Frida en París, 1939. Jaime Moreno Villareal
con su nombre el Manifiesto para no comprometer al Viejo ante el Gobierno mexicano. Para Breton, el documento fue la prenda más valiosa de su estadía, pues la alianza con Trotski situaba al surrealismo en la vanguardia libertaria, plantándole cara al PCF.
Rivera, con fama de tornadizo entre la izquierda comunista mexicana, y Breton, execrado primero como idealista e “irracionalista”, y luego –al inclinarse al trotskismo– como un apóstata, se asociaron en México, en un contexto internacional por demás complicado. El eje Roma-Berlín se afianzaba. Con el pretexto de evitar la guerra, Alemania se había anexado Austria y había desmembrado a Checoslovaquia. Las izquierdas denunciaban esos y otros signos de conflagración como una “guerra capitalista”, uno de cuyos objetivos sería enfrentar a las masas proletarias para que se mermaran entre sí. Aunque el trotskismo era una entidad internacionalista muy debilitada, en el flanco del arte Breton y Rivera intentarían hacer frente, en pacto con Trotski, a dos agrupaciones proestalinistas que afiliaban a los gremios culturales en Francia y México: la Association des écrivains et artistes révolutionnaires (AEAR) y la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR), ambas auspiciadas por los partidos comunistas.10 La AEAR había denunciado el viaje de Breton a México para reunirse con el “rengado” Trotski, y en contubernio la LEAR boicoteó muy activamente el programa de conferencias que iba a impartir en la Universidad Nacional Autónoma de México. En cuanto a ideología, estas agrupaciones se plegaban al realismo socialista, que Stalin implantó en 1932 como política cultural oficial del Estado soviético y que imponía a la actividad artística la obligatoria expresión de la lucha de clases según las líneas que Moscú irradiaba al mundo. En oposición a semejantes dictados, Rivera y Breton fundaron en México, con el asenso de Trotski, la Federación Internacional de Artistas Revolucionarios Independientes (FIARI), que intentó abrir un frente libertario de pensamiento y creación artística en sus respectivos países.
A su regreso a Francia, Breton mantuvo en su correspondencia con Diego y Frida un trato de artistas que compartían empeños políticos. Evocaría poco después a sus amigos mexicanos: “Diego Rivera pasea cotidianamente su andar de péndulo y su estatura física y moral de gran luchador –encarna, a los ojos de todo un continente, la lucha fragorosa contra todas las potencias del sometimiento, lucha que es, a mis ojos, lo más valioso que puede haber en el mundo–, y al mismo tiempo, en cuanto a calidad humana, no conozco nada equivalente al hechizo que el pensamiento y las maneras de su mujer ejercen sobre él, ese sortilegio con que lo envuelve la personalidad feérica de Frida”.11 Diego le insistió a Breton en que escribiera la presentación para la muestra que Frida realizaría en la Julien Levy Gallery de Nueva York, del 1.º al 15 de noviembre de 1938, mientras que la idea de exponer después en París obedeció en lo fundamental a una iniciativa entusiasta de Breton, signo de reciprocidad luego del amistoso hospedaje y del pacto político al que se habían comprometido. Dispuesto a difundir la obra de Frida, Breton pisaba suelo firme, pues su pintura le pareció extraordinaria desde la primera hora. Tal como solía hacerlo con otros artistas, cifró su encuentro como un hallazgo: “la contribución de Frida Kahlo al arte contemporáneo cobra un valor de parteaguas entre las diversas tendencias pictóricas que están naciendo”.12
Durante los tres meses de intercambio cotidiano en la Ciudad de México y en paseos por la provincia con Breton y Jacqueline, Frida conoció algunas luces y sombras del movimiento. Pero ¿qué tan enterada estaba del surrealismo? El tema estaba en el aire entre los escritores y los artistas en Estados Unidos y en México. Desde principios de la década, ella había visto pintura surrealista en galerías y museos, especialmente en Nueva York, y ya en 1932 había realizado cadáveres exquisitos con Lucienne Bloch y Diego Rivera, a sabiendas de que en el mundo anglosajón esos ejercicios no eran estimados como el gran invento surrealista sino como el inocente pasatiempo de nombre “heads, bodies and legs”, juego infantil o de salón que, por decir lo menos, nada tenía que ver con la investigación del inconsciente. Con antelación, en la prensa mexicana el surrealismo había alzado cabeza desde 1928, a través de poemas traducidos y artículos polémicos de periodistas y escritores, entre ellos varios asociados a la revista Contemporáneos, como Jaime Torres Bodet, Jorge Cuesta y Genaro Estrada, e indudablemente la Nadja de André Breton empezaba a ser reconocida en el país como referencia fundamental de aquello que sin embargo no acababa de enunciarse en el mundo hispánico como “sobrerrealismo”, “superrealismo” o “suprarrealismo”, en tanto que de ordinario se lo asociaba con lo absurdo, el desequilibrio mental, la fantasía, los sueños y lo irracional. La adopción definitiva del término “surrealismo” se debió a un acuerdo entre tres artistas españoles, Pablo Picasso, Salvador Dalí y Óscar Domínguez, tal como se dio a conocer en México en 1938.13 El vocablo se lexicalizó definitivamente durante la estancia de Breton, y entre sus difusores connotados se cuentan quienes tradujeron al poeta: Rodolfo Usigli, Xavier Villaurrutia y Agustín Lazo, pero también los detractores del movimiento, como Efraín Huerta. Mucho tiempo después, en 1950, cuando ya no sostenía querellas con el surrealismo, Frida declaró que su primera obra surrealista había sido el cuadro inconcluso que hoy se conoce con el título de Frida y la cesárea, de 1929, si bien añadió: “aunque no es totalmente surrealista”.14 Frida indagó en el surrealismo por medio de la pintura, aunque debió leer aquí y allá artículos de prensa atinentes en México y Estados Unidos. Es muy probable que la primera publicación surrealista que llegara a sus manos fuera la antología poética preparada por César Moro para honrar la visita de André Breton a México.15 Este folleto, que se halla en la Casa Azul, incluye textos de Breton, Paul Éluard y Benjamin Péret, así como de Giorgio de Chirico, Hans Arp, Salvador Dalí y Marcel Duchamp, entre otros. En la conocida fotografía de una bienvenida que se brindó al matrimonio Breton en casa de Guadalupe Marín, el poeta César Moro aparece departiendo junto a Frida, Jacqueline Lamba y André Breton. Moro pudo haber obsequiado en esa ocasión su antología. Ahora bien, al revisar otras franjas del acervo de la Casa Azul, se comprueba que otra obra de un autor surrealista ingresó antes a las estanterías de Diego Rivera.
¿Qué tanto sabía Frida de la visita de Antonin Artaud a México en 1936? Es más que probable que el tema haya saltado a la sobremesa durante la estancia de los Breton. ¿En qué tono? Era un amigo venerado de Jacqueline Lamba y fue por eso que André Breton reanudó vínculos con el visionario poeta y dramaturgo cuyas facultades mentales estaban ya deterioradas. Durante sus preparativos para el viaje a México, Breton lo consultó.16 La visión que Artaud le dio sobre el país fue confusa y decepcionada: México había renegado de su pasado indígena a cambio del nacionalismo revolucionario que promovía un indigenismo oficial, mientras que la pintura sufría una postiza estilización a la europea. Seguramente Breton le preguntó si había conocido a Diego Rivera y la respuesta debió ser contundente, si no es que destemplada: sí, lo visitó y habían tenido una disputa. Artaud había arribado al puerto de Veracruz el 7 de febrero de 1936 y, en cuanto llegó a la Ciudad de México, buscó a Luis Cardoza y Aragón –con quien había departido años antes en París– y a Diego Rivera. El designio de encontrarse prontamente con el pintor se adivina tanto por los contactos en París que éste había dejado, cuanto por el interés que despertaban en Francia sus representaciones murales del México indígena. En 1935, Rivera había terminado de pintar su singular panorama del México antiguo en el Palacio Nacional, basado en la iconografía del Códice florentino de Bernardino de Sahagún. Sumábase que eran tiempos en que la Revolución mexicana aparecía, para cierta intelectualidad francesa, y frente al horizonte de la Europa amenazada por el nazismo, como una opción social exitosa. Con todo, Artaud parecía avanzar siempre a trancos más allá. Descreía a rajatabla del marxismo y se confesaba como un ser desesperado, ávido de espiritualidad. A lo largo de su vida, había sufrido fuertes depresiones y crisis paranoicas que lo llevaban a encierros psiquiátricos, en tanto se abismaba en una adicción a las drogas opiáceas. Llegó a México en busca de una cura espiritual que, imaginariamente, le sería provista al entrar en contacto con las fuentes de la vida que encontraría en los dioses de las culturas primigenias. Según esas miras, que siguió nutriendo durante buena parte de su estancia, México era el único país del mundo en que pervivían los dioses antiguos. Por eso visitó a Diego Rivera, llevándole como obsequio un ejemplar de su Heliogábalo o el anarquista coronado, libro publicado un año antes.17 Artaud esperaba hallar en Diego a un aliado. Del encuentro, o más bien desencuentro, sólo quedó