Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso. VV.AA.

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no vuelva —me avisó a mis espaldas—. Déjenos vivir en paz y no molestaremos a nadie.

      Salí al resplandor rosado del sol poniente. Renoir se hallaba de pie en la sombra del árbol y pareció aliviado de verme. Los pollos no se veían por ningún lado.

      —Vente, Renoir. Ya nos vamos —le avisé.

      No tuve que decírselo dos veces. Cruzamos el lugar a grandes zancadas.

      —¿Piensa usted que ella es auténtica, señor?

      —No tengo ni idea, Renoir —respondí, sin querer hablarle de los pelos de punta ni de la serpiente.

      —¿Se dio cuenta de que todos esos pollos eran blancos?

      —Lo noté.

      Terminamos de cruzar el área de las viviendas. Los perros se quedaron atrás, vigilando con las colas enhiestas. No vi señales del cocodrilo ni de la grulla. El sendero era estrecho y andábamos en fila india.

      —¿Admitió haberlo hechizado, señor? —preguntó Renoir después de que alcanzamos la seguridad del automóvil, más allá de los arbustos.

      —No exactamente. Pero tampoco se sorprendió al saber que había muerto.

      —No hay manera de que se pudiera probar un hechizo, ¿verdad?

      —Ni siquiera hagas el intento, Renoir.

      —Entonces, ¿fue una pérdida de tiempo venir hasta aquí?

      Me miró como si temiera haber ido demasiado lejos con esa pregunta.

      —¿O sólo quería satisfacer su curiosidad? —agregó.

      —En realidad no fue ninguna pérdida de tiempo —objeté—. Obtuve una pieza valiosa de información. Ella no envió el muñeco.

      —Tal vez le dijo una mentira.

      Negué con un movimiento de cabeza.

      —Esa anciana podrá hacer muchas cosas, pero mentir no es una de ellas. Si hubiese enviado el muñeco, lo habría admitido gustosa. Declaró que no necesitaba muñecos para hacer su trabajo.

      Renoir me abrió la puerta del auto.

      —Entonces, ¿quién lo envió?

      —Tu trabajo consiste en descubrirlo, Renoir.

      —¿Yo, señor? ¿Cómo puedo investigar sobre muñecos vudú?

      Le lancé una mirada larga y dura.

      —Renoir, puedes comenzar a exhibir un chispazo de iniciativa o terminarás como un inservible empleadillo. Tú eliges.

      Renoir asintió.

      —Correcto. Sí, señor. Lo descubriré.

      Me dio lástima su expresión de perro regañado. Era muy joven, en realidad. Probablemente yo no fui menos inseguro tratando de no pisar callos cuando me inicié en el depar­tamento, pero hace ya tanto tiempo de eso que en verdad ya no me acordaba. Sabía que no deseaba parecer demasiado ansioso o temerario.

      —Puedes comenzar por acompañarme a interrogar a la sirvienta.

      —Oh, la sirvienta —repitió, al parecer impresionado—. Sí, me había olvidado de ella.

      —Siento curiosidad por averiguar por qué se fue tan de prisa. ¿Tendría de verdad miedo al vudú?

      —¿La vamos a interrogar esta noche? —preguntó Renoir, tratando de esquivar los baches en el camino cuesta abajo.

      —Podemos dejarlo para mañana temprano. Ahora lo que me hace falta es una cerveza bien fría.

      —Qué idea más buena, señor —aprobó, y su rostro redondo se encendió en una sonrisa.

      La mañana siguiente llamé al patólogo que realizaba la autopsia.

      —¿Ya hay noticias? —pregunté.

      —La causa de la muerte fue un ataque cardiaco masivo. Exactamente lo que dijo el médico que lo atendía.

      —¿Y qué revelaron las muestras de tejidos?

      —Los primeros estudios indican la presencia de un compuesto de digitálicos, lo cual era previsible pues era un medicamento prescrito.

      —¿En la cantidad esperada?

      —Aún no tengo los detalles. Llámanos más tarde.

      Me llevé a Renoir a visitar a la sirvienta, que se llamaba Ernestine Williams, una mujer alta, de huesos grandes y aspecto digno. Las únicas huellas de sus ancestros criollos eran los ojos oscuros y los rizos del pelo. A primera vista no parecía sirvienta, tampoco la clase de mujer que sentiría pánico por una maldición vudú. Pero tal y como señaló Renoir, yo no nací en Nueva Orleans. No tenía el miedo en la sangre.

      —Siento mucho haber abandonado a la señora Torrance —dijo mientras nos introducía a un pequeño apartamento bien ordenado, muy cerca del Superdome—, pero todo resultó demasiado para mí. Contemplar a ese hombre encogerse hasta morir; nunca vi cosa semejante. Y luego el muñeco con los alfileres. Le digo, me dan escalofríos al acordarme.

      —Por favor, cuéntenos del muñeco —dije, aceptando sentarme en un sofá de vinilo cubierto con un paño de punto multicolor.

      —La señora Torrance me lo enseñó. Me dijo: “¿Quieres ver lo que ha enviado esa mujer? Estoy pensando echarlo al fuego”. Dijo que por ningún motivo se lo iba a mostrar a él.

      —¿Usted normalmente recogía las cartas en el buzón?

      —Sí, señor —asintió ella—. El cartero llega a las nueve y llevo las cartas al estudio.

      —Así que fue usted quien entregó el paquete con el muñeco.

      Ella lució desconcertada.

      —No, señor. No vi el paquete hasta que la señora Torrance me mostró el muñeco.

      —¿No le pareció raro?

      El aspecto de desconcierto se mantuvo.

      —No, señor, no pensé en eso hasta ahora, pero a veces, si yo salía a un mandado, la señora Torrance se encargaba de recoger el correo.

      —¿Así que no vio nunca la envoltura del paquete?

      —No, señor, no la vi.

      Me recargué en el sofá.

      —Dígame, Ernestine, ¿cuánto tiempo lleva trabajando con los Torrance?

      —Voy cumpliendo siete años, señor.

      —Debe de haberle gustado ese empleo.

      Arrugó la nariz.

      —No diría exactamente que me gusta, pero me pagan bien y el trabajo no es tan difícil. Le comento que el señor Torrance no era un hombre fácil de complacer. Le gustaba que todo estuviera de cierta manera, y si tenían invitados, me seguía por todas partes, respirándome en la nuca. Y pegaba muchos gritos.

      —Gritaba mucho, ¿no es así?

      Tuvo que sonreír mientras meneaba la cabeza.

      —Oh, sí, señor. Unos gritos terribles. Si cualquier cosa no le parecía de su gusto, se paraba ahí mismo y comenzaba a dar gritos para que una de nosotras lo arreglara. La señora Torrance se encargaba de cocinar lo principal, porque era muy especial en sus gustos de comer.

      —Y la señora Torrance, ¿también era difícil?

      —Sólo cuando le preocupaba que el señor no quedara satisfecho con mi quehacer. Ella se esforzaba siempre por hacerlo feliz.

      —¿Y él qué tal la trataba? —pregunté.

      —Lo voy a poner en estos términos, señor. Si mi difunto marido me hubiera tratado de esa manera, le habría dado una tunda. Pero él de verdad


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