Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso. VV.AA.

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Brendan. Créame.

      —Le creo, su eminencia. No me lo tiene que explicar.

      —Pero quiero hacerlo —dijo el anciano con voz cada vez más débil.

      ”Creo que pasó la mayor parte de los últimos cinco años en hospitales, o habría sabido lo famoso que es usted ahora. No le habría costado ningún trabajo encontrarlo, y usted no habría tenido ninguna advertencia. También podría haber dado con la muchacha, Lisa. Decidí jugármela por su vida y la de la muchacha; usted ya lo había derrotado una vez y quizá podía hacerlo de nuevo. Percibí que tenía miedo de usted, pero también noté que tenía muchas ganas de hacerlo sufrir y que dispararle desde alguna azotea no le iba a resultar satisfactorio. Actué bien, Brendan. Me arrodillé ante él y le imploré que no me matara. Le dije que lo haría venir a usted ante él y le extraería la información que quería, con tal de que me perdonara la vida. También que le ayudaría a atraparlo en un espacio cerrado, donde estaría a su merced. Estaba muy contento con la idea de matarlo en el confesionario, verdaderamente encantado cuando le sugerí que podía fingir ser yo. Dijo que primero iba a dispararle en el estómago o las rodillas y luego lo cosería a puñaladas. No podía dejar de reír cuando le enseñé la sotana y el fajín que podía ponerse. Le fascinó la idea de vestirse de sacerdote para matarlo. —El anciano hizo una pausa, y la amplia sonrisa que de pronto apareció en su semblante parecía pertenecer a un hombre mucho más joven y menos atribulado—. Fue entonces cuando supe que teníamos una oportunidad, sacerdote, pues nadie mejor que usted para encontrar un poco extraño que nada menos que yo le pidiera unírseme en un acto de herejía.

      Entonces el cardenal tosió sangre y se lanzó sobre el escritorio. Brendan corrió y levantó al viejo por los hombros. Vio la mano y el mango del estilete que le salía al hombre del estómago. También vio que era demasiado tarde.

      —Ruegue por mí, sacerdote. A usted Dios lo escucha. Ruegue por mí. Ayude a que mi alma encuentre su camino al Cielo.

      —Lo haré.

      —¿Entiende… lo que… quiero decir?

      —Sí. Lo haré.

      Y entonces el anciano expiró. Brendan caminó al armario en un rincón del despacho, sacó una sotana y se la puso. Retiró el crucifijo del cuello del cardenal y lo colgó del suyo. Luego se arrodilló junto al cadáver del anciano y empezó a realizar los últimos ritos, su último rito. Por primera vez en cinco años, rezó a la vieja usanza, como si importara.

      EL SHERIFF DEL “MÉTODO”

      ED LACY

      Len Zinberg comenzó su carrera de autor con varias no­velas firmadas con su nombre real, pero alcanzó más éxito con la serie de ficciones crudas de tema policiaco que pu­blicó bajo el seudónimo de ED LACY: unas treinta novelas y casi cien cuentos cortos. Por desgracia, hoy en día no es fácil conseguir la mayor parte de su obra. Además de su abundante producción, Lacy aportó una innovación significativa al utilizar a un detective afroamericano como personaje central de su novela El detective negro, distinguida con el premio Edgar. Buena parte de sus relatos refleja un compromi­so con temas sociales y raciales. Sin embargo, el cuento presente tiene otro carácter: una travesura muy divertida.

      EL BANCO ESTABA EN UN EDIFICIO PEQUEÑO, modernista, sucursal de un banco grande cuya matriz quedaba a muchos kilómetros de distancia. Fue construido a las afueras de un pueblo soñoliento, frente a una desviación que conectaba la autopista con un nuevo puente.

      El sheriff Banes se parecía al pueblo: viejo, chaparro y raído. Al entrar jadeante al banco aquel día, la cajera flaca corrió hacia él y gritó:

      —¡Tío Hank, nos han robado! ¡Nos robaron!

      La palidez de su cara expresaba histeria, y los ojos se le desorbitaban por el susto.

      —¿Un… un asalto?

      El sheriff dejó caer los hombros. Sus ojos lucían desconcertados por la conmoción. Sacudió el cuerpo, le dio a la cajera unas palmaditas en los hombros trémulos con una mano, mientras aflojaba la funda de la pistola con la otra.

      —Emma, tranquilízate. Cuéntame lo que pasó.

      —Ay, tío, unos… —Emma comenzó, pero se interrumpió al no lograr contener el llanto.

      —Emma, esto es un asunto oficial, debes llamarme she­riff Banes. Es importante que te controles y me digas exactamente lo que sucedió.

      Condujo a la cajera a una silla y se volvió al único otro hombre presente en el banco, el gerente.

      —A ver, Tom, ¿qué pasó? Dímelo ya, los primeros minutos después de un crimen son los más importantes.

      —Pues abrimos como de costumbre, a las 9:00 a. m., hace media hora. Entraron dos hombres al banco. Yo estaba en el escritorio, revisando el correo. Desconocidos, pero no me despertaron sospechas. Emma tenía abierta su ventanilla y Helen estaba en la bóveda. Unos minutos después salie­ron del banco, y fue entonces cuando Emma gritó. Le pasaron una nota, donde le advirtieron que si no llenaba de billetes una bolsa grande de papel que le dieron, nos matarían a todos. Alcancé a oír que un carro se ponía en marcha, pero con tanto tráfico no supe en qué dirección se fueron. De cualquier modo, corrí a la puerta y después lo llamé a usted.

      El sheriff Banes se buscó un cuaderno en los bolsillos de la chamarra y terminó por tomar papel y lápiz del escritorio del gerente.

      —Bien, ¿a qué hora exactamente cometieron el robo, Tom?

      —Yo diría que… a las 9:32 a. m.

      Después de humedecer el lápiz con los labios, el sheriff Banes tomó nota.

      —¿A cuánto asciende el robo?

      —No he sacado cuentas todavía, pero unos veintiséis mil dólares, todo en billetes de baja denominación.

      El gerente se sentó y apoyó la cabeza en las manos.

      —Hank, apenas abrimos esta sucursal hace tres meses y ya nos asaltaron. ¡Me despedirán!

      —¡Deja de quejarte! ¿Puedes describirlos con precisión, Tom?

      —Apenas eché un vistazo, usted comprende. Como de unos treinta años ambos, de complexión mediana. Vestían traje oscuro y… el más gordo llevaba una bolsa de compras. Era el que no llevaba sombrero y tenía pelo negro, bien peinado. El otro sí tenía puesto un sombrero y traía un perió­dico en la mano… No recuerdo haber notado el color del pelo.

      —Yo sí logré verlos, Hank —dijo Helen Smith, asomada desde la entrada de la bóveda, atrás de las ventanillas de las cajas.

      Helen era una mujer madura, regordeta, con pelo rubio deslavado.

      —El que no llevaba sombrero tenía pelo muy oscuro y cara de rasgos afilados, con aspecto extranjero, y uno de esos bigotes estrechos. Creo que el que llevaba la gorra de cazador era calvo, y…

      —¿De qué color era la gorra de cacería, Helen? —preguntó el sheriff, con el lápiz en la mano rechoncha.

      —Pues, creo que de color marrón.

      Emma se incorporó de su silla.

      —¡No, no! ¡La gorra era más bien anaranjada! Fue él quien me pasó la nota y puso su periódico doblado sobre el mostrador.

      —¿Notaste con qué acento hablaba?

      —Tío, ninguno de los dos habló. Sólo me dieron la nota, escrita a máquina, que decía: “Llene la bolsa de dinero o mataremos a todos. En el periódico hay una escopeta de cañón corto. Espere diez minutos antes de dar la alarma. Afuera hay otro hombre con una metralleta”. Tuve tanto miedo que metí todo el dinero de mi cajón en la bolsa grande de papel. ¡Casi me desmayo! Me tapaban toda la ventanilla y no pude


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