Incertidumbre. Hermine Oudinot Lecomte du Noüy
inteligencia, en una noche como ésta, sería capaz de contestarle: «¡Como no!...» o «¡Perfectamente!» En fin, cualquiera de esas palabras apasionadas, irreparables, que lo hunden a uno en un abismo, para toda la vida.
—No haces mal el papel de bufón; sin embargo, no carece de encanto el casarse con una amiga de la infancia, cuyo carácter se conoce, cuyos gustos...
—¡Inocente! ¿Crees tú que jamás pueda conocerse a una joven? ¡Casi no me atrevo a alabarme de conocer a mi hermana!
—María Teresa tiene un carácter franco, leal... no comprendo cómo puedes compararla...
—Ciertamente; pero, en cuanto le llegue la hora de la ambición y el amor ¿sabemos lo que será? Papá, el otro día, le dijo, riéndose, que tenía seducido al Conde de Chateliez... Tú, como yo, la viste sonrojarse hasta parecer una amapola y murmurar:
—Padre, su amigo es algo maduro... ¿No ha pasado ya los cuarenta años?... Si fuera más joven, tal vez me dejaría tentar... Seduce el título de condesa. ¡Condesa María Teresa! ¡No haría mala frase!...
—Es cierto.
El tono sombrío con que Juan pronunció estas palabras, pareció a Jaime tan expresivo que estuvo a punto de exclamar:—¡Ea, cuéntame tu secreto, Juan! ¿Acaso no soy tu hermano, por nuestra larga intimidad? ¡Tómame por confidente, pobre diablo, y sufrirás menos!
Pero guardó silencio, conociendo la naturaleza altiva de su amigo, y los obstáculos serios que lo separan de su hermana.
Jaime piensa que lo mejor era provocar las confidencias. ¿Pero cómo? ¿El medio más sencillo no sería demostrar a Juan la misma confianza que reclamaba de él? Se apresuró, pues, a aprovechar la hora para llevar la conversación a un terreno propicio:
—¡Ah! el pensamiento de las jóvenes, es para nosotros indescifrable; su jardín secreto nos es inaccesible. Si nos aventuramos en él ¿será a fuerza de sutileza o a golpes de hacha como conseguiremos hallar el camino que conduce a su corazón? ¡Gran problema por resolver!
—¿Es esa la causa que te ha determinado a viajar? ¿Cuentas ejercitarte en los corazones extranjeros, antes de atacar los de nuestras compatriotas?
—¡Qué genio! ¡Reconozco la admirable ciencia de las sabias deducciones! ¡Has adivinado! ¡Marcho a estudiar el alma de la desconocida que amaré quizá!, y sobre todo... ¡Oh!, muy sobre todo... por huir de la joven que no amo. ¡Si supieras cuánta energía se tiene en estas tristes circunstancias! ¡Es espantoso! Mañana, tomaré el rápido para Strasburgo. Dentro de ocho días estaré en Viena. Pasaré a Budapest, y regresaré por el Tirol austriaco y la Suiza. Y tú ¿qué piensas hacer en tus vacaciones?
—Todavía no sé si las tendré. Tu padre y yo no podemos dejar a un mismo tiempo la fábrica. El señor Aubry me ha parecido algo fatigado en estos últimos días; desearía que descansase de una manera continua, en vez de veranear, como el año pasado, yendo y viniendo de Etretat a Creteil.
—En caso que él acepte mi combinación, yo permaneceré aquí. ¡Oh!—añadió contestando a un gesto de su amigo,—¡no me compadezcas! Me gusta la tranquilidad de mi casa. Ese pequeño pabellón que tu padre me hizo construir allá, al extremo del jardín, a orillas del Marne, es mi paraíso. Desde allí observo todo lo que pasa en la fábrica y en el parque. La arboleda que me aisla, no es tan espesa que me impida ver las avenidas... ¡He reunido tan buenos recuerdos en seis años que habito ese pabellón!
—¡Seis años ya! Me parece que ayer hacíamos los planos. ¿Recuerdas?
—¡Si me acuerdo! Tu hermana fue el hábil arquitecto y quien dibujó el jardín que lo rodea. Las rosas Niel y las yedras, que plantó contra las paredes, guarnecen ahora las ventanas; no puedo abrirlas sin creer ver a María Teresa con sus delicadas manos llenas de tierra, plantando las enredaderas...
—¡Qué buenos tiempos eran aquéllos! Ella tenía catorce años, tú veintitrés, yo veinte. ¡Qué dulce compañerismo nos unía entonces! ¡Y cómo nos trataba mi buena hermanita! Por tu culpa: ¡tú aprobabas todo lo que ella te decía!
—¡Bah, eran fantasías propias de su edad!
—¿Tú lo crees? Eran caprichos de una déspota insoportable.
—Sí, pero ¡qué corazón y qué sinceridad! ¡Jamás una mentira salió de sus labios! ¡Qué hermosa mirada resplandecía en sus ojos cuando se le corregían sus faltas!... siempre leves. Su inalterable alegría era contagiosa; yo corría y jugaba con ella como un chiquillo. ¡Hermoso tiempo en efecto! Todo eso ha pasado, concluido...
Jaime se mordió los labios para no reír; observó que el sentimiento exaltado convierte a los más inteligentes en seres ingenuos como niños.
—Mi buen Juan, todo el mal proviene de que hemos crecido.
—Tienes razón; cada año me aleja de María Teresa, y así es mejor, puesto que un abismo me separa de ella...
—No veo cuál es ese abismo. Tú, como mi padre, eres hijo de tus propias obras.
—Con esta diferencia, que tu padre pertenece a una distinguida familia; si un día conoció la miseria, antes había gozado de una buena fortuna y vivido en la alta sociedad.
—No hagamos juego de palabras, Juan. Voy a decirte, antes de mi partida, algo que hasta ahora he guardado para mí y que quiero hacerte conocer: siempre he deseado que tú y mi hermana os amaseis.
—¿Estás loco?
—No, no estoy loco. Y la emoción de tu voz me prueba que la mitad, por lo menos, de mi deseo se ha cumplido. Pero, hay que convenir, en que, con tu maldita modestia y tu gran orgullo, nunca llegarás a nada. Cada día te alejas más de María Teresa. La habitúas a no ver en ti más que un empleado fiel, cuando debías hacerle comprender tu gran valor. Tú, que tienes tan buena presencia como cualquiera de los jóvenes que la rodean; tú, en cuanto estás cerca de ella, tomas un aire sombrío y unas actitudes tímidas que te perjudican. Te complaces, se creería, en ser exclusivamente el hombre de la fábrica, cuando no debías olvidar que, educado con nosotros, casi lo mismo que nosotros, tienes el deber de transformarte en ciertas horas en hombre de mundo.
—Pero...
—¡No me interrumpas! Es así como quiero que te reveles a mi hermana. En vez de esto, te alejas de ella, huyes. ¿Cómo puedes esperar que ella te descubra? ¿Piensas que por sí sola, sin que la ayudes un poco, llegará a apreciar tu verdadero mérito, ni comprender al hombre de gran valor que solamente mi padre y yo conocemos?
—Sin embargo, no puedo ir a tirarle de la manga y decirle: ¡Atención, yo no soy un cualquiera!
—¡Eh! ¿Quién habla de eso? Veamos, ¿por qué no has bailado con ella esta noche? Has pasado el tiempo vagando como un marido, de puerta en puerta, para concluir por refugiarte aquí. Esto es absurdo, permíteme que te lo diga.
—No, Jaime, procedo con lealtad. No es posible que yo asuma la actitud que me indicas, sin abusar odiosamente de los inmensos beneficios que he recibido de tu padre. ¿Sé yo el destino que él aspira para su hija? Tengo la confianza del señor Aubry hasta el punto de que me trata como a un hijo; tengo una amplia libertad para hablar con María Teresa veinte veces al día ¿y me aprovecharía yo de estas circunstancias para ir a turbar la paz de su hija, procurando hacerme amar? ¡No, mil veces no! Tanto más, cuanto que esta vil seducción parecería inspirarse en una especulación abominable. ¿No se sospecharía que quiero adueñarme de la fábrica de cristales y convertirme en el sucesor de tu padre, solicitando la mano de tu hermana?
—¡Eres intratable!
—Soy sensato. Tu hermana puede aspirar a todo. ¿Quién soy yo para ella? Olvidas generosamente mi humilde origen, y la manera cómo tu padre me sacó de la miseria; ¡a mí me toca acordarme!
—Pero si María Teresa supiera... quien sabe si...
—Escucha, Jaime: Vas a jurarme