Incertidumbre. Hermine Oudinot Lecomte du Noüy

Incertidumbre - Hermine Oudinot Lecomte du Noüy


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y hacer mala literatura: son cosas que no tienen nada de incompatible.

      —¿Encuentras que es malo lo que escribe? ¡Pues no se creería, porque no le escatimas las felicitaciones!

      —Además—dijo la señora d'Ornay, joven casada hacía pocos meses,—me imagino que usted no ha leído todo lo de Platel: escribe poco para las señoritas.

      —Diana no habla sino por lo que se dice—respondió María Teresa;—sus críticas se refieren a los juicios de los inteligentes y en tales asuntos las opiniones son diversas.

      —Pues no es así—interrumpió con viveza Diana,—yo tengo mi opinión personal; he leído, de Platel, El Valle de los Lirios y La Aventura de la señora Tarbes.

      —Entonces, si lo has leído, no has comprendido, y viene a ser lo mismo que yo te decía. En cuanto a mí, soy de la opinión de los que, sin haberlo leído, encuentran que tiene talento.

      Diana estaba mortificada, pero Mabel d'Ornay triunfaba. Desde el principio de la estación, Max Platel se mostraba muy solícito con ella; la joven estaba envanecida, pues el novelista a un exterior atrayente reunía una reputación lisonjera, y la circunstancia de que se le reconociera talento, aumentaba el mérito de sus atenciones.

      —Y nuestro amigo Huberto Martholl ¿cómo es que no se encuentra ya aquí?—preguntó Diana.—Generalmente, cuando nos reunimos él es el primero en llegar.

      —¡Ah, sí!—dijo con animación Juana de Blandieres,—tengo muchos deseos de verlo, a ese Huberto Martholl de quien ustedes hablan tanto!

      —¿Cómo no conoce usted al hermoso Martholl?

      —Estamos aquí desde hace dos días solamente, y hoy es la primera vez que salimos. Hemos traído tanto equipaje que no podíamos encontrar nada de lo que necesitábamos, y nos era imposible dejarnos ver en el Casino en traje de viaje.

      —¡Naturalmente el exceso de baúles es un estorbo!—repuso Diana.—Si usted no hubiera traído más que uno, encontraba en seguida el vestido que necesitaba. Hubiera ido al Casino esa misma noche, Martholl le hubiera sido presentado, habría usted bailado con él, y hoy sería para usted una relación antigua, mientras que ahora ¿rescatará el tiempo perdido?

      —¡Bah! ¡no creo que sea tan grande el perjuicio!

      —¿Es usted, Mabel, quien tuvo la buena idea de traerlo por aquí?—preguntó Juana de Blandieres.

      —Sí, ha venido a vernos.

      —¿Se quedará mucho tiempo?

      —Creo que unos quince días.

      —¡Oh! no es mucho; habrá que decidirlo a pasar toda la estación; hay tan pocos flirts interesantes...

      —Ya verá usted qué chic es—dijo Diana.—Pero, ahí viene con Platel: puede empezar a contemplarlo.

      —Hacia el extremo de la larga avenida, dos jóvenes avanzaban. El uno era pequeño y nervioso, hablaba con vivacidad, poniendo toda su persona en movimiento, de aspecto alegre y fino; el otro, alto, frío, era infinitamente más elegante.

      Cuando se aproximaron para saludar a las jóvenes, todas ellas los recibieron con el aire de contento que se demuestra al ver llegar al fin a quienes se espera.

      —¡Y bien! ¡pueden ustedes alabarse de haberse hecho desear!—dijo aturdidamente Diana, después de la presentación de Huberto Martholl;—hace una hora que suspiramos por turno: ¿Vendrán? ¿Les has avisado? ¡Con tal que no se hayan olvidado! Me gustaría ser esperada con tanta ansiedad.

      —Pero, señorita—respondió Platel sentándose al lado de la señora d'Ornay,—estoy cierto que cuando usted no está, son esos los sentimientos que se manifiestan...

      —¿Lo cree usted?—replicó Diana.—Yo pienso que un novelista vale por varias mujeres lindas. Aunque el literato sea algo menos raro, hoy, que tanta gente se entromete a escribir, es, sin embargo, un artículo suyo muy buscado en el mundo; se lo arrebataban. Las mujeres lindas adornan, es cierto; pero los hombres de talento adornan de un modo más interesante.

      —Usted quiere enorgullecerme, señorita Diana. Esta acogida me confunde. Pero le ruego que no continúe tejiéndome coronas; me conozco, no me resolvería nunca a dejar un sitio donde la permanencia es tan agradable.

      Luego, mirando a las jóvenes con aire de admiración:

      —Señoritas, ustedes tienen el secreto de hacerme feliz; sus palabras destilan la miel de la lisonja, y son ustedes también el placer de los ojos. Dime, Martholl—y se volvió hacia su amigo que se había sentado entre María Teresa y Diana,—¿Puede verse algo más hermoso, más encantador que este grupo de niñas? Se diría que están vestidas con pétalos de flores, tan delicados son los colores que llevan.

      Huberto se sonrió asintiendo, en tanto que su mirada contemplaba con manifiesta satisfacción el pequeño círculo.

      Platel continuó:

      —No sabría expresar hasta qué punto soy esclavo de la belleza. Los tonos armoniosos son para mí sinfonías exquisitas que me encantan, en tanto que la reunión de ciertos colores y formas hacen rechinar mis nervios como el chirrido de una sierra al cortar la piedra. Sufrir de esta manera ante la fealdad de las cosas, es pagar muy caro el placer de buscar la belleza en sus manifestaciones diversas, por desgracia demasiado fugaces, frecuentemente. Yo soy Pan persiguiendo a Syrinx; pero hoy he cazado a la diosa, puesto que puedo contemplar a mi gusto estas formas graciosas adornadas con arte delicado.

      —Cuánta razón teníamos en esperarlo a usted con impaciencia—suspiró la señora d'Ornay;—no hay como usted para pronunciar palabras lisonjeras.

      Max Platel, sintiéndose en disposición de dar una conferencia, y halagado por su éxito, que leía en las sonrisas plácidas y en las miradas atentas de su auditorio femenino, continuó:

      —Las mujeres no se imaginan bastante, creo, la importancia de la estética en el vestido. No es que las acuse de falta de coquetería, ¡oh, no! Lamento solamente que no tengan siempre el gusto seguro. Hay muchas personas que, como yo, viven principalmente por los ojos; debería tenerse cuenta de ellos y cuidárseles la decoración. En nuestra época toda la fantasía, toda la alegría del color, se ha refugiado en el vestido femenino, puesto que nosotros no somos ya más que tristes maniquíes, todos iguales, negros y dibujados por igual.

      —¡Ah! permíteme, querido amigo—interrumpió Martholl.—Con algún empeño y gusto personal, se puede obtener gran resultado de estos ínfimos elementos.

      —¿Dices esto para hacernos notar que tú has sabido realizar ese prodigio?

      —¡Puede ser!—murmuró Martholl sonriendo.—Un hombre hábil no debe jamás desperdiciar la ocasión de hacerse valer.

      Las miradas de las jóvenes le daban razón; se posaban con simpatía en su elegante persona, admirando su irreprochable traje de verano, desde la corbata de batista clara hasta el barniz de sus zapatos amarillos donde se reflejaba el cielo.

      —Admitamos que Martholl sea una excepción y que se afana por vestirse para deleitar a sus contemporáneos; en cuanto a ustedes, déjenme darles un consejo, mis encantadoras amigas: preocúpense siempre de ser lo más hermosas posible; piensen en el placer que nos causan con un adorno feliz.

      —Platel, debía usted habernos prevenido; esto es una conferencia.

      —Seguramente...

      —Entonces, voy a servirle una taza de té en reemplazo del vaso de agua clásico de los oradores—dijo Diana levantándose.

      —Acepto, señorita, y continúo: observen ustedes cómo el vestido entristece o alegra una época: ¡la gente debía divertirse poco en la corte de Felipe II, bajo la austeridad del terciopelo negro! Y hay que convenir en que, a pesar de las escenas sangrientas de la Revolución y las cabezas cortadas durante el Terror, no nos horripilan estos espectáculos,


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