Frida en París, 1939. Jaime Moreno Villareal

Frida en París, 1939 - Jaime Moreno Villareal


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Guerra Mundial, donde conoció de cerca la locura, sería siempre reacio a ocuparse en la práctica de los enfermos mentales. Y a propósito, ¿qué era de aquella Nadja, la amante desquiciada de Breton, de la que Jacqueline le dio pormenores a Frida en México? Esa mujer también había ido a dar al manicomio. Su reclusión pareció ser un alivio para André, pues no la amaba –contaba Jacqueline–, pero se sentía culpable de haberle vuelto la espalda, nunca fue a visitarla al sanatorio y lo peor es que él vivía con la tribulación de haber contribuido a desatar su demencia. Según Jacqueline, André había escrito Nadja, en parte, para conjurar esa mortificación.

      Con revelaciones semejantes, a Frida Kahlo el surrealismo se le presentó muy ajeno a un proyecto vital, al sondearlo más bien en experiencias de compañerismo, vida doméstica y conflicto. Aún así, no hay que menospreciar la importancia que tuvo en su desarrollo artístico, y conviene atender de qué manera, en su momento, ella se convirtió en uno de los personajes de la urdimbre surrealista. Si en algunas circunstancias quiso mantenerse al margen, es innegable que en otras se situó, por lo menos, en el margen interior del movimiento. Y ahí está, en su habitación, ese librerito que corona el secreter para establecerlo así. El mueble cumplió la doble función –como quiere la etimología de secreter– de separar a buen recaudo y de guardar el secreto. Al alcance de su mano, Frida mantuvo como algo importante, junto a su cama de postrada, aquel recoveco de su historia.

      Saltan a la vista otros impresos en el secreter. El número 7 de la revista Cahiers GLM, de marzo de 1938, dedicado al sueño, reúne textos e imágenes recopilados por André Breton y ofrece, por su condición, una clave ineludible: sólo la segunda sección está tonsurada. Se trata de la parte iconográfica, mientras que la correspondiente a los textos nunca fue abierta. Siguiendo esta clave se comprueba que, casi por atavismo, a la pintora le atrajeron sobre todo las imágenes surrealistas y no tanto las ideas. ¿Y qué hay de los demás libros? He aquí algunos de los títulos que acompañaban a Frida: William Blake, La boda del cielo y del infierno; Bronislaw Malinowski, Una teoría científica de la cultura y otros ensayos; Arthur H. Church, The Chemistry of Paints and Painting; Salvador Díaz Mirón, Lascas; José Stalin, Problemas económicos del socialismo en la URSS; Marcel Schwob, Vidas imaginarias; Alfonso Toro, La familia Carvajal; Charles Baudelaire, Pequeños poemas en prosa; Carlos Merino Fernández, Retablos de Huehuetlán; Samuel Ramos, Diego Rivera; Manuel Maples Arce, Andamios interiores. Poemas radiográficos; y entre las publicaciones médicas, Luis Ángel Rodríguez, La ciencia médica de los aztecas; Joseph A. Hyams, Prefibrosis at the Vesical Neck; así como ejemplares de las revistas Notas terapéuticas y Actas CIBA; el folleto ilustrado La pelvis femenina en transparencias anatómicas…

      Los libros que pertenecieron a Frida y Diego –sobre todo los que tienen huellas del paso por sus manos– se convierten, a la vista y al tacto de quien los examina, casi en reliquias. Se espiga uno entre tantos.

      En septiembre de 1937 vio la luz el informe preparado por la Comisión Dewey en que se consignó el veredicto de inocencia de los cargos de sabotaje y traición a la Revolución soviética promovidos contra León Trotski en los procesos de Moscú. Parte de los trabajos de dicha comisión se había llevado a cabo en la Casa Azul en abril del mismo año, donde se recabaron los testimonios para la defensa del señalado. Los resultados absolutorios se publicaron en el grueso volumen The Case of Leon Trotsky, uno de cuyos ejemplares él mismo obsequió a sus anfitriones con la siguiente dedicatoria:

      To my Friends

      Frida and Diego Rivera

      With thanks and best wishes,

      Leon Trotski

      2/X/1937

      Diego conservó el volumen en su biblioteca. Aunque la dedicatoria es de lo más convencional, está desplegada con plenitud: ocupa gran parte de la portadilla, acaso expresando así satisfacción, además de agradecimiento. Si alguien pudiera resentir que es parca la dedicatoria o poco entusiasta la gratitud, la holgura gráfica puede, en cambio, ser signo e invitación para ponderar otras circunstancias, y el dato patente de que este libro estuvo en las manos de Trotski, de Diego y de Frida, desata un vigor imaginario, un vigor que puede estremecer la escritura al reconstruir los hechos.

      Amontonados en su rincón, ¿fueron al cabo los impresos surrealistas memoriabilia de la que haría uso Frida Kahlo en ratos de postración y soledad?, ¿al examinarlos volvía a evocar los pasos perdidos de su viaje a París?, ¿depositó en ellos –con un dibujo, con una marca, con una frase– claves confidenciales? Luego de encerrar en su páginas, durante décadas, algunas huellas de uso, esos libros, catálogos y revistas fueron las vidrieras, abiertas unas, opacas otras, que animaron la exploración contenida en este libro. Si es seguro que en sus rodeos quiso Frida al fin situarse al margen del surrealismo, es del mayor interés indagar su tránsito por la tangente. Estas páginas lo hacen como una reconstrucción ampliamente basada en documentos y rastreo de datos, pero también a través de la interpretación de los acertijos que la artista dejó tanto en sus libros como en sus papeles personales, su correspondencia postal y telegráfica, y en su diario. Ciertamente, la imaginación ha


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