Repensar la antropología mexicana del siglo XXI. Pablo Castro Domingo
disponible en <https://imco.org.mx/banner_es/compara-carreras-2016/>, consultado el 12 de febrero de 2018.
10 Sobre la precariedad laboral de los antropólogos y sociólogos que trabajan como free lance en consultorías en México, véanse Orozco, 2016 y Salas, 2016.
11 Como ha dicho Rebecca Onion: “Abiertamente esquemática y ridículamente reduccionista, la teoría generacional es una manera simplista de pensar acerca de la relación entre individuos, sociedad e historia. Nos alienta a enfocarnos en vagas ‘personalidades generacionales’, en lugar de mirar la confusa diversidad de la vida social” (Onion, 2015:1).
Trabajo de campo
María Ana Portal*
INTRODUCCIÓN
Al reflexionar sobre la antropología mexicana contemporánea no se puede dejar de lado el trabajo de campo, herramienta básica para la producción del conocimiento antropológico y parte sustantiva de nuestro quehacer.
Esta herramienta —como parte de una disciplina científica— es también un producto histórico y sociocultural, que nace en tiempos y lugares específicos, y por lo tanto no es neutral (Guber, 2018); está determinada por las condiciones nacionales, regionales y en momentos históricos específicos. Esto nos lleva a preguntarnos cómo hacemos trabajo etnográfico en un mundo globalizado que ha sufrido transformaciones radicales en todas las dimensiones de la vida social, caracterizado por flujos (de saberes, de tecnologías, de personas) en donde se cuestiona el sentido de lo autocontenido, de lo cerrado, de las certezas de las fronteras.
El interés de este trabajo es explorar cómo hacemos trabajo de campo hoy, en el contexto mexicano, país pluricultural, inserto en procesos de globalización, y dentro del marco del capitalismo neoliberal. Desde ese contexto histórico específico, quiero llamar la atención sobre algunos aspectos concretos que considero relevantes para reflexionar sobre las implicaciones que tiene ello en el conocimiento que estamos produciendo.
Llama la atención que, siendo un eje fundamental de nuestro quehacer, el trabajo de campo se ha constituido en una suerte de “evidencia ideológica”: un tanto oscuro, poco visible, raras veces discutido, que depende de la intuición del investigador, constituido casi como un espacio “íntimo” (subjetivo) de cada antropólogo con fronteras infranqueables que sólo podemos mirar a través de los resultados finales de cada investigación. Lejos estamos de aquella propuesta de Malinowski cuando planteaba que:
Los resultados de una investigación científica, cualquiera que sea su rama del saber, deben presentarse de forma absolutamente limpia y sincera, nadie osaría presentar una aportación experimental en el campo de la física o de la química sin especificar al detalle todas las condiciones del experimento, una descripción exacta de los aparatos utilizados: la manera en que fueron encauzadas las observaciones; su número; el lapso de tiempo que le ha sido dedicado y el grado de aproximación con que se hizo cada medida. En las ciencias menos exactas, como la biología o la geología, esto no puede hacerse de forma tan rigurosa, pero cada investigador debe poner al lector en conocimiento de las condiciones en que se realizó el experimento o las observaciones. En etnografía, donde la necesidad de dar clara cuenta de cada uno de los datos es quizá más acuciante, el pasado no ha sido por desgracia pródigo en tales exactitudes, y muchos autores no se ocupan de esclarecer sus métodos, sino que discurren sobre datos y conclusiones que surgen ante nuestros ojos sin la menor explicación (Malinowki, 1976:19-20).
Si bien en países como Estados Unidos, Inglaterra, España, Francia y Argentina hay una importante reflexión sobre el tema, en México, es hasta finales del siglo XX cuando comienzan a aparecer publicaciones con esta intención.1
Desde finales del siglo XIX y principios del siglo XX —primero con Franz Boas (1883-1884) y Radcliff Brown (entre 1906 y 1908), y poco después con la investigación de Malinowski (1914-1920)— el trabajo de campo se consolidó como el eje del quehacer etnográfico.2 Particularmente en la “Introducción” de Los argonautas del Pacífico Occidental, Malinowski sienta las bases de la etnografía contemporánea. Esas pri meras reflexiones se constituyeron en el eje de la metodología antropológica, con una vigencia admirable a pesar de los enormes cambios sociales, económicos y tecnológicos ocurridos en el mundo desde en tonces. El trabajo de campo se caracterizó como intensivo, directo (es decir, cara a cara) y prolongado, en donde el punto de vista local adquirió gran relevancia, en contextos de pequeñas comunidades cla ramente acotadas, culturalmente extrañas, y que implicaba diversas formas de “estar allí”
[…] el investigador trata usualmente de vivir con o cerca del grupo que estudia durante las manifestaciones de su diario vivir y a este proceso de convivir con un pueblo extraño se le llama trabajo de campo (Hermitte, citado en Guber, 2018:212).
¿Qué tan viable es continuar con esas premisas en un mundo que se ha modificado en todas sus dimensiones? De allí la importancia de revisarlo continuamente como parte de las reflexiones metodológicas de la disciplina.
Me centraré en tres aspectos que considero fundamentales para explorar las preguntas que guían mi reflexión: la condición del trabajo de campo; la posición del investigador vs. la posición del sujeto de investigación; y la construcción del dato y su interpretación.
LA CONDICIÓN DEL TRABAJO DE CAMPO
Sin pretender ofrecer un panorama exhaustivo, considero necesario pensar y contrastar los contextos previos, con los actuales. Me remonto a la antropología de principios del siglo XX, como punto de partida para comprender estos cambios.
Los fundadores de la antropología mexicana —Manuel Gamio, Moisés Sáenz y Julio de la Fuente, entre otros— hicieron trabajo de campo en un México fundamentalmente rural y con un interés político central: la integración del indígena a la nación mexicana.
El punto de partida era el de conocer a un extraño en su propia tierra. El indígena se constituyó en el “exótico”, distante a la cultura nacional que había que describir y conocer para modificarlo e integrarlo. El conocimiento que se generaba buscaba delinear y justificar políticas públicas específicas, casi todas centradas en los ejes de educación y salud, vistos no sólo como problemas sociales de justicia elemental, sino como ámbitos fundamentales de transformación (el cuerpo y la mente).
El trabajo de campo, si bien fue intensivo —ya que consideraban que había un profundo desconocimiento de los grupos indígenas que habitaban el país—, no fue materia de reflexión en sí mismo y se asumieron las propuestas de los antropólogos del norte, sin mucho cuestionamiento, aunque con claros ajustes a las condiciones nacionales. Por ejemplo, Manuel Gamio, como alumno directo de Boas, compartió las premisas básicas propuestas por su maestro,3 sin embargo, tomó distancia de la idea boesiana de la no aplicación directa del conocimiento obtenido.
En el mismo tenor de la antropología aplicada, encontramos los tra bajos de Gonzalo Aguirre Beltrán, que aunque se mantuvo en los marcos del indigenismo oficial, incorporó el concepto de región en el análisis, aportando una mirada más allá de las comunidades cerradas, mirándolas a partir de procesos más amplios y en relación con el mundo mestizo. Particularmente en el libro Regiones de refugio (1967), comienza a reflexionar —desde una mirada dicotómica— sobre la relación entre el mundo indígena y la sociedad capitalista industrial, urbana, occidental.
Julio de la Fuente, quien hizo investigación con Malinowski sobre el sistema de mercados en Oaxaca, también discutió el concepto de región, aportando nuevos elementos al de comunidad, permitiéndonos vislumbrar una antropología no sólo de comunidades autocontenidas, aunque ello no implicó una reflexión teórica o metodológica al respecto.
Con el tiempo las premisas indigenistas fueron cuestionadas y se reformuló la propuesta política