Incertidumbre. Hermine Oudinot Lecomte du Noüy

Incertidumbre - Hermine Oudinot Lecomte du Noüy


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pero, como era muy observador, sintió en breve cerca de ellos un sentimiento de inferioridad que le hizo pensar. Se apercibió de que su aspecto y sus maneras, contrastaban con las de aquellos jóvenes tan seductores exteriormente. Se veía en seguida que no habían sido obreros, ellos. Sabían vestirse con gusto, presentarse de una manera especial, hablar un lenguaje refinado, en fin muchas cosas que revelaban la casta privilegiada de que procedían.

      Entonces, poco a poco, Juan se replegó sobre sí mismo y se alejó de la casa, para huir de estos contactos dolorosos.

      Los Aubry que lo querían mucho, atribuyeron primeramente a su carácter huraño, su obstinación en no aparecer por el hotel sino cuando sabía que estaban solos; redoblaron sus atenciones hacia él, pero dejaron que procediese a su gusto, sin sospechar el sufrimiento que, de improviso, lo había embargado. ¿Cómo podían conocer su pesadumbre, ellos que tenían a Juan por un hombre fuerte, resuelto, superior a las vanidades humanas? Lo colocaban demasiado alto, de donde, su estimación se hacía cruel. El corazón sensible, el sufrimiento del hijo adoptivo, escapaba a su penetración, y Juan se sorprendía de sentirse, de pronto, tan lejos de ellos.

      Pensaba:—Me han salvado de la miseria, me han hecho hombre; si yo enfermara se alarmarían, pero nunca adivinarán el dolor moral que me ahoga... ¿Conocerán nunca mi corazón? ¡Ah! si supieran hasta qué punto sus bondades han desarrollado la sensibilidad de este corazón, si supieran cómo los amo. ¿No se sorprenderían de mi audacia?

      Y con el alma destrozada, el espíritu quebrantado, el pobre joven, desalentado, exhalaba su ternura desconocida, murmurando:—¡María Teresa... María Teresa!

      ¿Cómo, por qué María Teresa, con su instinto de mujer, nada había visto? Porque era dichosa y nada atrofía tanto el corazón como la felicidad. Sólo la desgracia desarrolla la sensibilidad. Además, la joven estaba tan habituada a los cuidados, a las atenciones de Juan, que le parecían perfectamente naturales. ¿No habría acaso también en el fondo de aquel ser de gracia y de belleza, algún otro sentimiento? Aunque Juan se hubiera transformado, ¿no permanecería siendo para ella, el hombre del pueblo que debía su elevación a la generosidad del señor de Chanzelles? Ciertamente, María Teresa no manifestaba claramente esta especie de menosprecio; pero su atavismo y su educación aristocrática, ahondaban el pozo que separaba a ella de Juan. A medida que transcurrían los años, la fuerza de las cosas tendía a separarlos. Juan tenía conciencia de esto, mientras que María Teresa, acostumbrada a la adoración respetuosa de su amigo, la aceptaba como un testimonio del reconocimiento grabado en el corazón del niño salvado en otro tiempo por su padre.

      Así, cuando algunos días después del baile, Juan acompañó a los Aubry de Chanzelles a la estación, la joven no se sorprendió de encontrar un ramo de soberbias rosas, cuyos tallos desaparecían en un artístico vaso de cristal, en el vagón que el señor Aubry había encargado para el viaje, como tampoco se admiró de hallar helados de aromas variados, en las pequeñas cajas de metal blanco, que Boissier ha puesto a la moda en el teatro.

      Dijo simplemente:

      —Usted me mima demasiado, Juan. Gracias, amigo mío.

      Y como él se excusase respondiendo fríamente:

      —Esto es completamente natural; yo sé que a su mamá le gustan las flores.

      —Pero ¿y los helados?

      —¡Oh! no me he olvidado que cierta señorita era muy golosa, en los tiempos lejanos en que me convidaba a sus banquetitos, a condición de que yo no comiese nada.

      Se rieron. Luego, María Teresa repuso:

      —Yo ya no soy golosa...

      —¡Pero aun le gustan los helados!

      —Juan, usted se ha puesto insoportable. En penitencia, tome usted esta rosa, que la llevará consigo todo el día, para que le recuerde que ha sido mordaz con su antigua amiga... ¡Vamos, adiós!

      Subió ligeramente al coche, y cerrada la portezuela, bajó el vidrio y tendió su mano al joven; él, en equilibrio sobre el estribo, la tomó en la suya. Permanecieron un momento silenciosos, unidos por aquel débil lazo. Un estridente silbido hizo retroceder bruscamente a María Teresa. Juan saltó al andén, la contempló durante un instante con pasión y saludando por última vez se perdió entre la multitud.

      Mientras el tren se ponía en movimiento, la señora Aubry murmuró:

      —¡Qué excelente joven es Juan!

      —¡Ciertamente! Y hombre de gran mérito, además, querida esposa.

      —Sí, un excelente amigo, madre. Para mí es como un hermano mayor, más atento que Jaime, pero a veces un poco severo... ¿no es verdad, papá?

      —Es todo un hombre... Alcánzame el diario, hija mía.

      María Teresa le entregó el diario, riéndose del aire de convicción con que el señor Aubry había pronunciado: Es todo un hombre...

      —Evidentemente, es un hombre, no lo dudamos... pero a mí me quieres más, ¿cierto, papá querido?—dijo besando a su padre.

      El recuerdo de Juan estaba ya lejos de ellos. Entretanto, el pobre joven caminaba sin ver la gente que pasaba a su lado, sombrío de desesperación.

      —¡Dios mío!—murmuraba en su interior—¡cómo librarme de la constante, de la abrumante idea que me domina! Mi corazón sufre hasta convertirme en un alucinado. ¡Ella no pensaba en nada al darme por última vez la mano!... ¡Pero yo, yo! ¡Con tal que no haya sentido el estremecimiento de la mía! ¡Si por mis imprudencias fuera a perder su confianza! ¡Ah, no; todo menos eso!

      Y un pesar tan grande lo invadía, ante la sola idea de permanecer tres meses sin verla, que había preferido seguir sufriendo como en el tiempo pasado, a la angustia de la hora presente.

       Índice

      Los Aubry dejaban, pues, a Creteil, en los primeros días de julio, para instalarse en su villa de Pervenches.

      Construida sobre una de las barrancas gredosas que rodean la playa de Etretat en semicírculo pintoresco, este chalet blanco domina el mar, y hacia el otro lado, el jardín, de verdes campos sembrados de flores, desciende en suave pendiente, flanqueando una amplia alameda, hasta la carretera de Bennville.

      Durante la estación de baños, Etretat es una estación encantadora. María Teresa encontraba allí numerosos amigos; además, Diana y Bertrán Gardanne, sus primos, pasaban allí también sus vacaciones. Toda esta brillante juventud llevaba a la casa de campo de los Aubry, una vida alegre y feliz.

      Algunas semanas después de su llegada, reinaba gran animación en el jardín. Jugando el tennis, Bertrán, en un match con el campeón invencible Roberto Milk, se dejaba batir vergonzosamente por la Inglaterra, ante los ojos atentos de su amigo d'Ornay, experto jugador, quien, furioso, le dirigía vivas recriminaciones.

      María Teresa, Diana, Mabel d'Ornay, Alicia y Juana de Blandieres, conversaban en la terraza, reclinadas en rocking-chairs.

      —¿No ha hecho usted prevenir a Max Platel que hoy nos reuníamos aquí, por la tarde, María Teresa?—preguntó con aire ansioso la linda Mabel d'Ornay.

      —Tranquilícese usted, Mabel—se apresuró a contestar la burlona Diana;—ha sido prevenido por orden mía. ¡Qué extraña idea tiene usted de nuestra manera de comprender los deberes para con los huéspedes, para suponer que María Teresa y yo no trataríamos de procurar a nuestras amigas el mayor placer posible! Y como Max Platel constituye el atractivo de la playa, por el momento a lo menos, sería preciso ser muy ignorante o muy culpable para no servirlo con el té, los muffins y los bombones a la violeta.

      —¿Por qué esa correlación?—preguntó Alicia de Blandieres.—¿Acaso Max Platel es un literato a la violeta?

      —¿Max


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