Incertidumbre. Hermine Oudinot Lecomte du Noüy
Revolución!—exclamó Mabel d'Ornay, simulando un temblor de espanto para acercarse al joven novelista.—¡Brrr! espero que ya no habrá jamás otra. ¿Acaso el pueblo necesita reivindicaciones? ¿No tiene todo lo que le hace falta?
—¡Oh, Mabel!—intervino María Teresa,—¡puede usted decir eso! ¡Hay tanta miseria todavía!... Me sorprende que todos los que se mueren de hambre permanezcan tan resignados y no traten de rebelarse contra nosotros, que disfrutamos de todo. Somos muy culpables hacia ellos...
—¿Culpables?... ¿culpables de qué?
—De preocuparnos muy poco de sus sufrimientos; nosotros, los burgueses, los ricos de hoy, no comprendemos mejor nuestro deber que los nobles el suyo antes de la Revolución.
—Yo soy de la opinión de Mabel—dijo Diana.—Me pregunto ¿qué otros privilegios podría reclamar el pueblo: acaso cualquiera, por pobre que sea, no llega, si tiene carácter y ambición, a ser rico y obtener todo lo que quiere? Mira, sin ir más lejos, Juan Durand a quien esperamos esta noche, es un ejemplo vivo del hombre del pueblo que sabe vencer; el porvenir es suyo.
—Ciertamente—repuso María Teresa con viveza,—pero debías agregar que el hombre del pueblo tiene que reunir a una inteligencia nativa, una suma de trabajo, de energía y de paciencia poco comunes, para llegar a una posición igual a la de Juan. Además, Juan tuvo la suerte de encontrar a mi padre quien lo dirigió y sostuvo.
—¿Quién es ese Juan?
—Un niño abandonado, que mi padre recogió en otro tiempo y que ha sabido adquirir en nuestra cristalería de Creteil, la ciencia completa de su oficio, sin descuidar sus estudios escolares. Con una rara facultad de asimilación siguió los cursos nocturnos y aprovechó toda ocasión de instruirse. Habla el inglés, el alemán, y actualmente es subdirector de la fábrica. Los obreros lo quieren, lo respetan y lo obedecen, porque sabe mandar con suavidad y firmeza.
—¡Pero ese hombre es un prodigio entonces!
—No se entusiasme, Alicia—dijo Diana;—un prodigio, quizá; pero seguramente un flirt imposible.
—¿Es feo?
—¡No, hasta es hermoso a su modo; no se le podrá reprochar que sea enclenque, por ejemplo! y a quien le guste las espaldas anchas y el busto poderoso... ha de agradarle. Solamente que es un hombre serio, severo y en sociedad no es amable, se lo prevengo.
—¿Por qué dices eso?—exclamó María Teresa, dirigiéndose a su prima con cierta vehemencia.—Las cualidades de Juan le dan tal valor, que no está bien imputarle como defecto lo que le reprochas. Está tan ocupado, que no tiene tiempo para tomar parte en nuestras frivolidades mundanas. Con su trabajo diario y su pensamiento absorbido por las cosas serias, no puede realmente tener el aire de un clubman.
—La señorita María Teresa defiende admirablemente a sus amigos—observó Platel;—esto provoca el deseo de aumentar el número de ellos.
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