Incertidumbre. Hermine Oudinot Lecomte du Noüy
agitaba el cerebro de Juan, estupefacto. En aquella misma hora, se asombraba de su suerte inverosímil, y en su corazón rebosaba la gratitud por los inmensos beneficios recibidos. ¿Y para demostrar su reconocimiento iría a pedir a su bienhechor la mano de su hija? ¡No! sería odioso, grotesco. ¡No, jamás confiará su amor ni al señor Aubry ni a María Teresa! Cualquiera que sea el destino que le reserve el capricho o la fantasía de la que ama, se consagrará a ella, en recompensa de la noble acción de su padre, que educó al hijo del pueblo, al huérfano pobre, con un esmero igual al que dedicó para la educación de su propio hijo.
Reflexionando de esta manera, recordando el pasado, Juan llegaba ante su pabellón, situado al borde del Marne. Era un pequeño chalet de grandes ventanas y levantados techos de tejas rojizas. María Teresa había sido casi su arquitecto, pues, cuando su construcción fue decidida, exigió que se copiase fielmente cierta casita pintoresca salida de la imaginación fantástica de Kate Greenway.
La noche huía, el día asomaba. El jardín dormido hasta hacía un momento, en el seno de las tinieblas, empezaba a revivir; por el cielo se extendía la argentina aurora de una finura de tonos exquisitos; los pájaros piaban débilmente, lanzando intermitentes cantos.
El joven penetró en su casita en busca de un reposo que calmase la agitación de sus pensamientos.
II
Pablo Aubry de Chanzelles había dicho la verdad cuando se comparó a Juan Durand. La impresión de piedad que sintió al contemplar al niño desgraciado, provenía en gran parte de que, como él, había conocido el abandono, el desprecio, la indiferencia y la miseria.
Su abuelo, Eugenio Estanislao Aubry de Chanzelles, soldado de Napoleón, al morir gloriosamente entre los hielos del Berezina, había dejado una viuda y ocho hijos. Esta numerosa familia demandó grandes gastos para ser educada y establecida. El padre de Pablo Aubry, último hijo del héroe de la campaña de Rusia, habiéndose casado muy joven con una mujer sin dote, no tardó en verse reducido a los más módicos recursos. Su naturaleza era delicada, y los tormentos de una vida difícil acabaron de arruinar su salud; luchó algunos años contra la mala suerte, pero la muerte lo arrebató pronto. Como todos sus esfuerzos habían fracasado, su familia se encontró, entonces, en una situación vecina a la miseria. Su mujer no le sobrevivió mucho tiempo; Pablo y Matilde quedaban huérfanos.
Estos niños fueron recogidos por un tío sin fortuna, quien, para mayor desdicha, era un inventor desgraciado que sólo se ocupaba en gastar sus últimos pesos en extravagantes combinaciones químicas. El oro desaparecía rápidamente en las retortas, y, al cabo de muy poco tiempo, se encontró en la miseria, así como sus pupilos.
Entonces fue cuando Pablo Aubry conoció días dolorosos. Su hermana Matilde pasó a un convento, donde tenían una tía religiosa; pero él tuvo que entrar de aprendiz: lo colocaron en una tipografía. Vivió penosamente, pues el oficio era demasiado duro para un niño poco preparado para el trabajo fuerte. Además, se hallaba en un ambiente hostil, bien diferente del suyo; le hacían pagar caro la blancura de sus manos y sus hábitos de persona bien educada. Cuando, por la noche, volvía a su casa, dolorido de fatiga, se encontraba frente a su tío, enloquecido y brutal, por el mal éxito de sus experiencias. Luego tenía que partir con este triste pariente su pequeño jornal y soportar todo género de recriminaciones.
Cuando el señor Aubry de Chanzelles recordaba esta época de su vida, en la que, débil y abandonado, no entreveía ninguna esperanza de salvación, sentía aún una viva emoción y se preguntaba cómo había tenido fuerzas para resistir aquellas noches de fiebre y los malos tratamientos.
Al fin, la dura prueba terminó; un antiguo amigo de la familia de Chanzelles, compadecido de la situación lastimosa en que vegetaban el tío y el sobrino, ofreció a Pablo un puesto bastante ventajoso en la fábrica de cristales de que era propietario en Creteil.
Pablo aceptó con alegría. Aquel trabajo le gustaba; se entregó a él por completo; teniendo la dicha de encontrar en el señor Bontemps, el amigo de su tío, un director inteligente y bueno.
Los inventos de su tutor, cuyas retortas ardían siempre, en busca de alguna quimera, habían familiarizado a Pablo con las preparaciones químicas; de manera que en poco tiempo pudo hacerse útil, y se hizo apreciar.
Acababa de cumplir veintiocho años cuando estalló la guerra de 1870, que hizo sufrir al país la vergüenza de las derrotas.
El señor Bontemps fue muerto en Gravelotte. A su lado, Pablo combatió valientemente. Pasada la tormenta, se vio que estos horribles acontecimientos, la guerra primero, y luego la Comuna, habían herido mortalmente la fábrica de Creteil. Los hornos estaban apagados, las construcciones se derrumbaban; habían recibido las balas prusianes y las balas francesas.
La familia Bontemps propuso entonces a Pablo prestarle una corta cantidad de dinero, para que tratase de poner la fábrica en actividad.
Pero la suma que se le entregó era tan insignificante, que el joven tuvo que vencer las más grandes dificultades. Empezó por encender un horno, y con dos obreros; él mismo se puso a la obra.
Los comienzos de la nueva cristalería fueron terriblemente penosos: los días de pago eran para el señor Aubry motivo de constantes angustias. Pero después de algún tiempo, los beneficios obtenidos por el incesante trabajo le permitieron construir un segundo horno, luego un tercero, y aumentar el número de sus obreros.
Finalmente, tuvo la suerte de descubrir un cristal mucho más blanco que el Baccarat, que, con un tallado hábil, producía reflejos de diamante.
Este fue el principio de una era de gran prosperidad para la fábrica. Llegó a tener una cantidad de demandas muy superior a la de la antigua casa Bontemps, y, entonces, el nuevo dueño se permitió emprender obras de arte. Se reveló ahí, fabricante de genio, creador de obras maravillosas; así en los vitraux, inspirados en las antiguas cristalerías, como en los vasos y bibelots de alto precio, de formas exquisitas, de coloraciones raras, sus creaciones obtuvieron éxito creciente entre los buenos conocedores.
Seguro de su porvenir, se casó. La mujer que eligió era hermosa, inteligente y buena. Con ella, la felicidad y la prosperidad de la casa se afirmaron, y no huyeron más del hogar del infatigable trabajador.
Hacía doce años que el señor Aubry disfrutaba de esta dichosa paz cuando encontró a Juan Durand. Se le presentaban de improviso sus propios sufrimientos, en el abandono y la miseria del chico. Todo el horror de los tiempos lejanos lo asaltó violentamente, y estos recuerdos dolorosos abogaron con elocuencia en favor del huérfano. El nuevo propietario de la fábrica vio, en este encuentro fortuito, como la indicación de una deuda a pagar a Dios en agradecimiento de su felicidad actual. La fisonomía franca del desgraciado niño le agradó, e hizo promesa de dar a Juan Durand la misma protección que él había recibido de su antiguo patrón.
III
De esta manera fue como Juan entró de aprendiz en la fábrica de cristales de Creteil. El señor Aubry lo confió desde luego al guardián del establecimiento, un viejo obrero inválido, cuya mujer, como no tenía hijos, aceptó gozosa la misión de cuidar al chico. Instalado así en familia, en una pequeña casita a orillas del Marne, Juan se aclimató fácilmente a su nueva residencia. Él, que conocía apenas el Sena, quedó admirado de aquel río que se ofrecía a su constante contemplación. Las hermosas campiñas que lo rodean, lo encantaron al extremo de apresurar la metamorfosis de su ser moral, hasta entonces incrédulo y rebelde. Un sentimiento de inmensa gratitud hacia su bienhechor, lo invadió; todas las noches, al acostarse, murmuraba estas palabras infantiles, a manera de plegaria: ¡Gracias, patrón!
Y dicho esto se dormía en plena felicidad.
Poco tiempo después,