El color de su piel (versión latinoamericana). John Vercher

El color de su piel (versión latinoamericana) - John Vercher


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ojos.

      —Te extrañé, hermano —agregó.

      —Ya, ya —respondió Bobby. Lo empujó y rio—. Suéltame, marica.

      —Basta con esa mierda —replicó Aaron y le dio un empujón en broma. Bobby captó algo detrás de la sonrisa desanimada de Aaron y recordó aquel primer día en la sala de visitas. “Estúpido”. Abrió la boca para disculparse pero Luis lo llamó desde la puerta abierta de su coche.

      —¡Bobby! ¿Nos vemos mañana?

      Bobby le hizo un gesto con la mano. Luis respondió con un gesto de impaciencia y entró en el coche. Aaron regresó con paso inseguro hasta la camioneta, en cuya cabina había un paquete de seis cervezas vacías y otro semivacío. Se sentó en el borde y deslizó la punta de su bota por la nieve. Bobby se sentó junto a él mientras Luis se alejaba.

      —¿Ahora andas con mexicanos? —inquirió Aaron.

      —¿Luis? Es un buen tipo —respondió Bobby y le dio un codazo en el brazo—. Es de los buenos.

      —Seguro.

      Bobby dejó de sonreír. Aaron le guiñó un ojo y le devolvió el codazo.

      —¡Tres años! —gritó Bobby y le pegó en el hombro—. Dios, hermano, qué bueno verte.

      Aaron se rio y se estiró para entregarle una cerveza. Bobby la rechazó.

      —¿Aún no? —preguntó Aaron. Bobby asintió con la cabeza—. Ya eres mayor de edad, hermano, y todavía no empezamos a celebrar.

      —Así estoy bien, hermano. Lo sabes.

      —Vamos, una no te va a matar. Tres años, tú mismo lo dijiste. ¿Cuántas veces saldré de prisión?

      —Esperemos que esta sea la única.

      —Exactamente. Así que tómate una conmigo. Además, el alcoholismo no es genético, hermano.

      —¿Eres retrasado? Sí, lo es.

      —¿En serio? Quién hubiera dicho.

      Aaron bebió su cerveza a grandes tragos y lanzó la botella vacía hacia el estacionamiento, donde se hizo añicos con un sonido musical. Ahora, bajo las farolas, Bobby estudió el rostro de Aaron. Su nariz parecía haberse roto más de una vez y la cicatriz debajo del ojo se veía abultada e hinchada, como si la hubieran cosido con alambre de púas. Pero en su rostro había algo más que el daño físico: un viso de tristeza, con sonrisas dolidas y falsas. Empezó a despegar la etiqueta de una botella llena. Bobby le apretó el hombro y lo sacudió un poco.

      —¿Estás bien, hermano?

      —¿No se me nota? —Otra sonrisa apretada.

      Bobby se encogió de hombros.

      —Eh… más o menos. —Dio una palmada sobre la camioneta—. Por cierto, esto es una belleza.

      —Mi viejo la tenía guardada para mí. Un regalo de bienvenida.

      —Es un gran regalo.

      —Dijo que me la gané.

      Ambos rieron. Aaron no había ganado mucho de nada desde que se habían conocido. Su padre era un banquero de inversión y un importante donante de las campañas de los funcionarios del gobierno local. Padre e hijo aprovechaban muy bien los beneficios resultantes. Las multas por exceso de velocidad desaparecían. Los arrestos por robar cómics de las tiendas se eliminaban de los registros permanentes.

      Luego, posesión con la intención de distribuir. El tercer delito. Y había sido grosero con el juez. Le había aguardado un largo y difícil tiempo en prisión.

      Y sin embargo, le habían dado apenas tres años. Pertenecer tenía sus beneficios.

      —Mira, estoy feliz de verte y eso, pero hace un frío de mierda. Vayamos a algún lado, y dame las llaves porque ya estás borracho.

      —Solo un par de minutos más, ¿de acuerdo? —suplicó Aaron—. He estado entre cuatro paredes más de mil días. Se siente tan bien respirar este aire, hermano. Allá el aire era diferente, hasta cuando nos llevaban al patio. Como si se ensuciara cuando atravesaba el cerco. —Quitó la nieve de la barandilla lateral de la cabina de la camioneta—. Esta cosa me hizo sentir como en un ataúd cuando venía para acá. Qué mierda, ¿la quieres? Es tuya.

      Algunos de los chicos en la cocina estaban en el programa de reinserción laboral o en libertad condicional. Russell, el gerente general, había cumplido una condena cuando era más joven. Solía contar la historia de cómo había sobrevivido, cómo había salido y cómo no les iba a permitir que cometieran los mismos errores dos veces.

      —Tienen que entender que este sistema está diseñado para mantener a los pendejos negros como ustedes adentro. Una vez que han sido encasillados, el olor de la prisión los perseguirá siempre. Nunca tendrán una oportunidad de verdad después de eso. En especial si son de los nuestros. Buscarán cualquier motivo para meterlos adentro de nuevo. ¿No pueden pagar los honorarios legales porque apenas ganan un sueldo mínimo limpiando la cámara de congelados? Adentro. ¿Los atrapan juntándose con un compinche que lleva droga encima? Adentro. Ustedes, hermanos más jóvenes, tienen menos de media oportunidad. La gente les hablará de responsabilidad, les dirá que carecen de ella. Que están enganchados con esa vida. Y si siguen volviendo adentro, eso podría terminar siendo verdad. Si están demasiado tiempo adentro, si les pasan cosas lo bastante malas, no sabrán qué hacer con ustedes mismos afuera y aunque se quieran convencer de lo contrario, de que no hay forma de que quieran volver adentro, la prisión se convertirá en el único hogar que conozcan.

      Bobby no se creía eso de que el sistema quería atraparlos. Invariablemente, de tanto en tanto aparecían policías y se llevaban a la rastra a uno de los favoritos de Russell, mientras Russell se quedaba en el vano de la puerta y sacudía la cabeza. Pero ahora, sentado en el borde de esa camioneta, observando a Aaron comerse las uñas, algo de lo que Russell solía decir le resonó. Aaron no había pasado mucho tiempo en la cárcel, pero su vida previa había sido fácil. Sus problemas desaparecían con una llamada telefónica de su padre a la persona adecuada. Tal vez ahora, de regreso en el mundo, Aaron se daba cuenta de que se había acostumbrado al aire sucio del encierro. Quizás se sentía más cómodo en ese mundo que en este. Parecía muy irracional, pero podía ser.

      Bobby descartó ese pensamiento y estiró la mano para recibir las llaves. Subieron a la camioneta. Cuando se inclinó para ajustar el asiento, su mano rozó algo áspero. Extrajo un ladrillo, roto en los bordes.

      —¿Te enseñaron albañilería en la cárcel? —Bobby forzó una risa, pero Aaron no sonrió. Tomó el ladrillo y lo apoyó en el suelo junto a las cervezas—. En serio. ¿Para qué es eso?

      —¿Recuerdas el bate pequeño que guardaba debajo del asiento para cuando las cosas se ponían jodidas? —Bobby asintió—. Había muchos de estos ladrillos rotos en un contenedor de basura afuera de la prisión, así que tomé uno. No todos aquí se pondrán tan contentos de verme como tú.

      —Sí, claro, lo entiendo, supongo. Pero, ¿un ladrillo?

      —Hasta que consiga un arma, sí.

      —De acuerdo, tipo duro —dijo Bobby. Rio, pero Aaron permaneció en silencio. Cerraron las puertas y Bobby arrancó la camioneta. Aaron se llevó las rodillas al pecho. El espacio estrecho en el vehículo lo obligaba a retraerse como una tortuga. A pesar de su corpulencia, la piel tatuada y las cicatrices, era un nudo de ansiedad. Estaba asustado.

      —Hermano, no estabas bromeando, ¿no? ¿En serio estás bien?

      Aaron se estiró para encender la radio. Bobby sintió que sus oídos se tensaban y se armaban de valor para el hip hop de bajos fortísimos con el que a Aaron le encantaba torturarlo cada vez que lo llevaba a la escuela.

      En vez de eso, una música clásica se filtró por los parlantes. Aaron se soltó las rodillas. Dejó de comerse las uñas y se relajó en el asiento. Bobby lo miró de reojo. Aaron se


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