Biografía de Charles Spurgeon. Juan Carlos de la Cruz

Biografía de Charles Spurgeon - Juan Carlos de la Cruz


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a mí y sed salvos todos los términos de la tierra, porque yo soy Jehová y fuera de mí no hay otro’. ¡Ah! Pensé para mí, yo soy uno de los términos de la tierra; y entonces aquel hombre, volviéndose y fijando sus ojos en mí, dijo: ‘¡Mira, mira, mira!’. Bien, pensé, yo creía que tenía que hacer mucho, pero allí aprendí que solamente tenía que mirar. Había pensado que tenía que fabricarme mi propia vestidura; pero, vi que, si miraba a Cristo, él me daría una vestidura. Mirad, pecadores, esa es la manera de encontrar la salvación. Mirad a Él todos los términos de la tierra y sed salvos…

      Os contaré como yo fui llevado al conocimiento de esa verdad. Pudiera suceder que al contaros esto, algún otro pudiera ser traído a Cristo. Dios tuvo a bien convencerme de mi pecado en mi niñez. Viví como una miserable criatura, sin encontrar esperanza que me consolara, pensando que Dios seguramente no me perdonaría. Al fin, lo peor llegó a lo peor, yo me encontraba ser un miserable, y apenas podía hacer nada. Mi corazón estaba roto en pedazos. Por espacio de seis meses oré, oré en la agonía, con todo mi corazón, y nunca obtuve una respuesta. Determiné visitar en el lugar donde vivía todos los lugares de adoración, a fin de encontrar el camino de la salvación. Me sentía dispuesto a hacer cualquier cosa, con tal de que Dios me perdonara. Salí determinado a visitar las capillas, y fui a todos los lugares de adoración; y aunque venero a los hombres que ocupan estos púlpitos ahora, y entonces también los veneraba, estoy obligado a decir que ninguno de ellos predicaba completamente el Evangelio. Con esto quiero decir que ellos predicaban la verdad, grandes verdades, muchas y buenas verdades, propias para sus congregaciones, compuestas de personas de mente espiritual; pero lo que yo deseaba saber era: ‘¿Cómo puedo obtener que mis pecados sean perdonados?’. Y ellos nunca me dijeron eso. Yo quería saber cómo un hombre pecador, podía encontrar paz para con Dios; y cuando fui, oí un sermón sobre, no os engañéis, Dios no puede ser burlado, que me puso en peores condiciones, pero que no me enseñó cómo podía yo escapar. Fui otro día y el texto fue algo acerca de la gloria de los justos; nada para el pobre de mí. Yo me parecía al perro que está debajo de la mesa, a quien no se permite comer de los manjares de los hijos. Fui una y muchas veces, y honradamente puedo decir que no recuerdo haber ido nunca sin orar a Dios, y estoy seguro que nadie estaba más atento que yo, porque deseaba grandemente comprender cómo podía ser salvo.

      Al fin un día –nevó tanto que no pude ir al lugar donde había determinado ir, y me vi obligado a detenerme en el camino, y esta fue una bendita detención– encontré una calle bastante obscura, volví una plaza y me encontré con una pequeña capilla. Era la capilla de los Metodistas Primitivos. Había oído a muchas personas hablar de esta gente y sabía que cantaban tan alto que su canto daba dolor de cabeza; pero no me importaba. Quería saber cómo podía salvarme, y no me importaba que me diera dolor de cabeza. Así que me senté y el servicio continuó, pero no vino el predicador. Al fin, un hombre de apariencia muy delgada, el Pbro. Roberto Eaglen, subió al púlpito, abrió la Biblia, y leyó las palabras: ‘Mirad a mí todos los términos de la tierra y sed salvos’. Entonces, fijando sus ojos en mí, como si me conociera, dijo: ‘Joven, tú estás en dificultad’. Sí, yo estaba en gran dificultad. Continuó: ‘Nunca saldrás de ellas mientras no mires a Cristo’. Y entonces, levantando sus manos, gritó como creo que solo pueden gritar los Metodistas Primitivos: ‘Mira, mira, mira’. ‘Solo hay que mirar’, dijo. Y en ese momento vi el camino de la salvación. ¡Oh! ¡Cómo salté de gozo en aquel momento! No sé qué otra cosa dijo el predicador… Cuando oí esta palabra, ‘mira’, ¡qué agradable me pareció! ¡Oh, miré hasta casi saltárseme los ojos, y en el cielo seguiré mirando en mi indecible gozo!»37.

      El dramático incidente de conversión parece que apasionó tanto al Príncipe de los predicadores que «contó tal historia unas 280 veces, a juzgar solo en sus sermones»38.

      A pesar de haber sido criado en una iglesia Congregacional, y que tanto su abuelo como su padre fueron ambos pastores congregacionalistas y, a pesar de que el pequeño Charles había sido bautizado en su infancia, según la tradición de los congregacionalistas, a pesar de todo ello, en su adolescencia y temprana juventud Charles fue constantemente atormentado por los terrores del infierno. Él mismo contó que se sentía perdido y desalentado.

      Fue ese día frío a principios de enero del año 1850, mientras caminaba hacia un santuario y que incidentalmente tuvo que desviarse por la profusa nieve, que entonces entró a una pequeña congregación Metodista primitiva, habiendo tomado el púlpito aquel delgado predicador que exponía el texto de Isaías 45, 22: «Miradme a mí y sed salvos todos los términos de la tierra…». Ese mismo día frío Spurgeon entregó su vida a aquel que le insistía una y otra vez: «Mírame a Mí»… «mira, mira, mira». Eso fue todo. Ni siquiera hubo una explicación exegética complicada, ni una introducción bien elaborada. De hecho, solo había unas pocas personas en aquella capilla ese domingo. Pero ese fue el día que hizo el Señor para que a aquel elegido suyo, que reflejaría tan abundantemente la luz del Señor cual siervo y embajador de Cristo, le fueran abierto sus ojos del alma.

      Ese día fue tan marcado en la vida de Spurgeon que se propuso que si llegaba a ser predicador, siempre apuntaría al Evangelio de Jesucristo en cada uno de sus mensajes, como podemos confirmar que hizo.

      Aunque todos los ancestros de Spurgeon fueron congregacionalistas, de hecho, descendían de los hugonotes perseguidos de Francia y Holanda; no obstante, Spurgeon llegó a la determinación de que el Nuevo Testamento concluye que todo creyente debe ser bautizado por inmersión después de creer, cosa que no se practicaba en las demás ramas del cristianismo en Inglaterra, excepto entre los bautistas. Por tanto, fue bautizado el tres de mayo de 1850, decidiendo así unirse a una congregación Bautista.

      Al respecto escribió en su revista «La Espada y la Pala» del mes de abril de 1890:

      «En enero de 1850 pude, por la gracia divina, echar mano a Cristo como mi Salvador. Siendo llamado por la providencia de Dios a vivir en Newmarket, como sota-maestro en un colegio, traté de unirme a la iglesia de creyentes de aquel lugar; pero de acuerdo con mis lecturas de las Sagradas Escrituras, el creyente debe ser sepultado con Él en el bautismo y, así entrar en su pública vida cristiana. Me puse a buscar un ministro Bautista y no pude encontrar uno más cerca de Isleham, en el condado de Fen, donde residía un cierto W. W. Cantlow, que anteriormente había sido misionero en Jamaica, pero que entonces era pastor de las Iglesias Bautistas de Isleham. Mis padres deseaban que yo siguiera mis propias convicciones, el Sr. Cantlow lo preparó todo para bautizarme, y el que me tenía empleado me dio un día libre a ese propósito.

      Yo nunca podré olvidar el tres de mayo de 1850; era el día del cumpleaños de mi madre, y yo mismo me encontraba a pocas semanas de cumplir dieciséis años de edad. Me levanté temprano a fin de tener unas horas tranquilas para la oración y la dedicación a Dios. Después tenía que caminar unas ocho millas para poder llegar al lugar donde había de ser sumergido en el nombre de la Trinidad, de acuerdo con el sagrado mandamiento. No era en absoluto un día caluroso, y por eso mucho mejor la caminata de dos a tres horas, lo que me agradó mucho. La contemplación del risueño rostro del Sr. Cantlow fue un premio a esa caminata. Me parece ahora ver al buen hombre, y las blancas cenizas del fuego junto al cual nos detuvimos y hablamos acerca del solemne acto que íbamos a realizar.

      Fui al lugar, el embarcadero del río Lark de Isleham…

      Era una experiencia nueva para mí, no habiendo visto nunca antes un bautismo. El viento bajó al río, con ráfagas cortantes, cuando llegó mi turno de entrar en el agua; pero después de haber caminado unos pasos y notado la gente que se encontraba en la barca, en botes y en ambas riberas, me sentí como si el cielo, la tierra y el infierno me estuvieran contemplando; porque no me sentía avergonzado de señalarme entonces allí como un seguidor del Cordero. La timidez había desaparecido y muy pocas veces la he vuelto a sentir desde entonces. En aquel río Lark perdí mil temores, y me convencí de que en guardar los mandamientos hay gran premio. Ese fue un día triplemente feliz para mí. Bendito sea el Señor por su bondad perseverante que me permite escribir con regocijo de todo esto después de cuarenta años.


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