni siquiera le interesa averiguar cosas de él. ¿Será un tema de género? ¿Será que tengo más tiempo para pensar? ¿Para mirarme? ¿Será que donde me tenía que quedar callada, quieta por mi Déficit Atencional con Hiperactividad, me ponía a pensar y a imaginar las cosas de otra forma?

      Hoy me siento como esa granada… como la granada que el papá nos contaba mientras se ponía su uniforme de soldado; de lo preciso que era todo… el cómo tomarla, el ángulo, sacar el seguro… los tantos segundos que se tienen para tirar lejos esa granada, para que no te explote encima… Pero para las granadas hay alguien que la sostiene, quien la controla. Sabe de tiempos y distancias ¿y yo? ¿Cuánto va a durar este corazón así hinchado a punto de explotar? ¿Cuánto dura? ¿Qué tan lejos salen los pedazos cuando explotan? ¿Voy a ser capaz de encontrarlos todos una vez repartidos?

      Fui abusada. Por más que me lo repita, no me lo puedo imaginar; sin embargo, lo sé. Tengo flashes de cosas desde siempre, pero era él? ¡¡No me calza con el perfil!! Pero, ¿me calza el perfil de Karadima abusando de jóvenes? ¿O quién se puede imaginar al Padre Poblete como un abusador? Uno no ve lo que no quiere ver.

      Hasta hoy, solo saben del abuso dos personas. Ricardo fue el primero a quien le conté. En realidad, el primero fue Nicolás, pues a través de su terapia logré sacarme el velo.

      Pero lo más curioso es que siento que desde que abrí la caja que me dio mi abuela, la caja aquella donde apareció Mariana, y que pude ver con el corazón, todo se alineó para traerme a este momento. Todo me fue llevando o empujando hasta hoy. Dos años tardé para llegar hasta aquí, para llegar a este cuarto y estar parada dentro de él. Dos años sin darme cuenta de que tenía la llave en la mano. Dos años donde perdí la noción del tiempo, porque a momentos parece que fue hace mil años atrás, y otras veces, que solo fue ayer… Digo dos años, pero podrían ser tres o podría ser uno. Desde que Pedro, mi hijo menor, partió a la universidad a Canadá, mis tiempos son otros. ¿Cómo no perder la noción del tiempo, si todos mis días son domingos? Ya no hay niños en la casa que marcan horarios, años escolares, vacaciones de invierno. Ya no hay más levantarse temprano para ir a dejar al colegio; al contrario, ¡mis días son eternas vacaciones! Me encanta cuando la gente me pregunta cuándo voy a salir de vacaciones, ¿enero?, ¿febrero? ¡¡¡¡Salgo cuando quiero!!!!

      … —Ahhh, me acuerdo cuando escribí aquel artículo del Valor del Tiempo; debe de haber sido alrededor de 1957… fíjate que una vez volvía en tren de Santiago y, como sucede siempre en esas ocasiones, comienzan las miradas calladas, observando a sus compañeros de mesa. Después de un somero estudio, se sabe si durante el almuerzo, se hará amistad con ellos o si se viajará callado. El cuarteto que formábamos prometía una amistad durante el camino, aunque todos nos encontrábamos almorzando juntos por primera vez en la vida. Quedé situada al lado de un señor de nacionalidad sajona. Frente a mí, una dama joven morena, de permanente recién hecha, fumando ricos cigarrillos norteamericanos. A su lado, un joven buenmozo, de modales distinguidos.

      Al poco rato, al concluir el primer plato, el sajón dijo:

      —¡Cómo llueve! Esto significa un atraso de más de un cuarto de hora en la llegada al Puerto.

      —¿Y qué importa? —exclamó la morena—. Un cuarto de hora. ¿Qué es eso?

      El sajón la contempló con benevolencia, como se oye a un niño.

      —Para ustedes los chilenos, el tiempo no tiene valor.

      —Yo soy chileno —dijo el joven— y doy mucha importancia al tiempo. Soy esclavo de las horas.

      Esta frase hizo que para el sajón este chileno dejara de ser “nativo”.

      El debate me pareció interesante. Me puse en el acto del bando de la morena y dije:

      —No me lo van a creer ustedes. Durante muchos años no he usado reloj. Los tuve lindos; pulseras, broches. ¡Era fatal! Como no los consideraba una prenda necesaria, y como joya los encuentro feísimos, los olvidaba en todas partes. Pasé sin reloj durante muchos años, hasta que alguien, que pensaba como ustedes, me obsequió éste, que llevo ahora.

      —¿Pero ahora lo consulta?

      —¡Muy poco! Pues se adelanta mucho y nunca está a la hora. Como cuento con su adelanto, ¡llego a todas partes tarde!

      La morena se rio. Para ellos fui causa de menosprecio. La morena tomó la palabra:

      —Pero es lo que pasa cuando se está pendiente de la hora. Se es más derrochadora del tiempo. Estoy segura que ustedes lo pierden más que nosotras por estar pendientes de la hora.

      —A ver. Explíqueme eso —dijo el joven.

      —Mire: hoy usted tenía que tomar el tren a las 11:45. Estoy segura que desde las 11:00, no hizo nada más que esperar la hora precisa para llegar a la estación. Esperando esa hora, perdió usted a lo menos 40 minutos, derrochándolos sin ocuparlos en nada. Mientras yo salí corriendo, sin preocuparme de contar los minutos los aproveché todos. Pasé a varias partes, luego llegué al tren. Como ven ustedes, pues, aquí estoy…

      —¿Y si la hubiera dejado el tren? —preguntó el sajón.

      —Pues tomo el tren de la tarde. Pero nunca me ha dejado ningún tren.

      —Y a otras citas, ¿llega usted puntual? —dijo el joven.

      —Cuando tengo que llegar a un té, por ejemplo, me ha sucedido que estoy lista a las 4:30. Pienso: “Tengo todavía media hora; en diez minutos estaré con mi coche en casa de mis amigas, entonces me pongo a escribir una carta, o a concluir mi tejido…”

      —¿Y llega puntual al té?

      —No, porque me paso de la hora y cuando atino a mirar el reloj, son más de las cinco —dijo riéndose—. Llego atrasada,


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