Bajo el oro líquido. Óscar Hornillos Gómez-Recuero

Bajo el oro líquido - Óscar Hornillos Gómez-Recuero


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terrenos de siembra destinados al maíz a un lado y por tierras baldías plagadas de matorrales al otro. Durante los dos días anteriores la joven había salido a correr por esa senda que, sin ella saberlo, tenía muchas papeletas para convertirse en su aciago lugar.

      Aquel rudo hombre se dispuso con su automóvil parado en uno de los márgenes del camino, un pañuelo en la cara y el gato elevador junto a una de las ruedas. Miró el reloj, un Casio sucio y con la esfera poco cuidada. Eran las ocho y media de la tarde, se estaba retrasando. ¿O ese día había descansado? ¿Tal vez cambiado de ruta? La intranquilidad empezaba a hacer mella en su pobre espíritu. Miró al horizonte. De nuevo un castillo se erigía solitario sobre las lejanas viviendas de la localidad toledana. Y es que esta construcción no quedaba eclipsada por la de Maqueda. Un enorme coloso que miraba tras su muralla con desazón al río, que otrora sirviera de foso natural a los defensores del mismo. Pero el ruido lejano de pasos hizo que el sujeto volviera de inmediato a su plan. Quizá hoy el ritmo de carrera fuera más lento. Se puso de rodillas al lado del vehículo y, frotando una de sus manos en los bajos, la utilizó después para mancillar su rostro con el seco aceite. Es posible que su depravada mente razonara que con ello conseguiría hacer creer a la joven su necesidad de ayuda, o tal vez utilizara esta artimaña para camuflar su rostro. En cualquier caso, mientras continuaba agachado con las rodillas en tierra, los pasos de la carrera de la joven se hacían más evidentes y audibles. Miró de reojo; era una joven de cabellos rubios, largos y algo ondulados. Su pelo estaba recogido para tal fin, el de correr al aire libre. Cuando estuvo a unos diez metros, el rudo hombre se puso en pie. La chica, que iba escuchando música en unos auriculares, paró el ritmo de su marcha y se quitó del oído uno de ellos.

      —Perdona. ¡Oye! —le dijo. Ella se detuvo en seco y le miró preocupada—. Perdona por el pañuelo, pero es para que no me caiga aceite cuando me agacho bajo el coche. ¿Me podrías ayudar? —le exhortó sin demasiado ánimo de que sus deseos se cumplieran. Más bien sonó a sugerencia.

      —Sí. —Fue un solo monosílabo el que la infeliz dejó salir de su boca.

      —Mira —añadió él mientras ella se acercaba del todo al vehículo—, tienes que poner el pie aquí para que el coche no se baje cuando me meta debajo. El gato es viejo y a veces falla, pero si pisas aquí no hay nada que temer.

      —Vale, sin problema —contestó la dispuesta y poco cauta chica.

      El gato estaba viejo, sí, pero en perfecto estado de funcionamiento. Además, su funcionamiento no era ese, el que el sujeto decía. No obstante, la joven ilusa se dispuso a pisar donde el hombre le decía. El gato estaba ya elevando el coche, próximo a la rueda trasera izquierda, y de pie y sin moverse la todavía niña hizo lo ordenado.

      —Espera —volvió él a hablar—. Necesito la llave inglesa.

      En todo el tiempo no se había bajado el pañuelo, el cual cubría casi todo su rostro hasta los ojos. El hombre fue al maletero y lo abrió mientras Laura, que así se llamaba la joven, esperaba, tonta de ella. Él regresó con la llave inglesa y caminando lentamente se puso a su espalda. La confianza de hacer todo con esa tranquilidad hizo que la chica no sospechara en ningún momento de lo que se le venía encima. Incluso cuando la llave impactó contra su cráneo, en la parte superior del mismo, no fue capaz de interpretar lo que ocurría. Simplemente se sumió en un forzado sueño. El pozo, junto con aquellos ruidosos perros, la esperaba. Solo unas gotas de sangre quedaron en el lugar. Unas gotas, pues la entrada de la joven en el maletero fue tan fugaz que no dio tiempo a nada más. Ni siquiera el aire, inexistente a esas horas y en esa estación del año, fue testigo.

      La conducción de aquel todoterreno, con ya muchos años y siempre embarrado, fue de lo más anodina; los vehículos que venían de frente por aquella enorme recta, camino de su nave y de su oculto pozo, eran no mucho más que sombras, fantasmas que apenas despertaban cambio alguno en los sentimientos de aquel hombre.

      «Raña» lo llaman los lugareños, pues son grandes llanos con tierra roja que miles de años atrás estuvo en las alturas, en los toledanos montes. Así, sin ningún gesto en su faz y con una chica recién secuestrada en el maletero del coche, se alejó sin remisión del lugar del delito.

      ***

      Un suelo mal encementado fue lo primero que Laura vio. Despertó atada de pies y manos y con un trapo en la boca. Su captor la llevaba sobre la espalda y lo primero a lo que atendió fue a intentar forcejear y evadirse físicamente de aquella situación. Pero era inútil; la fuerza muy superior del robusto hombre no dejaba dudas al respecto de quién era el dominador de la situación, amén de las ataduras que la privaban del movimiento. Laura escuchaba una jauría de perros ladrando fuera de aquella nave en la que acababa de entrar a la fuerza. Gemía tras el trapo que tenía puesto en su boca. Miraba de un lado a otro. Las paredes de ladrillo eran antiguas; las telas de araña entre los entresijos de las mismas daban fe de ello, como también las numerosas grietas entre briquetas y los desperfectos en las mismas. Algunas ventanas de gran tamaño (enrejadas, por supuesto) acompañaban la escena. En el techo, no menos sucias y vestidas con telas de araña, unas luces fluorescentes permitirían ver a horas intempestivas. Finalmente, el pozo, ese lugar que simbolizaba el fracaso, no menos ahora que su vida se dirigía hacia él sin saber si moriría o saldría airosa de lo desconocido.

      —Hola, ayuda… Hola.

      Una tímida voz femenina. Era Lucía, la chica de Velada, que sin saberlo esperaba a su compañera. El fornido hombre arrojó a su víctima al suelo como si de un saco de patatas se tratase. Un gemido, un leve dolor, nada más. Después, y desoyendo la voz de Lucía, que desde abajo preguntaba y afirmaba sin cesar, ató una nueva cuerda, que no era nueva, a la cintura de la joven y después a una estrecha viga de hierro algo oxidada y que hacía de soporte. Poco a poco fue descendiendo al pozo a la joven, que se retorcía dentro de sus ligaduras. Su recién estrenada compañera sería la encargada de desatarla. Durante varios segundos las figuras de los tres coincidieron en el espacio. Fue en ese momento cuando las mentes de las dos chicas empezaron a comprender vagamente parte del plan responsable de unirlas en tan nefasto destino. Lucía, en un alarde de egoísmo justificado, trató de escalar por la parte de la cuerda que quedaba por encima de Laura, pateándola así. Pero fue en vano.

      —¿Qué coño haces? —se pronunció la voz del hombre.

      Lucía, que había quedado sentada en el seco suelo de arena del pozo, comenzó a llorar y a gritar.

      —¡Hijo de puta! ¡Eres un hijo de puta! ¡Sácanos de aquí, cabrón!

      —Desátala y quítale la mordaza —imperó el captor.

      Lucía dudó de hacer caso a sus órdenes, desafiándole así por un instante, pero luego pensó en la otra joven y obedeció por ella. Cuando el cepo salió de la boca de Laura esta también lloró y, sin saber quién era su compañera, la abrazó. Al fin y al cabo ambas compartían distinto origen, pero el mismo destino.

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