Bajo el oro líquido. Óscar Hornillos Gómez-Recuero

Bajo el oro líquido - Óscar Hornillos Gómez-Recuero


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de los dos guardias civiles separaron su mente de aquel caso, quizá pensando que se trataría solo de un hecho aislado y que la Guardia Civil de la zona, junto con un equipo de la UCO allí desplazado, solventaría el caso con éxito. Las pruebas de ADN y las rodadas contrastadas fueron el objeto de los informes que llegaron a Salinas del Rosío, 33: un varón caucásico era el propietario del genoma que contenía la colilla, pero este no se correspondía con ninguno de los propietarios de las fincas. En el fondo eso era lo adecuado, a su manera, ya que bien cierto era que no tenían un sospechoso concreto, pero tenían, al fin y al cabo, el ADN de un posible asesino que podría ser de la zona o no, pero que ya estaba un poco más cerca de los investigadores. En cuanto a las rodadas de los automóviles, no todos los vehículos de los propietarios de las fincas habían circulado por la zona pocas horas después del crimen. Era lógico, ya que muchos de los coches eran turismos que los dueños tenían destinados a otros fines.

      Durante los siguientes días la Guardia Civil de Talavera de la Reina se dedicó a interrogar a todos los propietarios, en total quince, y a comparar las rodadas de todos sus automóviles con las de las fotografías del archivo de la UCO que Eduardo consiguió y que se mandaron desde Madrid a la provincia de Toledo. Los resultados que arrojaría esta investigación no serían muy concluyentes: de los quince propietarios de las fincas y terrenos colindantes, doce habían circulado por el camino del Bosque la noche y la mañana anteriores al crimen. El resto de rodadas que se fotografiaron pertenecía a otros automóviles, posiblemente vecinos de la localidad toledana y algún curioso que se acercara al lugar antes de que la Guardia Civil acordonara la zona y cortara el paso. En cuanto a las huellas que condujeron al ADN que contenía la colilla, tampoco pertenecían a ninguno de los dueños de las fincas. Naturalmente, la Guardia Civil pensó que podían pertenecer a algún vecino de Velada, en el mejor de los casos, pero solo era una posibilidad en la que pensar para facilitar las cosas.

      CAPÍTULO 7

      Tácticas mafiosas

      Una de las máximas de los cuerpos y fuerzas de seguridad de todo el mundo es pensar siempre que en el caso de un asesinato el culpable está cerca, muy cerca, de la víctima. Siempre hablando a nivel social, claro. Eso mismo es lo que estaba haciendo la Guardia Civil en Talavera de la Reina, que, tras haber interrogado a varios familiares de los dos jóvenes, se disponía a hacer lo propio con el que tiempo atrás fue novio de la desaparecida.

      Los comentarios que hiciera David en las redes sociales días atrás hacían ahora que estuviera realmente arrepentido. Su cabeza ya no podía más. Rememoraba todos los recuerdos: las tardes con Lucía, las salidas al cine a Talavera de la Reina y todo lo que compartieron juntos. Todo ello parecía desmoronarse de repente y el amor que aún sentía por ella se tornaba inexistente ante las preguntas que, como dardos, los guardias civiles le lanzaban.

      Desde el principio las sospechas habían recaído en su persona a causa de aquellas palabras por haberle dejado y por acercarse al otro chico. «¿Con Pablo? ¡Joder, Lucía, ya te vale!», le había dicho la primera vez que supo de ello, pero ese «¡muérete, hija de la gran puta! ¡Si no lo haces tú, te mataré yo!» sencillamente, al menos a corto plazo, le había condenado. Unas palabras que mancillaban todo lo vivido, todo lo pasado, y que daban al público la diana en la que centrar sus focos y, sobre todo, su ira.

      No habían sido fáciles los días en el pueblo para él: las miradas de la gente, los comentarios que llegaban a sus oídos y los de sus familiares y sobre todo los mensajes en el WhatsApp, en Instagram y en el Messenger. Verdaderamente, eran hirientes y en ningún caso respetaban la presunción de inocencia que toda persona tiene. En el caso de la Guardia Civil de Talavera de la Reina, los dos días que habían pasado desde la muerte de Pablo y la desaparición de Lucía eran una losa que cada vez pesaba más. Los carteles de la chica por buena parte de la ciudad y los pueblos aledaños, especialmente Velada, y la opinión pública de los medios, que martilleaba constantemente a los oyentes (que no eran pocos), hicieron que el capitán de Talavera de la Reina forzara un poco la situación y tensara los hilos. Por supuesto, David era el que más papeletas tenía. Solo faltaba analizar sus movimientos horas antes y después del crimen por su celular. Las antenas de telefonía pueden ser el mayor enemigo de los delincuentes cuando llevan un teléfono último modelo encima.

      —No nos lo pongas más difícil. Sabemos que eres tú —le persuadía uno de los dos guardias civiles que le interrogaban.

      Durante el interrogatorio, los empujones, collejas y pequeños golpes de todo tipo habían sido comunes por parte de uno de los guardias civiles. En cuanto a la sala en la que todo tenía lugar, era simple, sencilla: un enorme espejo por el que solo se podía ver desde el otro lado coronaba uno de los flancos. El mobiliario de madera y plástico, producto de la mezcla moderna de materiales, daba el justo confort a interrogadores e interrogado. Las blancas paredes eran el único punto inmaculado de aquel lugar, pues aquellos agentes tenían la encomienda de sacar del joven todo lo que pudieran, incluso usando una técnica de desgaste difícil de soportar para cualquiera.

      —Fuiste detrás de ellos con el coche de tu padre. Sabías de sobra a donde iban —le dijo el otro guardia civil.

      Los llantos del joven veleño de poco le servían. La luz de aquel flexo parecía llevar horas pegada a su cara. De haber salido de súbito a la calle, donde aún se disfrutaba de la medianoche veraniega de la ciudad, a sus pupilas les hubiera costado adaptarse a la poca luz tan de golpe. El tiempo ya no era para él un factor que tener en cuenta; tres, cuatro, cinco horas allí metido escuchando la misma cantinela.

      —¡No tienen nada y quieren que me coma el marrón! — salió de su boca al fin.

      Uno de los guardias civiles, en un acto que revelaba la pérdida de su paciencia, le tomó de la pechera de su polo verde, el cual era el único atisbo de esperanza en el joven de veinte años.

      —¡Mira, chaval, no me toques los cojones!

      —Tranquilo, Luis —le dijo el otro guardia civil, intentando posicionarse como poli bueno—. Deja al chico. Le cuesta entrar en razón, solo es eso, ¿verdad? —Se dirigió a David con una mirada que caminaba en la frontera de la mentira y la complicidad. Venga —continuó, sonando algo convincente—. Cogiste el todoterreno de tu padre y fuiste hasta allí. Tenemos las rodadas del coche. Coinciden con el de tu padre y él no pudo ser: tiene la pierna rota. Y tu madre no sabe conducir. Además, no tienes hermanos. Solo falta tu confesión.

      Entre sollozos el chico dijo:

      —¡Cogí el coche para ir a ver si estaban allí! —Y bajando el tono de la voz dijo de nuevo—: Pero no estaban.

      —¿Y a qué hora fue eso? —le preguntó el agente más político.

      —No recuerdo bien, pero sobre las once de la noche.

      El guardia civil que le inspiraba más confianza le dijo:

      —¿Llevabas el teléfono contigo?

      El chico seguía sollozando, aunque menos ahora. Se había desahogado, al fin y al cabo.

      —Sí —contestó.

      —Lo vamos a comprobar con tu móvil. ¿Te das cuenta de lo que podemos hacer si nos lo proponemos? Incluso interrogarte durante horas. Si nos vuelves a mentir tendrás que dar explicaciones al juez por ello —advirtió el guardia que había hecho el amago de agresión al chico. Al tiempo que le hablaba, sus ojos desafiantes buscaban sin éxito la mirada gacha del veleño—.¡Muy bien, chaval! Y para eso, solo cuatro horas y media —agregó el mismo agente.

      El guardia civil dio un fuerte golpe en la mesa y los dos agentes se marcharon de aquella sala de interrogatorios, la cual a simple vista se veía que había sido reformada hacía poco. El joven se quedó mirando el cristal que quedaba en uno de los flancos de la estancia. Sabía de sobra que más miradas le observaban a través de él.

      Fuera de aquella sala, lejos del oído de aquel joven con el polo arrugado, los agentes hablaron durante largo rato. No solo ellos, sino también su capitán.

      —Parece que dice la verdad —le dijo uno de los guardias civiles a su capitán.

      —Sí


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