Bajo el oro líquido. Óscar Hornillos Gómez-Recuero

Bajo el oro líquido - Óscar Hornillos Gómez-Recuero


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color marrón. Una mesa y unas sillas vacías, mezcla de hierro e imitación a madera, les indicaron el lugar que quedaba libre. Las miradas de los paisanos se clavaban en ambos y se sucedían los cuchicheos, mucho más cuando Eduardo fue al baño, que estaba en el interior del bar, y ella se quedó sola. Un hijo del dueño se acercó a su mesa y, mientras Eduardo volvía del baño, le dijo:

      —¿Tú qué quieres? —Era un joven delgado, con la piel algo pálida y bien vestido.

      —Un tinto de verano —respondió ella—. Y Eduardo no sé.

      El camarero respondió:

      —No, él ya me lo ha dicho dentro.

      Fue entonces cuando Eduardo llegó y quedaron los dos solos con su conversación.

      —Tío, qué movida lo de Velada. ¿Te has enterado?

      —¿Que si me he enterado? Estuve allí.

      —¿En serio? —preguntó alarmada ella.

      —Me mandaron el pasado domingo por la mañana.

      —¿Pero estás llevándolo o qué? —quiso conocer ella.

      —De momento no, pero nunca se sabe.

      —¿Pero se sabe algo ya o qué?

      —¡María! —exclamó él con cierto retintín.

      —¡Joder, Edu, tío!

      —No sabemos mucho. De todas formas, lo lleva Talavera. ¿Qué eres ahora, periodista?

      —Parece mentira que ocurran esas cosas —terminó ella.

      —¿Y Carlitos qué tal? —preguntó Eduardo para salir del tema.

      Se trataba del hijo de María, por supuesto. Desde pequeño se veía que era un niño diferente, y es que el autismo da la cara desde temprana edad. De un niño diferente a un niño tímido y de ahí a un incomprendido. El colegio se le haría cuesta arriba, pero su madre y también su abuela estarían para lo que necesitara: medicamentos, tratamientos, viajes a Talavera de la Reina a especialistas… Lo que fuese.

      —Está enorme. ¿Le has visto en las fotos del Face? —dijo María y Eduardo afirmó con un gesto.

      —Se parece un montón a tu hermano. Son como dos gotas de agua, joder —contestó tras el gesto el navalmoraleño.

      —Sí —dijo ella sin demasiada ilusión—. Los genes supongo.

      La vida de Carlos no era precisamente algo de lo que María se jactase, pero menos le importaba reconocer la similitud de su hijo con su hermano. Al menos eso parecía.

      —¿Y tu madre qué tal está? —preguntó el teniente.

      —A ratos, ya sabes. Días buenos, días peores… En fin. Sabes que mi hermano no ayuda mucho a su bienestar.

      —Por cierto, ¿dónde está? Porque ya salió de prisión.

      Ahora María parecía mirar a todas las mesas en derredor, como si las palabras de Eduardo fuesen carnada para los oídos de los que escuchaban. Dijo en voz baja:

      —Sí, hace dos meses que salió.

      —¿Y qué hace ahora?

      La curiosidad de Eduardo aumentaba para con alguien con el que ya no tenía mucho contacto, pero al que había estado muy unido en el pasado, en los años de instituto, antes de que cada cual tomase su camino, vías y sendas tan distintas y particulares las de los dos.

      —Siempre le gustaron los animales —contestó María—, así que tiene una rehala. De perros de caza, ya sabes. Bueno, además hace algunas chapuzas de albañilería.

      —Sabía que estaba aquí, ¿no?

      —Sí, pero tenía que reunirse con un propietario de una finca en Los Navalucillos, preparando la próxima temporada. Luego cenarán, se emborracharán… Ya sabes.

      Eduardo asintió con la cabeza. Los años de distanciamiento no alimentaban su entusiasmo a nada más. Tras una larga conversación de cosas del pasado, que parecían haber ocurrido hacía poco para ambos, Eduardo le pidió el teléfono de su hermano a María. «Probablemente, en los próximos días le llamaré», pensó.

      Eran las dos de la madrugada cuando ambos salieron del bar y se marcharon a casa. María había tomado algún tinto más de la cuenta. Sus pasos ya no eran los mismos que cuando llegó al bar. Eduardo se dio cuenta y la tomó de la cintura con levedad. Sus dedos aún permanecían sin rozar su blusa, como queriéndole decir que solo quería protegerla. Pero María no era consciente de esto, ni mucho menos, y su mente, que ya estaba en un viaje años atrás, no buscaba ningún pensamiento más.

      El corto viaje en coche hasta su casa constituyó un breve mareo para ella. Las luces amarillas de las modernas farolas que habían instalado en su calle revoloteaban dentro de su testa, confundiéndola aún más. Cuando el coche de Eduardo se detuvo, este no tuvo tiempo de reacción: literalmente, María saltó sobre él. Sus bocas entraron en contacto y era ahora Eduardo el que estaba confundido. En ningún caso esperaba un fin de noche así, pero tampoco le importó aquello, no cuando volvió a arrancar su vehículo para dirigirse a un lugar apartado. «Un camino a las afueras del pueblo será suficiente», pensó. Como una pareja de veinteañeros, como si hubiesen vuelto diez años atrás en el tiempo, así se dirigieron hacia donde las luces se separan de la oscuridad y se perdieron en la noche.

      María no podía creer lo que pasaba. Aquel chico por el que siempre sintió más que amistad estaba ahora besando sus labios mientras su mano se deslizaba por debajo de su ropa hacia su cintura. Ella solo podía agarrarse a sus hombros y dejarse llevar. De nuevo las ventanas del automóvil estaban bajadas, como sucediera en aquel Ford de Velada días atrás. Quizá no fue como ella había soñado, pero fue, y sin darse cuenta Eduardo estaba dentro de ella. Ese chico que tan joven se había marchado de su pueblo a vivir una vida de aventura que había desembocado en una carrera de éxito para, finalmente, crear un ambiente sentimental un tanto desarreglado. Por eso, por un instante le pareció estar con una de esas chicas de Madrid, una de esas que conoces una noche en una discoteca y a la mañana siguiente está en tu cama como si la conocieras de toda la vida. Pero no, María no era de esas chicas. María significaba mucho más para él. Era amiga, era compañera, era el rincón en el que sabía que se podía refugiar en cualquier momento. Siempre que quisiera iba a estar, aunque él nunca quiso recalar en esa casa de seguridad.

      —No puedo, tía —le dijo.

      —¿Qué? ¿De qué vas?

      —Verás…

      —¡No, verás no! ¡Me calientas y ahora esto! —interrumpió ella—. Llévame a casa ya, joder.

      Eduardo se la quedó mirando durante un breve instante para después colocarse la camiseta blanca que llevaba puesta y recomponer su postura en el asiento para disponerse a conducir. Verdaderamente, era difícil explicar a su amiga que no quería tratarla como a una de esas chicas, que ella era algo más y que si no tenía intenciones de nada más que sexo lo mejor era no continuar. Pero ¿cómo hacerlo cuando ella estaba tan…, sí, enamorada de él? Aunque había pasado mucho tiempo,él veía eso en sus ojos; veía cómo le miraba, escuchaba su respiración acelerada y sobre todo lo sentía. Era complicado de explicar, sin duda, para ella, pero también para él.

      CAPÍTULO 9

      Tomándole gusto a la indecencia

      La segunda vez siempre es diferente a la primera. ¿O es la primera diferente a todas las demás? Desde luego, en lo que se refiere a matar o secuestrar, esa regla sí se iba a cumplir, al menos esta vez. Los días de verano seguían su curso y ese final de tarde hacía gala de tan altas temperaturas en el centro de la península como sus predecesores. El nuevo asesino, de aspecto esbelto y gran talle, estaba acechando a su siguiente víctima. Esta vez otro pueblo, otra localidad, pero idéntico o similar resultado era el que él esperaba. Así lo necesitaba.

      Un


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