Frida en París, 1939. Jaime Moreno Villareal
Guerra Mundial, donde conoció de cerca la locura, sería siempre reacio a ocuparse en la práctica de los enfermos mentales. Y a propósito, ¿qué era de aquella Nadja, la amante desquiciada de Breton, de la que Jacqueline le dio pormenores a Frida en México? Esa mujer también había ido a dar al manicomio. Su reclusión pareció ser un alivio para André, pues no la amaba –contaba Jacqueline–, pero se sentía culpable de haberle vuelto la espalda, nunca fue a visitarla al sanatorio y lo peor es que él vivía con la tribulación de haber contribuido a desatar su demencia. Según Jacqueline, André había escrito Nadja, en parte, para conjurar esa mortificación.
Con revelaciones semejantes, a Frida Kahlo el surrealismo se le presentó muy ajeno a un proyecto vital, al sondearlo más bien en experiencias de compañerismo, vida doméstica y conflicto. Aún así, no hay que menospreciar la importancia que tuvo en su desarrollo artístico, y conviene atender de qué manera, en su momento, ella se convirtió en uno de los personajes de la urdimbre surrealista. Si en algunas circunstancias quiso mantenerse al margen, es innegable que en otras se situó, por lo menos, en el margen interior del movimiento. Y ahí está, en su habitación, ese librerito que corona el secreter para establecerlo así. El mueble cumplió la doble función –como quiere la etimología de secreter– de separar a buen recaudo y de guardar el secreto. Al alcance de su mano, Frida mantuvo como algo importante, junto a su cama de postrada, aquel recoveco de su historia.
Hoy, las publicaciones ahí reunidas nutren de información. Entre otros impresos en el librero, se cuenta el raro y vistoso programa del estreno de la cinta de Luis Buñuel La edad de oro, de 1930, en el Studio 28, la sala cinematográfica de Montmartre donde un tropel derechista irrumpió en una proyección, poco antes de que el filme fuera prohibido duraderamente en Francia, nada menos que por cuarenta años. En su viaje a París, Frida volvería sobre los pasos de esa historia al asistir a una recepción en el hôtel particulier de los vizcondes de Noailles, que habían costeado aquel filme. El programa tiene una elegante cubierta puramente tipográfica e impresa en hoja de oro. Breton cargó con él a México porque se proponía proyectar las películas Un perro andaluz y La edad de oro como parte de sus disquisiciones sobre el surrealismo. Al cabo, sólo se exhibió la primera, ya que no hubo modo de conseguir copia de La edad de oro, reducida casi a la inexistencia por la censura. Un perro andaluz, de 1929, de Buñuel y Dalí, fue la primera película surrealista proyectada en México, y Frida asistió a su estreno en el Palacio de Bellas Artes. Al tomar la palabra en la presentación, Breton aseguró: “la cinta que ustedes presenciarán burla toda interpretación racional, lo que me lleva –dado el error que se ha cometido reiteradamente– a ponerlos particularmente en guardia en contra de una interpretación simbólica”.24 Con estas palabras, ofrecía una clave esencial para entender los vínculos entre el surrealismo y la teoría del inconsciente. Si como punto de partida los surrealistas se abrieron en sus exploraciones al freudismo, que les proporcionó amplitud de panoramas, nunca se ofrecieron en cambio como materia de análisis; su actividad no era ni un arte de los sueños ni una elaboración de diván. En aquella primera proyección cinematográfica, al apagarse las luces de la sala, el espectador mexicano pudo sumirse en el desconcierto. ¿Qué podía sacar en claro de esos clérigos (uno de ellos Salvador Dalí, en su primer cameo) arrastrados por el piso, que van jalando un piano de cola con la tapa y el teclado abiertos, sobre los que yace la cabeza sangrante de un asno? Con sus traslapes de cronología, con los desdoblamientos en que un actor podía ser sustituido por otro que representaba al mismo personaje o aparecer duplicado en pantalla actuando al mismo tiempo el asesino y su víctima, con esos fundidos en serie analógica donde el hormiguero que brota de la palma de una mano se convierte en el vello de una axila femenina, que se transforma en erizo de agudas espinas antes de resolverse en una mano cercenada y tirada en la vía pública, donde una chica de sexo ambiguo la remueve con su bastoncito, el filme debió escandalizar a más de un espectador, acaso aliviado por el escaso cuarto de hora que dura. ¿Reparó alguien en una simbolización del deseo o de las pulsiones de la vida y la muerte en esas imágenes? No era un tiempo en que Freud fuera lectura sabida, y el sentido común solía más bien descartar al surrealismo como una especie de arte onírico. Aunque no lo fuera, en esos términos Frida lo rechazaba, mientras que la vigorosa iconografía que le aportó, la impresionante condensación de sus imágenes, despertaba su interés, que al cabo ella acopió en el rinconcito. Acaso la proyección de Un perro andaluz le resultó útil para desmarcarse del surrealismo. Cuando luego insistió: “Pensaban que era surrealista, pero no estaban en lo cierto. Nunca pinté sueños. Pinté mi propia realidad”,25 redujo de nuevo, como tantos, el surrealismo al onirismo.
Saltan a la vista otros impresos en el secreter. El número 7 de la revista Cahiers GLM, de marzo de 1938, dedicado al sueño, reúne textos e imágenes recopilados por André Breton y ofrece, por su condición, una clave ineludible: sólo la segunda sección está tonsurada. Se trata de la parte iconográfica, mientras que la correspondiente a los textos nunca fue abierta. Siguiendo esta clave se comprueba que, casi por atavismo, a la pintora le atrajeron sobre todo las imágenes surrealistas y no tanto las ideas. ¿Y qué hay de los demás libros? He aquí algunos de los títulos que acompañaban a Frida: William Blake, La boda del cielo y del infierno; Bronislaw Malinowski, Una teoría científica de la cultura y otros ensayos; Arthur H. Church, The Chemistry of Paints and Painting; Salvador Díaz Mirón, Lascas; José Stalin, Problemas económicos del socialismo en la URSS; Marcel Schwob, Vidas imaginarias; Alfonso Toro, La familia Carvajal; Charles Baudelaire, Pequeños poemas en prosa; Carlos Merino Fernández, Retablos de Huehuetlán; Samuel Ramos, Diego Rivera; Manuel Maples Arce, Andamios interiores. Poemas radiográficos; y entre las publicaciones médicas, Luis Ángel Rodríguez, La ciencia médica de los aztecas; Joseph A. Hyams, Prefibrosis at the Vesical Neck; así como ejemplares de las revistas Notas terapéuticas y Actas CIBA; el folleto ilustrado La pelvis femenina en transparencias anatómicas…
Los libros que pertenecieron a Frida y Diego –sobre todo los que tienen huellas del paso por sus manos– se convierten, a la vista y al tacto de quien los examina, casi en reliquias. Se espiga uno entre tantos.
En septiembre de 1937 vio la luz el informe preparado por la Comisión Dewey en que se consignó el veredicto de inocencia de los cargos de sabotaje y traición a la Revolución soviética promovidos contra León Trotski en los procesos de Moscú. Parte de los trabajos de dicha comisión se había llevado a cabo en la Casa Azul en abril del mismo año, donde se recabaron los testimonios para la defensa del señalado. Los resultados absolutorios se publicaron en el grueso volumen The Case of Leon Trotsky, uno de cuyos ejemplares él mismo obsequió a sus anfitriones con la siguiente dedicatoria:
To my Friends
Frida and Diego Rivera
With thanks and best wishes,
Leon Trotski
2/X/1937
Diego conservó el volumen en su biblioteca. Aunque la dedicatoria es de lo más convencional, está desplegada con plenitud: ocupa gran parte de la portadilla, acaso expresando así satisfacción, además de agradecimiento. Si alguien pudiera resentir que es parca la dedicatoria o poco entusiasta la gratitud, la holgura gráfica puede, en cambio, ser signo e invitación para ponderar otras circunstancias, y el dato patente de que este libro estuvo en las manos de Trotski, de Diego y de Frida, desata un vigor imaginario, un vigor que puede estremecer la escritura al reconstruir los hechos.
Amontonados en su rincón, ¿fueron al cabo los impresos surrealistas memoriabilia de la que haría uso Frida Kahlo en ratos de postración y soledad?, ¿al examinarlos volvía a evocar los pasos perdidos de su viaje a París?, ¿depositó en ellos –con un dibujo, con una marca, con una frase– claves confidenciales? Luego de encerrar en su páginas, durante décadas, algunas huellas de uso, esos libros, catálogos y revistas fueron las vidrieras, abiertas unas, opacas otras, que animaron la exploración contenida en este libro. Si es seguro que en sus rodeos quiso Frida al fin situarse al margen del surrealismo, es del mayor interés indagar su tránsito por la tangente. Estas páginas lo hacen como una reconstrucción ampliamente basada en documentos y rastreo de datos, pero también a través de la interpretación de los acertijos que la artista dejó tanto en sus libros como en sus papeles personales, su correspondencia postal y telegráfica, y en su diario. Ciertamente, la imaginación ha