Entre el derecho y la moral. Paula Mussetta

Entre el derecho y la moral - Paula Mussetta


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en la sociología política ha priorizado su carácter institucional —el conjunto de instituciones—, así como sus funciones —la hechura de reglas y su recurso a la coerción—. De esta manera, el Estado aparecía como una entidad especial autónoma, racional y separada de la sociedad.

      La consecuencia fue que varias corrientes aislaron al Estado como objeto analítico, mirando en su interior y estudiando minuciosamente sus instituciones y organizaciones a fin de entender cómo consigue obediencia y conformidad por parte de la población (Migdal, 2001). El Estado concebido de esta manera, como una entidad —conjunto de instituciones y asociaciones— sustancialmente separada de la sociedad, generó un objeto de análisis elusivo, una reificación del objeto Estado (Abrams, 2006), que dificultó un estudio serio y vigoroso de un número de problemas acerca el poder político. Estos problemas merecen la pena ser estudiados, pero generalmente no se visibilizan por el modo en que las principales corrientes de la sociología política presentan el problema de la definición y el estudio del Estado. Aquí nos apoyamos en cambio en otra corriente, nutrida por varios autores, que se preocupa por señalar los problemas que esto ha generado y por insistir en la importancia de abandonar esa mirada estática y jerárquica del Estado. Geertz nos dice que:

      […] hay que dejar de ver al Estado como la máquina del Leviatán, como una esfera que comanda y decide. Más bien hay que mirar alrededor del Estado, en el tipo de sociedades en que se inscribe. Menos Hobbes y más Maquiavelo, menos la imposición del monopolio de la soberanía y más el cultivo de oportunidades. Menos el ejercicio de la voluntad abstracta, y más la adaptación al contexto y el logro de ventajas visibles (Geertz, 2004: 580).

      Esta referencia representa un cúmulo de pensamiento que deja de mirar al Estado como una entidad superior y ajena, cerrada y acabada, unitaria y exterior al orden social que está allí esperando que el analista se acerque con su conjunto de herramientas de análisis para investigarlo.

      [es] una necesidad teórica y empírica aceptar la interacción y compenetración entre los símbolos del Estado y las formas que adoptan las sociedades de nuestros mundos de todos los días [porque] los Estados también son las formas en cómo los símbolos del Estado son refundidos y recreados imaginativamente por los pueblos y las comunidades, en su práctica plena de significados, construcciones de cartografías creativas que definen espacios en el tiempo y lugares en la historia (Dube, 2001: 116-117).

      Reconocer esto implica ir más allá del marco del Estado-nación al cual el estudio del Estado había sido confinado, y atender en cambio las formas en que los estados se constituyen, cómo se piensan y representan a sí mismos, cómo se diferencian de otras formas institucionales, cuáles efectos tiene esta construcción sobre la operación de las políticas y la difusión del poder en la sociedad.

      La definición de Estado que proponemos incluye dos dimensiones, una material y otra ideológica o simbólica. A la vez, estas dos dimensiones se convierten en poderosas categorías analíticas para abordar un problema particular del Estado. Por un lado, el Estado es un conjunto de prácticas y relaciones observables, que van desde los edificios públicos de agencias estatales hasta los formularios y sellos de los organismos públicos; desde los trámites y reglamentos escritos hasta personas concretas que vigilan, autorizan, solicitan, juzgan (Escalante, 2007). Pero el Estado es también —y ésta es la segunda dimensión— la imagen de una entidad homogénea que le da unidad y coherencia a la variedad de prácticas estatales. Esta imagen o idea justifica y organiza las prácticas de manera que entendamos al Estado como un único actor, pensando y actuando de una sola manera el gobierno de un territorio definido. Las prácticas son partes o fragmentos que llegan a contradecirse y entrar en conflicto. La idea de Estado, en cambio, es lo que hace que podamos hablar de él en singular: “el Estado argentino tiene tal o cual problema”. Ambas dimensiones van juntas y es necesario estudiarlas al mismo tiempo. Automáticamente y sin pensarlo juntamos ambas cosas: en cada una de las prácticas estatales vemos al Estado y así se construye nuestra noción de autoridad, poder, corrupción. En general, perdemos de vista lo que el Estado tiene de hecho social: contingente, situado. (Escalante, 2007). Esta manera de definirlo es trabajada por los autores de diferente manera. Mitchell, por ejemplo, define este proceso como el efecto-Estado: “son las prácticas las que en realidad producen el efecto de que el Estado parezca una entidad estructural sobre-impuesta sobre todas las demás prácticas sociales” (Mitchell, 2006: 180). Abrams en cambio habla del sistema-Estado, esto es: un nexo palpable de prácticas y estructuras institucionales centradas en el gobierno y de idea-Estado para referirse a la imagen de unidad.

      Las prácticas de Estado aportan pistas importantes para entender la intencionalidad de la operación del poder. Pero también constituyen una puerta de acceso al modo en que los estados son producidos y reproducidos. “Las prácticas reproducen el Estado como una institución transversal al tiempo y el espacio y de esta manera permiten la continuidad de la institución estatal” (Sharma y Gupta, 2006: 13). Por otra parte, estudiar al Estado a partir de sus prácticas nos permite clarificar la fuente y naturaleza de los conflictos al interior del mismo, lo que, a la vez, puede ayudar a explicar los impedimentos para la puesta en marcha apropiada de muchos programas. Las prácticas dan cuenta de la naturaleza fragmentada, de la tensión y en ocasiones hasta de la incoherencia —enfrentadas a la idea de objetividad y neutralidad—. La imagen que los actores —estatales y no estatales— elaboran es un recurso fundamental para reconstruir el concepto de Estado. Al igual que con las prácticas, es a través de las formas de pensar el Estado que la autoridad estatal se recrea.

      Este giro del tipo de énfasis puesto en el Estado resalta dos elementos. Por un lado, el análisis de los sujetos protagonistas de los procesos, capaces de entender el significado de los sucesos que están viviendo, con habilidades para reaccionar de manera ingeniosa, individual o puntualmente frente a las instituciones que sobre ellos intervienen (Bohoslavsky, 2005). Por otro lado, el ámbito de lo cotidiano como espacio de producción, negociación, transacción y contestación de significados dentro de redes y relaciones de mayor poder.

      Desde las prácticas y su relación con la idea de Estado es posible ver cómo éste tiene una naturaleza no ubicua, ni unívoca, ni completamente coherente. Hay que reconocer “conceptualmente” que el Estado puede ser incoherente, descuidado e ineficaz, antes que una maquinaria que todo lo ve y todo lo sabe, y no sólo interpretar estos problemas como disfuncionalidades o anomalías de ciertos casos y productos históricos. Definitivamente, el Estado moderno tiene una naturaleza arbitraria, construida, fragmentada, cambiada. Y, en este sentido, es legítimo el llamado que se hace para girar la atención analítica y centrarla en el estudio de estados complejos y heterogéneos, de la diferencia, el conflicto, la contradicción


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