Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso. VV.AA.

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que su padre en verdad pudiera pensar que estaba poseída. Eso fue cuando me contó que Pale no sólo había estado maltratándola, sino que por un tiempo había mantenido una relación amorosa con su madre; Pale había hecho alarde de ello frente a Lisa. En aquel momento no creía tener más opción que hablar con Olga Vanderklaven, no sólo para tratar de confirmar la historia de Lisa sino para ofrecerle mi ayuda, si la quería. Ese fue mi error. Enfrentada al hecho de que Lisa y yo sabíamos que tenía un amante, y que el amante abusaba sexualmente de su hija, se suicidó.

      ”Si alguien en esa familia hubiera podido describirse como poseído, era el padre de Lisa, y él había creado su propio infierno con una combinación mortal de avaricia y pretensiones de superioridad moral. Fue la avaricia de Vanderklaven lo que lo llevó a emplear a un hombre como Werner Pale, para empezar. Vanderklaven era traficante de armas, como usted bien sabe. Lo que tal vez no sabía es que Werner Pale era un asesino mercenario a quien Vanderklaven contrató para entrenar agitadores. Esos agitadores se encargaban de provocar guerras de baja intensidad en diferentes partes del mundo para mantener el volumen de ventas de las armas que Vanderklaven fabricaba. No veía nada de malo en lo que hacía; era un hombre sumamente hipócrita que no podía ver alrededor el mal que él mismo había creado. Era un católico ferviente con poderosos amigos en Roma, un benefactor de la Iglesia que daba millones a diversas causas religiosas. Confiaba tanto en tener un lugar reservado en el Cielo que podía destruir a su familia y tranquilamente ignorar la causa, a saber, el mal que había llevado a casa consigo: ese hombre al que consideraba no sólo socio sino amigo. Cuando Lisa le dijo que su amigo la violaba, Vanderklaven le exigió ir con un psiquiatra. Cuando ella se fugó, mandó a Werner Pale a buscarla y llevarla de vuelta. Cuando ella volvió a fugarse, acudió con su compinche del golf (usted, su eminencia) y le pidió que organizara un exorcismo para liberar a su hija de sus demonios. Posesión satánica era la única explicación de su comportamiento que a él podía ocurrírsele.

      ”Creo, su eminencia, que cuando usted escuchó la historia sabía que no soportaría el escrutinio y la investigación que Roma requiere antes de declarar oficialmente que alguien está poseído por el Demonio, y que era del todo improbable conseguir a un exorcista capacitado para intervenir en los asuntos de tan atribulada familia. Pero tenía miedo de ofender a Henry Vanderklaven diciéndole la verdad; temía que eso cerrara la llave del dinero en detrimento de los in­tereses de la Iglesia, incluso que pudiera quejarse con sus amigos del Vaticano de su falta de sensibilidad. Entonces buscó otra solución para el problema que él le había pasado. Yo fui esa solución. Mandaría a ese joven sacerdote al que estaba tratando de arruinar para que simulara estar realizando un exorcismo; una vez más, me obligaría a someterme a su voluntad para al mismo tiempo complacer a Vanderklaven. Fallé, padre, sí, y debido a mi fracaso como ser humano para percibir plenamente y lidiar con el tormento de Olga Vanderklaven, ella se suicidó como resultado directo de mis investigaciones. Y bien, Roma no iba a declarar que el alma de la esposa de ese importante pilar laico de la Iglesia ardería en el Infierno; en su opinión, y tal vez en la de usted, era mejor mandar mi alma a arder en el Infierno, y posteriormente me excomulgaron. Yo no discrepé entonces de esa acción, y tampoco ahora. Fui responsable de la muerte de esa mujer porque debí haber hecho caso omiso de sus maquinaciones, desechar toda la idea de un exorcismo y derivar el caso directamente a unas trabajadoras sociales. Olga Vanderklaven murió debido a mi fracaso como sacerdote, su eminencia, pero también murió porque usted mandó a alguien que sabía que no estaba espiritualmente preparado para la tarea de realizar un rito que ni siquiera se requería, en una situación emocional increíblemente cruda. Esa es la verdad, su eminencia.

      Brendan esperó, previendo que el cardenal se defendería o negaría la acusación, pero éste simplemente dijo:

      —Tiene razón, sacerdote. Esa es la verdad.

      —Si así lo entiende, me parece que ya ha confesado todo lo necesario.

      El anciano lentamente se dio la vuelta para estar frente a frente con Brendan, con los apagados ojos muy abiertos.

      —Entienda esto, Brendan —dijo con voz entrecortada—: el mismísimo Satanás estuvo ahí. Usted luchó contra el mismísimo Satanás.

      Brendan estudió el rostro del hombre y vio ahí un auténtico miedo, además de algo que no sabía interpretar.

      —Supongo que está hablando metafóricamente, padre —dijo; hizo una pausa y frunció el ceño cuando el cardenal negó con la cabeza—. ¿Werner Pale?

      Ahora el cardenal asintió. Brendan se pasó la mano por el pelo negro que le llegaba a los hombros y bajó la mirada, resistiendo el impulso de decir algo displicente o sarcástico que después pudiera lamentar. Al fin levantó la mirada y dijo:

      —No, padre. Pale era un asesino psicópata y un ser humano completamente inútil, no Satanás. Creer eso no es más que su manera de eludir la responsabilidad personal por lo que pasó. Eso es lo que hizo Henry Vanderklaven y es lo que mató a su esposa.

      El cardenal abrió aún más los ojos y sus manos empezaron a temblar junto con su voz.

      —Pero, ¿y si tengo razón, Brendan? ¿Y si era Satanás?

      —Lo que usted crea a mí no me incumbe, su eminencia —res­pondió Brendan sin alterarse—. Crea lo que le dé paz, pero luego no me pida que ayude a resolver los conflictos que siguen ahí.

      El anciano aspiró hondo y exhaló con mucha lentitud. Sus temblores disminuyeron y se arrellanó cansinamente en el banco.

      —Me gustaría mucho saber qué pasó después —dijo en voz tan baja que Brendan difícilmente entendió sus palabras.

      —¿Acaso Vanderklaven no le contó?

      El viejo suspiró, se produjo un sonoro traqueteo en sus pulmones y habló.

      —Henry Vanderklaven se metió una bala en el cerebro poco después de volver de Europa, como tres meses después de que trascendieron los acontecimientos de que hemos estado hablando. Creo que fue por algo que usted le dijo o le hizo.

      Brendan buscó en su interior alguna lástima por Henry Vanderklaven, un hombre que, de acuerdo con su sistema de creencias, se había sentenciado a la condenación eterna. No sintió nada. Creía que el hombre no había hecho nada por sí mismo salvo acabar con su vida. Descubrió que ya no creía en infiernos o cielos, excepto esos creados por la concien­cia y las acciones humanas vivientes, y acaso nunca había creído. Su fe siempre había consistido en vivir cada día como un ser humano que procura estar a la altura del ejemplo de Cristo, no en recompensas o castigos eternos. Lo que sí creía y sabía era que Vanderklaven había creado un infierno para los demás que aún los atormentaba, y le alegraba que ya no estuviera vivo.

      —¿Brendan? —dijo suavemente el cardenal—. ¿Qué pasó?

      —Después de que Lisa se fugó por segunda vez y vino al refugio infantil, le prometí que estaría a salvo de toda clase de demonios (humanos o no) hasta que yo hubiera investigado para intentar determinar la verdad —dijo Brendan en un tono uniforme que no dejaba traslucir la agitación que una vez más se levantaba en su interior—. Le fallé. No sólo se suicidó su madre a consecuencia de mis torpes preguntas, sino que Werner Pale, actuando bajo las órdenes de su padre, la secuestró una segunda vez mientras yo estaba ocupado tratando de defenderme de la excomunión. Luego el padre, la hija y Pale se fueron a Europa. Por lo que respecta a los cuerpos policiales y las agencias de asistencia a menores, el asunto estaba fuera de su jurisdicción. Pero no era una circunstancia con la que yo pudiera vivir. Le prometí a Lisa que no le harían daño. Los busqué y los encontré. Los detalles son lo de menos. Lo importante es que finalmente hallé la manera de que Henry Vanderklaven encarara el hecho de que el amigo en el que confió para levantar su negocio de muerte lo traicionó con su esposa y violó reitera­damente a su hija. Vio, finalmente, cómo su propia avaricia lo cegó, destruyó a su esposa y le ganó el odio de su hija. No sabía que se hubiera suicidado. A pesar de su aparente fanatismo, por lo visto no creía en el perdón, ni siquiera para sí, y seguramente tampoco creía en la redención.

      —Y ahora… ¿dónde está la muchacha?

      —En


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