La fragua de Vulcano. Ignacio Sáinz de Medrano
había reunido para hablar de recortes. Allí, en tercera fila, estaba José Aurelio, convocado por alguna razón incomprensible. En los dos únicos segundos en que apareció en pantalla solo tuvo ojos para él, alto, con la cabeza calva, puntiaguda y brillante, ese Mortadelo siniestro, con sus ademanes inquisidores de siempre, los gestos elegantes que le habían seducido hacía ya tantos años: el cuello estirándose sobre la camisa, como una jirafa encorsetada, la mirada buscando permanentemente algo, a un lado y a otro con una serenidad turbadora, las manos firmemente anudadas detrás de la espalda y los talones dando saltitos, como resortes, meneando el cuerpo con una espontaneidad tan estudiada que era, verdaderamente, espontánea.
Apurado y estremecido, bajó la cabeza porque sintió que José Aurelio lo miraba, que lo buscaba «¿dónde te has metido? ¡Deja de hablar con ese viejo y vente para acá ahora mismo, que te necesito! ¡La que se está liando por tu culpa!».
Antonio comprendió que el caballero de la sabiduría, con los ojos fijos en el televisor, no quería hablar más con él; sería entonces, concluyó, un señorito que no estaba para pobres, seguro que le había molestado con sus palabras, de modo que cada uno a su sitio, el cliente al suyo a leer sus poemas y hojear el periódico, porque aunque compre El País se ve que es un niño bien. Yo a lo mío, si tengo yo la culpa, se dijo mirando también a la pantalla donde muchos señores más bien gordos se agolpaban en un estrado delante de muchas banderas. Muchas banderas. Muchos señores.
—Bueno, no lo molesto más, caballero. ¿Le pongo otro café?
Entonces una voz aguda y quebradiza alanceó el aire desde la acera, desde la última fila de mesas de la terraza:
—Sí, jefe, póngale un cafecito y mí me pone otro, que los pago yo. Bueno, y le pago lo que haya consumido antes también, ¿no? Mire, mejor póngame un carajillo. ¡Muchas gracias!
El cliente ilustrado reconoció de inmediato a aquel hombre no muy alto, tirando a grueso. Vestía vaqueros planchados a raya, zapatos castellanos con hebilla, más bien desgastados y una camisa de gruesas listas azules que cubría con una chaqueta de pana marrón, abrochada forzadamente sobre la barriga. El pelo raleaba de forma homogénea sobre su cabeza, y ya se peinaba hacia atrás por obligación, melancólicamente engominado. Las patillas eran anchas y sin canas, pero el rostro estaba envejecido más allá de lo que recordaba. Las manos grandes, tendidas en los bolsillos con el pulgar colgando por fuera como en las películas de maleantes de barrio de James Cagney, eran sin embargo un gesto desconocido.
Mil años vinieron en un instante mientras se incorporaba, incrédulo, para saludarlo. La noche de los tiempos le devolvía a aquel hombre, transfigurado en español medio, en el bar El Timón de Torre Pedrera, mientras José Aurelio, que ya no aparecía en la pantalla, lo seguía buscando más allá de las ondas. El cuello corto y los años de mal comer habían producido la papada que siempre prometió, pero las arrugas y la cara embotada no habían borrado aquella sonrisa magnífica. Los ojitos brillaban detrás de unas gafas anticuadas y gruesas. Los brazos gordos y fuertes de siempre le prendieron de los hombros y lo agitaron como a un muñeco, como en los viejos tiempos.
—Pero qué hay de bueno, pero qué hay de bueno, don Alfonso Cárdenas Martínez —dijo Jose mirándole desde abajo como un peón contempla al alfil. Y se dieron un abrazo.
Su amigo había hecho su entrada a paso lento, mermado por una fuerte cojera. Su pierna derecha renqueaba sin remedio, con la cadencia imprevisible de un reloj cansado. Y a pesar de lo inesperado, parecía que Antonio el camarero era el único sorprendido.
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