Frida en París, 1939. Jaime Moreno Villareal

Frida en París, 1939 - Jaime Moreno Villareal


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mi enorme y querido Diego Rivera, con el gran gusto de

      haberlo conocido y en la imposibilidad de dejarlo.

      André Breton

      Ciudad de México, el inquietante día de mi partida

      El ejemplar presenta desde su primera página numerosas tachaduras a lápiz rojo y tinta verde. Alguien pudo pensar que serían supresiones de un lector exasperado, quizá de Frida. Pero no, sencillamente comprueban la poda habitual que hacía Breton al verter párrafos completos de ése en otros textos, tal cual hizo en dos de sus conferencias mexicanas.

      Mi querido André Breton:

      Usted, que por medio de su actividad surrealista ha contribuido a la liberación de los hombres entregándoles la mitad de la riqueza del mundo, los dominios del sueño creador, no pase por alto a México, bella parte de esos territorios, aunque aún sometida por los cerdos imperialistas y los falsos intelectuales estalinistas, a pesar de la lucha del pueblo que tan maravillosamente grabó Posada.

      El traslado se coordinó entre la Universidad Nacional Autónoma de México y el Ministerio de Asuntos Exteriores de Francia, con el desig­nio de que Breton ofreciera sus cinco conferencias en esa casa de estudios. A principios de abril, Isidro Fabela –entonces representante de México ante la Sociedad de Naciones, y de la Universidad mexicana en Europa– le extendió la invitación académica, y gracias al apoyo tanto del secretario general del Ministerio de Asuntos Exteriores de Francia, Alexis Saint-Leger Leger –cuyo nom de plume era Saint-John Perse–, como de Henri Laugier, director de investigación científica de Francia, a cargo del Service Central de la Recherche Scientifique (SCRS), Breton viajó con una misión de estudios en “representación extraoficial”.

      Queridos André y Jacqueline:

      La cálida atmósfera que desprenden estas líneas ofrece tonos de cómo la camaradería entre los Rivera y los Breton se iba transformando en amistad. En contraste, la buena fe entre Breton y Trotski no estuvo exenta de roces y disgustos, pero mantuvieron trato de camaradas y al fin encauzaron su acuerdo en el Manifiesto, redactado por ambos.


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