Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso. VV.AA.

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y estudiar su rostro unos momentos. Al fin dijo:

      —Ah, sí. La misma agencia, supongo, para la que usted ha hecho tan buen trabajo, la que dirige la exmonja con la que se rumora que tiene usted una… ¿relación?

      —No creo que eso forme parte de esta historia, su eminencia, ¿o sí? El hecho es que Lisa ahora está a salvo y tiene una vida propia. Sigue teniendo pesadillas, pero ésas se irán con el tiempo.

      El cardenal movió ligeramente la cabeza en señal de asentimiento.

      —Y… ¿Werner Pale? —preguntó.

      —Está muerto. Yo lo maté.

      Brendan vio al hombre reaccionar con lo que podría haber sido sorpresa, pero también algo que no pudo determinar del todo.

      —¿Usted, sacerdote, mató a este mercenario?

      —Él estaba tratando de matarme a mí. Peleamos, y tuve suerte. Había planeado prenderme fuego, pero fue él quien cayó en las llamas.

      Una vez más el viejo cardenal, aparentemente absorto en sus pensamientos, guardó silencio unos minutos. Al fin dijo:

      —He oído decir que desde que nos dejó ha matado a varios hombres. ¿Es posible que haya cambiado tanto, sacerdote?

      —No me toca a mí decir cuánto he cambiado, su emi­nencia. No he hecho daño a nadie que no intentara hacerme daño a mí o, en ocasiones, a un niño. Ya le he dicho lo que quería saber. ¿Está satisfecho?

      —¿Le gustaría escuchar lo que me ha pasado en los últimos cinco años?

      —Si siente la necesidad de contármelo, escucharé.

      —Dios me ha dado la espalda, Brendan. Fui injusto con usted, y por eso he sido castigado. Si bien es cierto que la decisión de excomulgarlo vino de Roma, la misma gente me culpó a mí en última instancia, pues conocían la verdad de la que usted hablaba. A menudo me siento como si se me hubiera excomulgado como a usted. No he tenido paz en estos cinco años.

      —Me suena a que ha estado ocupado castigándose a usted mismo, su eminencia. Cometió un error, y Dios lo perdonará. ¿Dónde está su fe?

      El cardenal sacudió la cabeza con impaciencia y renovado vigor.

      —Fue más que un simple error. Es cierto que nunca creí que la muchacha estuviera poseída, y sin embargo, lo mandé a realizar un rito sagrado simplemente para aplacar a su padre. Eso es blasfemia, sacrilegio. No necesito nada más el perdón de Dios, Brendan: también el de usted.

      —Lo tiene.

      —Escuche mi confesión.

      —Creo haberlo hecho ya.

      —En el confesionario. Por favor.

      —No, su eminencia. Esta es la segunda vez que me pide realizar un rito sagrado en circunstancias inapropiadas. La…

      —¡Precisamente!

      —…primera vez ninguno de los dos creía en lo que estábamos haciendo, y las consecuencias fueron una muerte y mi excomunión. Ahora que me han excomulgado, las autoridades eclesiásticas no reconocerían la santidad de ninguna confesión que usted hiciera ante mí. No entiendo qué es lo que verdaderamente quiere, pero sí sé que no puede ser el sacramento de la confesión.

      El viejo cardenal se puso de pie despacio, se giró para quedar frente a Brendan y se irguió. Sus ojos se pusieron de pronto muy brillantes.

      —Si no lo entiende, sacerdote, significa que no ha estado escuchando atentamente mis palabras, como le pedí. Necesito confesarme con usted para poderle oír decir las ave­marías.

      Brendan sintió que los pelos de la nuca se le erizaban y resistió el impulso de hacer algún movimiento súbito.

      —Como usted quiera, su eminencia —dijo en tono ecuánime, inclinando ligeramente la cabeza.

      —El confesor vendrá a usted —dijo el cardenal con la misma voz enérgica, y se dio la media vuelta.

      Brendan se obligó a permanecer quieto, a respirar acompasadamente, mientras veía al anciano cojear por el sagrario y desaparecer por una puerta a la derecha del altar. Esperó unos segundos, se levantó y caminó hacia el confesionario con ornamentos de madera tallada que estaba a su izquierda. Vaciló unos momentos antes de entrar a la sección destinada al sacerdote y sentarse.

       Los pecados se empeñan en volver para castigarlo a uno en esta vida. Escúcheme.

      Transcurrieron casi cinco minutos y en eso Brendan oyó que se abría la puerta de la sección al otro lado de la rejilla de madera. Se asomó y vio entrar a una figura encorvada con sotana blanca y capucha.

      Incluso sin la críptica petición del cardenal de oírlo decir avemarías, que era una inversión del rito toda equivocada, habría percibido peligro, pues esta figura encapuchada llevaba el fajín blanco, el alba, alrededor del cuello, y eso estaba mal: un sacerdote se ponía el alba para recibir confesiones, no para entrar en la cabina como penitente.

      Su anterior sensación de estar siendo observado no había sido una fantasía, pensó Brendan, pero los ojos que lo observaban definitivamente no eran los de Dios.

       ¿Trae usted una pistola?

      Brendan se puso de pie y se arrojó a la rejilla, golpeando la madera con el hombro derecho y tapándose la cara con el antebrazo izquierdo para protegerse los ojos de las astillas. Se precipitó por la delicada celosía, fue a dar contra la figura de sotana y ambos cayeron al piso de la cabina. Brendan usó la mano izquierda para agarrar la muñeca derecha del hombre, que se había asomado por la sotana sosteniendo una pistola calibre 22, mientras le lanzaba el puño derecho al abdomen.

      La capucha se deslizó para revelar un rostro que era una masa pesadillesca de arrugado tejido cicatricial del color de la leche y líneas de cicatrices rosadas que sólo podían haber sido resultado de una serie de operaciones fallidas. Werner Pale se retorcía atrás de Brendan con la fuerza nacida de un odio y una rabia sin límites e intentó golpearlo con el garfio que le habían puesto para remplazar la mano izquierda. Brendan se agachó para esquivar el golpe pero sintió la afilada punta en la espalda cuando el acero empezó a atravesarle la chamarra de cuero hacia la carne. Alargó la mano libre, encontró un fragmento de madera de la rejilla hecha añicos y la envolvió con los dedos. Cuando la punta de acero cortó la chamarra y tocó la piel, levantó la estaca y metió la punta en la garganta de Werner Pale.

      Salió sangre a chorros por la yugular perforada. La boca del hombre, llena de cicatrices, se abrió en un grito silencioso formando una O, pero casi de inmediato el único ojo vidente se le empezó a vidriar. El cuerpo debajo de Brendan se agitó violentamente por unos momentos y luego se quedó quieto.

      Brendan se levantó del cadáver, abrió la puerta del confesionario y, limpiándose la sangre del rostro, atravesó a toda prisa un estrecho laberinto de piedra y corredores de ma­dera hacia los cuartos privados del cardenal.

      Encontró al anciano en su estudio, más pálido y con un dolor evidente en los ojos llorosos, sentado frente al escritorio, aparentemente manteniéndose erguido con las palmas sobre la pulida superficie de roble.

      —Brendan —el cardenal Henry Farrell respiró aliviado al verlo entrar por la puerta y detenerse—. Gracias a Dios. Mis plegarias fueron atendidas. —Hizo una pausa y entrecerró los ojos, como si le costara trabajo ver—. ¿Está herido…?

      —La sangre es de Werner Pale, su eminencia, no mía.

      —Gracias a Dios.

      —Gracias a usted por su advertencia. Me salvó la vida.

      —No podía advertírselo abiertamente, sacerdote. Él estaba oyendo.

      —Lo entiendo —dijo Brendan, y avanzó de nuevo. Se detuvo a unos pasos del escritorio cuando el cardenal levantó una temblorosa mano con la palma hacia afuera, como para hacerlo retroceder.

      —Vino


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