El color de su piel (versión latinoamericana). John Vercher

El color de su piel (versión latinoamericana) - John Vercher


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Su aliento apestaba a cerveza. Bobby se olvidó de que ya había arrancado la camioneta y el motor protestó cuando volvió a girar la llave.

      Los neumáticos chirriaron cuando doblaron la esquina para tomar la avenida Forbes. Aaron apretó la rodilla de Bobby.

      —Más despacio.

      Aaron se estiró para mirar por la ventana trasera mientras Bobby lo hacía por el espejo retrovisor. La estación de policía al otro lado de la calle solía dejar un coche patrulla estacionado afuera como elemento disuasorio. Cuando pasaron frente a él, el coche no se movió. No se encendieron las luces. Ni la sirena. Bobby echó un último vistazo hacia atrás y vio que la puerta de Hot Dog Original se abría antes de que las luces de neón desaparecieran de la vista.

      —Por Dios, Aaron, ¿qué mierda hiciste? —le reprochó. Su respiración se había tornado más corta y le ardía el pecho; el asma formaba como un cinturón de púas alrededor de sus vías respiratorias, sus extremos afilados se incrustaban en sus pulmones. Cuanto más profundo intentaba inhalar, más le costaba respirar. Resolló y buscó en el bolsillo delantero de su abrigo el inhalador, pero se le cayó al suelo. Aaron lo recogió y se lo entregó. La sangre en sus dedos manchó la carcasa de plástico y Bobby se preguntó si sería de Aaron o del chico. Se quedó mirando el inhalador en la mano extendida. Aaron vio la sangre y la limpió con el dobladillo de su camiseta blanca.

      —Mierda —masculló—. Lo siento. Carajo, también te ensucié los pantalones.

      Cuando se lo ofreció de nuevo, la visión periférica de Bobby ya había comenzado a oscurecerse. Tomó el inhalador y dio una bocanada profunda. Aaron abrió la guantera y tomó un paquete de cigarrillos. Le ofreció uno a Bobby y empujó el encendedor en la consola. Bobby lo aceptó y lo apretó entre sus labios secos.

      —Carajo, hermano —exclamó—. ¿Qué hiciste? ¿Qué hiciste?

      —Te vas a pasar. Dobla aquí.

      El encendedor saltó. Aaron y Bobby se estiraron para tomarlo al mismo tiempo, pero Aaron dejó que Bobby lo hiciera. Tal vez si lo apretaba contra la mejilla de Aaron, o mejor, contra un ojo, algo suave y doloroso, lo que fuera que le diera el tiempo suficiente para escapar, saltaría de la camioneta y dejaría que se estrellara contra un poste mientras él desaparecía en la noche. Podía esconderse en la Catedral de San Pablo y llamar a la policía.

      ¿Y decirles qué?

      Decirles que se había fugado y había dejado a un chico tirado muriéndose y que, por cierto, el loco que lo había hecho estaba demasiado borracho para alejarse de la escena del crimen conduciendo, así que ¿adivinen quién se encargó de eso por él? Lo encerrarían a él también y terminaría como Aaron el día en que lo había visitado, o tal vez peor, con el cráneo hecho pedazos como ese chico que acababan de dejar retorciéndose en la acera.

      “Ese chico. Dios santo, era el hijo de alguien. Dieciocho. Diecinueve, ¿tal vez? No viviría para celebrar su próximo cumpleaños. Quizás ni siquiera esté vivo mañana”.

      Bobby imaginó a la madre. La policía que golpeaba a su puerta para decirle que alguien le había partido la cabeza con un ladrillo a su hijo y lo había dejado morir en la calle. Pensó en su propia madre, Isabel, imaginó su llanto desconsolado, pero lo único que podía oír era el gimoteo del chico. Tanto el llanto imaginado de Isabel como los gemidos reales del chico sonaban a “por qué”.

      —Te pasaste —dijo Aaron. Bobby parpadeó para contener una lágrima—. Toma la próxima a la izquierda.

      Bobby acercó el encendedor a su cigarrillo con mano temblorosa. Aaron le envolvió los dedos alrededor de la mano para mantenerla firme. Bobby sintió el calor de la resistencia naranja en sus labios e inhaló el tabaco tostado: la punta del cigarrillo chisporroteó. Sus pulmones se sentían rígidos por el ataque de asma y tosió casi al punto de vomitar. Se sintió agradecido. Le daba una excusa para que las lágrimas rodaran por sus mejillas. Aaron le secó una con un pulgar calloso. Bobby le apartó la mano con un golpe.

      —No me toques —exclamó.

      Aaron alzó las manos en señal de rendición y recuperó suavemente el encendedor de la mano de Bobby. Prendió un cigarrillo y abrió un poco la ventana. El aire frío se coló al interior y succionó el humo hacia afuera. Aaron se deslizó hacia abajo en el asiento y apoyó una bota contra el tablero. Podía haber matado al chico, y sin embargo, se reclinaba en el asiento con ese aspecto radiante de quien acaba de tener sexo. El Aaron que Bobby conocía, o mejor dicho el que pensaba que conocía, no habría conseguido sexo ni siquiera pagando. Aaron, con su cuello largo y flaco como un buitre y sus escasos sesenta kilos. Aaron, el nerd que compartía con Bobby el fanatismo por los cómics. Su mejor amigo, Aaron el impostor. Aaron, el blanco que quería ser negro.

      Algo había tomado su lugar. Su nombre. Una pálida imitación de su personalidad. No era él. La cabeza afeitada y las botas de combate con lazos rojos habían sustituido los jeans flojos y las zapatillas de tenis Adidas con puntera. El cuello flaco desaparecía en sus hombros enormes. Cada vez que lo miraba intentaba imaginar al chico que había conocido antes de que lo encerraran. Tenía la ilusión de que un parpadeo lo arrancaría de un sueño febril y sudoroso que lo mantenía acurrucado bajo el edredón en su sofá, pero lo único que veía era la cara destrozada de ese chico negro y se le revolvía el estómago.

      —A la derecha —indicó Aaron.

      —¿Por qué? —preguntó Bobby.

      Aaron lo miró con verdadero desconcierto.

      —¿Porque es el camino al apartamento? —aventuró.

      —¿Me estás jodiendo? ¡Sabes a qué me refiero! ¿Por qué carajo le hiciste eso a ese chico?

      —¿Por qué? ¿El tipo te tomó del cuello y me preguntas por qué? ¿Cuántas veces, Bobby? —preguntó y mostró los dientes—. ¿Cuántas veces tuviste que rescatarme de esos malditos bestias en la secundaria? ¿En el baño? ¿En el estacionamiento? ¿Te acuerdas? ¿Creíste que dejaría que te pasara eso? Porque estuvo a punto de pasar.

      —Lo sé, pero…

      —Pero nada. Mierda, hermano, tú mismo me lo dijiste, una y otra vez. ¿Lo recuerdas? No te escuché en ese momento, pero aprendí la lección. —Sopló una nube de humo y se apoyó en la consola junto a Bobby, desafiándolo a hacer contacto visual. Movió la cabeza hacia la parte trasera de la camioneta, señalando hacia donde había quedado el chico—. Son animales, Bobby. Y algunos animales deben ser sacrificados.

      Bobby sintió que se ruborizaba. Cuando apretó el volante para doblar, recordó una calle diferente.

      Un callejón, detrás de la casa de su abuelo.

      Su primera pelea, una que nunca olvidaría, una historia que jamás había compartido con Aaron ni con nadie. Su rostro recordó el escozor en su mejilla, el sabor metálico de su propia sangre en la boca.

      Tenía once años.

      Era la primera vez que había dicho la palabra “negro de mierda”.

      El mismo día que su madre le dijo que él era negro.

      AARON LE INDICÓ CÓMO LLEGAR a un edificio de apartamentos en ruinas en North Oakland. Abrió la puerta para salir, pero Bobby no se movió. Tomó el volante con fuerza y golpeó su frente contra él. El olor de las papas fritas grasientas y la pizza llenaba la cabina de la camioneta y le producía más náuseas. Cuando Aaron se bajara, aceleraría a toda velocidad hacia la estación de policía y se entregaría a sí mismo y a Aaron.

      Pero la camioneta era de Aaron y Bobby había conducido lejos de la escena de un crimen.

      “Dejé a ese chico muriéndose allí”.

      Una lágrima salpicó su pierna donde la mano de Aaron había dejado una huella sangrienta cuando le apretó la rodilla. Aaron cerró su puerta.

      —Mira, lo siento —se disculpó—.


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