Repensar la antropología mexicana del siglo XXI. Pablo Castro Domingo
a la lucha de clases y la emancipación de los pueblos indígenas, bajo el paradigma marxista que permeó buena parte de la reflexión antropológica desde los años sesenta.
La antropología militante no descartaba la investigación científica, pero la subordinaba a sus objetivos políticos:
[…] el antropólogo tenía como misión principal contribuir a las luchas de emancipación, el conocimiento de la realidad era parte de su transformación revolucionaria. […] Esta posición ha sido criticada desde la antropología académica señalando los riesgos de la ideologización y sobrepolitización que implica en detrimento del rigor científico y metodológico (Reygadas, 2014:97-98).
El trabajo de campo continuó fundamentalmente en zonas agrícolas, pero dejó la primacía de lo indígena, incorporando el concepto de campesinado. Sin embargo, en muchos casos se mantuvo la idea de comunidades cerradas. Aquí hay que resaltar que a partir de la década de los ochenta encontramos nuevas orientaciones teóricas tanto en lo político como en lo teórico, ante lo que se llamó “la crisis del marxismo”. Es interesante hacer notar que en ese periodo hay un crecimiento teórico importante en donde se puede observar que el corpus teórico se enriquece con temas centrales de la antropología como son los conceptos de cultura, etnia e identidad, que en décadas anteriores se habían abandonado.4
A mi parecer, dos elementos centrales modificaron la forma de realizar el trabajo de campo: los procesos migratorios tanto al interior de país como a nivel internacional y la creciente urbanización.
Así, en las siguientes décadas, cuando la migración del campo a la ciudad se incrementa a niveles alarmantes generando procesos de urbanización nunca vistos, la antropología vuelve a ampliar su contexto analítico y temático, y se interesa por nuevos actores sociales en donde los habitantes de las urbes —ya fueran indígenas o mestizos— jugaron un rol central. Esto se explica parcialmente por el hecho de que la población mexicana pasó de ser fundamentalmente campesina a ser en un 80% urbana.
En un primero momento parecía que el trabajo en la ciudad tenía que ver con el acto de “seguir” a migrantes indígenas a sus lugares de destino: las ciudades. Un ejemplo lo representan las investigaciones de Oscar Lewis sobre la pobreza urbana, o de Robert Redfield en donde el análisis se centra en el proceso comparativo entre campociudad. Desde esta perspectiva, la ciudad se analiza como efecto del cambio social (Nivón, 1997).
Sin embargo, poco a poco, la antropología se interesó en temáticas nuevas dentro de la urbe que implicaban nuevos retos metodológicos y etnográficos: aspectos laborales, nuevos actores sociales, jóvenes, cuestiones de género, la construcción y apropiación del espacio público, las formas de habitar en la urbe, las migraciones nacionales e internacionales, las nuevas tecnologías y sus usos, entre otros muchos. Este movimiento del foco temático, trajo necesariamente cambios metodológicos, e importantes adecuaciones a las formas de hacer campo y de producir conocimiento. Sobre ello profundizaré en la última parte del trabajo.
A lo anterior se le sumó el creciente interés por la migración transnacional. Esto le dio otra “vuelta de tuerca” a la reflexión antropológica ya que implicaba no sólo hacer trabajo de campo urbano, sino en ciudades y poblados fuera de las fronteras nacionales, generalmente con grupos locales. Los grupos étnicos y campesinos reaparecen entonces en nuevos escenarios internacionales.5
A mi parecer, tanto el contexto urbano como las nuevas temáticas que enfrenta la antropología han generado un profundo cuestionamiento de las formas “clásicas” de hacer trabajo de campo. Quiero resaltar tres aspectos que han sido claramente trastocados:
a)Muchos de los antropólogos que nos formamos en la década de los setenta hemos transitado del campo a la ciudad. Esto implicó que transitamos del extrañamiento a la familiaridad. Es decir, que pasamos de estudiar grupos sociales altamente contrastantes con nuestra realidad social6 —lo que implicó un extrañamiento por lo contraste con la otredad — a la familiaridad de lo urbano en donde el otro es lo propio. Esto ha implicado, metodológicamente, dos cuestiones: que para conocer a ese otro/ propio, tenemos que, en el trabajo de campo, generar el proceso inverso: de la familiaridad al extrañamiento, (sin extrañamiento, no podemos conocer la realidad social que nos rodea); y a partir de ello, darnos cuenta que nos convertimos en “antropólogos nativos”.7 Esto tiene implicaciones importantes en torno a la relación de distancia/acercamiento con el otro, y la necesidad de pensar mecanismos de control sobre la mirada del antropólogo que observa su propia realidad. En este sentido, tenemos que convertirnos en intrusos en nuestra propia ciudad (Cruces y Díaz de Rada, 2011).
b)Tal vez por ese tránsito cargamos con algunos conceptos que han sido fundamentales para la antropología. Me centro en el concepto de comunidad, que fue relevante para el análisis del mundo indígena y campesino, pero que ha tenido que ser cuestionado en el ámbito urbano: ¿cómo definir una comunidad ur bana?, ¿cómo delimitarla? ¿Una colonia, una unidad habitacional o un barrio son equiparables al concepto de comunidad hasta ahora acuñado? La imagen de la comunidad estructurada por lazos de parentesco, geográficamente delimitada y con una cos movisión compartida generalmente no las encontramos en las ciudades. Ésta es una cuestión que no se ha resuelto porque no hemos logrado construir nuevos conceptos que den cuenta de las múltiples formas de habitar la ciudad, y seguimos utilizando muchas veces el criterio de “comunidad”, aunque ya no es del todo útil.8
c)Otra de las cuestiones que considero importante revisar es la forma de “estar allí”. Para Rosana Guber:
Hacer trabajo de campo de este tipo es estar, es perder el tiempo, es tener contratiempos, y es caminar a destiempo. El trabajo de campo etnográfico termina siendo un conjunto de prácticas y sentidos prácticos con disposiciones teóricas que los antropólogos nos hemos ingeniado para sostener pese a y en relación con las coyunturas sociopolíticas del lugar, del país y de la región, y con las orientaciones o sesgos y otros avatares de los mundos académicos. El trabajo de campo etnográfico no es sólo cuestión de espacio (“ahí”); es una cuestión de tiempo (“estar”) (Guber, s/f:1).
Recuerdo nítidamente mi primer trabajo de campo en la Mazateca a finales de los años setenta. Buena parte de nuestro quehacer era recorrer el pequeño caserío de Cabeza de Tigre, “perder el tiempo” para ser vistos, reconocidos, ubicados, y con ello construir nuestro lugar a partir del diálogo entre lo que los habitantes imaginan que somos y la explicación que les damos sobre lo que venimos a hacer.
En esa etapa inicial la presencia del antropólogo en la comunidad se caracteriza por una gran visibilidad. No es un miembro de ella sino un forastero que no obstante se acerca a la gente, conversa, pregunta, y trata de participar en los eventos comunales, sean estos de carácter cotidiano o esporádico. Quién es y qué hace allí son dos interrogantes que se plantean los naturales del lugar y que el trabajador de campo debe responder. Lo importante es una clara autodefinición, tanto como la explicación del tema de estudio que, si por la alta especificidad de su contenido no es de fácil comprensión, puede ser traducido en términos accesibles. Aunque el antropólogo define en parte su rol, éste es también en parte definido para él por la situación y la perspectiva de los estudiados (Hermitte, citado en Guber, 2018:218).
¿Qué significa “estar allí” en un contexto urbano? ¿Cómo se “llega” a una comunidad urbana? ¿Cómo establecemos la observación participante?
En la ciudad ese proceso se vuelve sumamente complejo. Las características de las ciudades hacen difícil que las personas se “visibilicen”, que cualquier habitante permita ser abordado para “conversar” con un extraño; la lógica laboral restringe el acercamiento durante las horas de trabajo; merodear por un pueblo urbano, un barrio o una colonia genera reacciones de incomodidad o de sospecha, particularmente con los índices de inseguridad y violencia que se ha desatado en México en las últimas décadas; los ritmos de la vida urbana no dan margen a “perder el tiempo”. En la ciudad se tiene que “estar allí” para algo. Llama mi atención, particularmente en los últimos dos trabajos de campo realizados con alumnos de licenciatura y posgrado de la UAM-I, que los estudiantes narran cómo durante el trabajo de campo tienen que incorporarse a alguń