El color de su piel (versión latinoamericana). John Vercher
tan grandes como la cabeza de un hombre adulto. Pero las calles de Oakland estaban casi vacías. Los universitarios se habían ido a casa para las vacaciones de primavera. Era el último lugar al que Bobby quería ir, pero Aaron parecía muy entusiasmado. Le encantaba la comida del lugar, en especial cuando estaba borracho, que lo estaba, y Bobby se imaginó cuánto la disfrutaría esta noche en especial.
—Carajo. Está bien.
—¿En serio? —inquirió Aaron.
—Sé que me voy a arrepentir, pero sí, vamos. Tú lo dijiste, ¿cuántas veces va a salir mi mejor amigo de la cárcel? Aunque las papas fritas van a estropear tu nuevo cuerpito de nena.
—¡Vete al carajo! —respondió Aaron. Su sonrisa ahora era grande, sus ojos intensos y brillantes.
Bobby aparcó sobre la calle Bouquet, a menos de media cuadra de la esquina donde quedaba O. La luz del cartel de neón iluminaba la camioneta y los bañaba en color rojo. Aaron abrió la puerta, pero Bobby no se movió.
—¿Qué haces? —preguntó Aaron.
—Hace un frío de cagarse —respondió Bobby—. Ve a buscar la comida, te esperaré acá con el motor encendido.
—De acuerdo. Mientras esté ahí, veré si en el baño tienen toallitas para tu conchita.
—Vete a la mierda. —Bobby forzó otra risa y apagó el motor.
—Así me gusta.
El aire en el interior del local era tan apestoso como el aspecto de los baños. Por mucho que quisiera hacer esto por Aaron, el sentido arácnido de Bobby se había activado y quería volver a la camioneta más que antes. De pronto entendió por qué.
Dos jóvenes negros estaban sentados a una mesa cerca del mostrador. Uno tenía la cabeza gacha y parecía desmayado; había una botella de más de un litro vacía junto a su brazo. Llevaba un gorro de lana azul y un abrigo grueso del mismo color, un uniforme que Bobby conocía demasiado bien en Homewood. El otro se llenaba la boca de papas fritas y sorbía un refresco de un vaso de plástico extra grande. No iba vestido con colores. Apenas un jersey café con una capucha forrada y jeans azul oscuro. Parecía más joven que Bobby y que Aaron, pero los miró a ambos fijamente en cuanto entraron. Bajo las luces fluorescentes, Bobby vio con claridad por primera vez esa noche lo que sin duda el chico también había visto.
Los tatuajes de Aaron.
Dos rayos en los hombros. Un Águila de Hierro en la unión de las clavículas.
Telarañas en ambos codos.
—Carajo… —susurró Bobby para sí mismo.
Bobby se quedó quieto detrás de Aaron mientras este hacía el pedido en la caja registradora. Oyó cómo el chico de la mesa hacía un gesto de asco.
—Hay unos cuantos idiotas aquí esta noche —dijo. Bobby fingió no oír y lanzó una mirada que creyó furtiva por encima de su hombro. El chico lo miró a los ojos antes de que él volviera la cabeza—. Sí, me estás oyendo —agregó.
Bobby clavó la mirada en la espalda ancha de Aaron. Aaron no había escuchado o no le importaba, y seguía haciendo el pedido.
—¿Dónde te hiciste esas telarañas, eh? —preguntó el chico a Aaron—. En la cárcel, ¿no? Supongo que eres un tipo duro.
Aaron volteó para mirar a Bobby y sonrió.
“No sonrías, por favor, no sonrías. ¿Por qué carajo estás sonriendo?”.
Tocó el estómago de Bobby con el dorso de la mano.
—Tengo que mear —dijo—. Ya vuelvo.
—¿Qué? No —respondió—. No te vayas, no te vayas, no te vayas… —Pero Aaron se marchó. El viejo detrás del mostrador llenó con papas fritas blandas una bolsa blanca hasta no poder cerrarla y la salpicó con manchas de grasa translúcidas. Bobby echó miradas rápidas por sobre su hombro para ver si el chico seguía mirando.
Lo hacía. El chico a su lado permanecía semiinconsciente, pero se movía. Aaron regresó del baño en el momento en que el viejo acercaba la pizza y las papas por el mostrador.
—¿Estamos? ¿Podemos irnos ya? —preguntó Bobby.
—¿Qué, no vamos a comer acá?
—¿Qué?
—Relájate —dijo Aaron—. Paga y vámonos.
—Muy gracioso —replicó Bobby y deslizó el dinero a través del mostrador.
—Marica hijo de puta —dijo el chico a Aaron.
Aaron se rio. Alguien arrastró una silla por el suelo. El chico apareció justo detrás de ellos. Era más alto que Aaron, pero flaco. Su rostro era delgado, la piel se veía tensa sobre los huesos.
El corazón de Bobby latía con fuerza y sentía la conocida presión de un ataque de asma inminente que llenaba los espacios en su pecho.
—¿Dije algo gracioso? —preguntó el muchacho en la nuca de Aaron. Aaron se volvió con la comida en la mano y lo miró—. ¿Qué? —insistió el chico—. Sí, sé qué significan esos tatuajes y no, no te tengo miedo. Tienen suerte de que mi amigo esté dormido. —Hizo crujir sus hombros hacia Aaron.
Aaron no se inmutó y le sonrió.
—Discúlpanos, por favor —dijo.
Esquivó al chico y Bobby lo siguió de cerca. “Gracias a Dios”. Se dirigieron hacia la puerta.
—Eso pensé —gritó el chico—. Lárguense de aquí.
Tan cerca. Estaban casi afuera.
Aaron tenía la mano sobre la manija de la puerta. La soltó y se volvió. Puso su lengua detrás de su labio superior y empezó a hacer sonidos de mono mientras le mostraba el dedo medio al chico. Bobby lo empujó afuera, pero ya había oído los pasos detrás de ellos.
Aaron caminó y Bobby lo empujó otra vez para que se diera prisa hacia la camioneta. Aaron dio unos pasos corriendo y luego bajó la velocidad para llevarse un puñado de papas fritas a la boca. La puerta de O se abrió con fuerza y golpeó contra la pared.
—Así que te gusta bromear, ¿eh? —exclamó el muchacho.
Corrió hacia ellos. Bobby trató de apresurarse, pero la acera estaba resbaladiza y estuvo a punto de caerse. El chico lo alcanzó y lo tomó del cuello del abrigo. Bobby gritó para llamar a Aaron, quien ahora corría hacia la camioneta. Sintió pánico ante la repentina cobardía de Aaron y la posibilidad de que lo dejara allí para que le dieran una paliza o algo peor. Logró soltarse y corrió hacia el lado del conductor de la camioneta. Entró de un salto y cerró la puerta. El chico comenzó a golpear su ventana. Bobby arrancó el motor, listo para pisar el acelerador a fondo, cuando se volvió y vio que Aaron no estaba allí: lo único que había era la caja de pizza y las papas fritas desparramadas en el asiento. Levantó la vista y vio que Aaron cruzaba frente a las luces, en dirección al chico, que se alejó de la ventana de Bobby y le hizo un gesto desafiante a Aaron. Bobby le gritó a Aaron que se detuviera. Que regresara y se subiera a la camioneta. Entonces vio el ladrillo en su mano.
El ladrillo se estrelló contra el hueso con un chasquido y el chico se desplomó como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos. Bobby oyó el ruido de la cabeza al golpear sobre la acera. Se agarró a la puerta, su aliento empañaba la ventana. Se retiró para limpiar el cristal.
El rostro pálido del chico estaba atravesado por líneas profundas; de pronto, abrió la boca, jadeó y quedó en silencio. Entonces la sangre comenzó a brotar de cada corte. Sus botas agitaban la nieve, derritiéndola y ensuciándola mientras se retorcía. Lanzó un gemido, débil al principio, luego más fuerte, como una sirena al acercarse. Sus brazos temblaban en tanto intentaba desesperadamente levantarse del pavimento. Bobby intentó abrir su puerta, pero la había cerrado con seguro por el pánico. Mientras encontraba el