Bajo el oro líquido. Óscar Hornillos Gómez-Recuero

Bajo el oro líquido - Óscar Hornillos Gómez-Recuero


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encontrado. Aunque es un chico corpulento, no le veo capaz de eso. De todas formas, que esté localizable —terminó ordenando tajante a sus dos hombres.

      CAPÍTULO 8

      Volviendo a los orígenes

      Eduardo recorría de nuevo aquella autovía. Solo habían pasado cinco días desde el crimen de Velada. La A-5 le conduciría de nuevo a su localidad de origen. Algunos olivos se vislumbraban a ambos lados de la vía a medida que se alejaba más y más de Madrid, ese Madrid que bien le había acogido, pero en el que no se sentía cómodo del todo. Aunque él no lo supiera y hubiese querido llevar el cauce de su vida por otro camino, en su interior aún respiraba el espíritu de quien labra la tierra, de quien es el primero en la compleja cadena de montaje que es nuestra sociedad. Su padre había sido agricultor toda su vida, hasta que ese dichoso cáncer se lo llevara una tarde de primavera, hacía ahora nueve años. Aquel Mercedes blanco era uno de los pocos recuerdos que le quedaban de él. Mientras ese mítico automóvil dejaba atrás más y más toneladas de asfalto, el castillo que siempre hablaba de su paso por allí le observaba en silencio bajo el sol del verano. Sus torres, las cuales adornaban la enorme muralla, hacían que la edificación se volviera más imponente por momentos. Había llegado a Maqueda y pronto estaría fuera de la autovía, rumbo, ahora por carretera, a Los Navalmorales, a sus recuerdos, a su infancia. Solo su madre esperaba en casa ya y al no ser muy frecuentes las visitas cada una suscitaba en ella más ilusión y aportaba a su ser un ansia difícil de entender para quien no ha sido madre. La carretera daba paso a más y más pueblos. El río Tajo quedó al norte de Eduardo y de su vehículo. Los campos estaban ya repletos de olivos a ambos lados de la vía mientras un tímido humo comenzó a alzarse en el cielo de aquella calurosa tarde de verano. Su pueblo ante él, sus recuerdos, su casa. Habían pasado tantas y tantas semanas desde que cenó en Navidad en casa de su madre…

      Sin duda, la Buena Moza se erigía, pero no solitaria. Y es que la torre de la iglesia de la localidad se hallaba rodeada de multitud de viviendas. Los tejados enrojecidos de las casas contrastaban con el techo pizarroso de la iglesia, la cual mostraba cuatro caras iguales y a la par distintas. Y allá al fondo, el edificio que otrora fuera casa de camineros, hacedores de destinos, una gran mole que parecía encalada en la distancia. Su maltrecha figura, corroída por los golpes del tiempo, miraba triste a la localidad que la acogía en sus entrañas. Mientras, Eduardo, que sin quererlo atravesaba ya las calles de su pueblo, se veía envuelto por la soledad que a esas horas de calor se respiraba por doquier. Calles y más calles vacías, pero que otrora lucieran el ambiente de un pueblo vivo. Parecía verse Eduardo jugando de niño, con sus amigos de la infancia, viendo gente de aquí para allá. Pero eso había pasado; tocaba el tiempo en el que tantos y tantos pueblos como el suyo esperaban una muerte que se iba prolongando más y más, haciendo muy doliente una agonía que no era más que la antesala de una muerte anunciada. Al fin su calle, estrecha y corta, en el barrio de Tierra de Toledo, y su casa, algo ostentosa en comparación con las viviendas que la rodeaban. Su padre tuvo la oportunidad de hacer un pequeño capital que invirtió con cabeza. Los grandes ventanales escoltados con rejas de forja fueron testigos de cómo el motor del viejo Mercedes, con el aire acondicionado ya reparado, se detenía junto a la puerta de su casa. La calle, una mezcla de cemento y canto rodado, sostenía los zapatos de piel del joven guardia civil cuando su madre salió a recibirle. Tras una bata de boatiné de color marrón, una mujer de unos setenta años y pelo blanco rizado salió a su encuentro. En realidad, ella había sentido el ruido del motor del coche. Sí, sentido era la palabra por aquí para hablar de escuchar u oír. Después de tantos años subida en él, ese sonido de motor era inequívoco, como también lo era la llegada de su hijo.

      —¡Pero bueno! —exclamó ella.

      —Hola, mamá. —Y un beso en la mejilla ni demasiado largo ni demasiado corto puso el punto de partida a su encuentro.

      Las explicaciones por la visita sorpresa que, por otro lado era gratificante para Rosa, su madre; la larga conversación que vendría después, mientras Eduardo dejaba su escaso equipaje, el cual traía en una pequeña bolsa de deportes, en su habitación; y, por supuesto, las comidas de mamá, algo que nunca se olvida y siempre se recuerda, sobre todo cuando uno está lejos y lleva tiempo fuera de casa. Todo estaba tal cual Eduardo lo recordaba: su cama parecía no haberse movido ni un milímetro del suelo, sus cosas, todo estaba igual. Por un momento le pareció tener de nuevo quince o dieciséis años, revivir la época en la que iba al instituto, cuando aún podía disfrutar de la presencia de su padre. Esa tarde era como un viaje organizado.

      Su móvil pronto sonó y el mensaje de WhatsApp no era de Madrid: «Anda que vienes a tu pueblo y no dices nada». Era María, una amiga de la infancia, la que le hablaba.

      «¿Y tú cómo sabes esa información, mariposa?». Así era como Eduardo, más correcto en su escritura, solía llamar a su amiga. Y es que lo suyo era mucho más que una amistad. Tiempo atrás, en los años de instituto, fueron pareja formal, pero eso había quedado ya muy atrás, y no solo en el tiempo. «Tu tía Carmen, ¿a que sí?», preguntó el joven navalmoraleño, conociendo ya el origen de la fuente.

      «Ya sabes, le encanta estar pendiente de todo lo que pasa por su ventana, y tu viejo coche lo ha hecho. ¿Un cubata esta noche?», continuó diciéndole María.

      La respuesta era obvia. Era para lo que había acudido a su pueblo, a descansar y desconectar de la rutina de la gran ciudad, y qué mejor manera de hacerlo que desinhibiéndose un poco. Esa noche una conocida terraza junto a la Buena Moza sería testigo del encuentro entre ambos. Dos besos, como protocolario saludo de nuestra cultura, pasaron a ser un profundo e intenso abrazo en la misma puerta de la iglesia, donde habían quedado. Las viejas y entregadas escaleras de mármol del templo fueron testigos de ello, de cómo dos almas alejadas en el espacio y el tiempo se encontraban.

      La vida de María de ningún modo había sido fácil. Un cúmulo de capítulos que conformaban un gran tormento, así se podría definir. Por su aspecto (una chica delgada, con cierto atractivo, pelo moreno y ojeras, por poner un contrapunto a su breve descripción) se diría que era una chica normal, del montón, y no solo en lo físico, pero su interior albergaba muchos, demasiados, monstruos. Su padre, un borracho que pegaba a su madre, había sido el pilar que brilló por su ausencia durante su infancia. Su muerte por cirrosis solo había supuesto un alivio para todo el núcleo familiar. Su madre, víctima de malos tratos durante años, necesitaba acudir varias veces al mes al psicólogo en Talavera de la Reina. Crucificada a base de pastillas, ya nunca volvería a ser la mujer que un día fue. Su fortaleza, su coraje y su valor se habían volatilizado, desvanecidos simplemente. Su hermano era un delincuente de poca monta: robos en viviendas, tráfico de drogas a pequeña escala y violencia de género con su expareja (había tenido un buen maestro) eran los éxitos en su haber. Algo demasiado común cuando se crece en un ambiente poco estable. Ambos hermanos eran de la misma edad que Eduardo. Bueno, María era un año más pequeña. Con todo ello, en un arrebato de rabia y falsa autosuficiencia, María tuvo la osadía y el valor de escapar a Madrid tras la muerte de su padre, pero pocos fueron los meses que pudo soportar vivir con tan pocos recursos en una ciudad tan económicamente exigente. Eduardo supo de todo esto mucho tiempo después, por lo que no tuvo ocasión de prestarle ayuda. De allí volvió al pueblo, pero esta vez no lo hizo sola, sino embarazada de un niño al que poco después dio a luz. Ya se sabe cómo es la gente en los pueblos y en este caso la cosa no fue nada diferente. Las habladurías de los vecinos de la localidad dieron que hablar durante algún tiempo, pero todo eso había quedado ya atrás. Carlos, que así se llamaba el niño, como su tío, tenía ahora cinco años y era el principal motivo por el que María y también su madre seguían adelante.

      Los escasos pasos desde la puerta de la iglesia hasta el bar de Jesús eran como caminar sobre rosas para María. Al lado del que fue su amor, su novio idílico en el instituto, todo era más liviano, mejor. Solo el parar para saludar a dos amigos, conocidos que hacía tiempo que no veían a Eduardo, detuvo ese tiempo sin palabras, sin decir nada, pero diciéndolo todo. Era viernes noche, así que la terraza estaba ciertamente poblada. Nada comparable a lo que Eduardo recordaba de niño: los locales hasta arriba de gente, los negocios abiertos y mucho más ambiente, pero era, al fin y al cabo, algo de lo que fue. La


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