La fragua de Vulcano. Ignacio Sáinz de Medrano

La fragua de Vulcano - Ignacio Sáinz de Medrano


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      LA FRAGUA DE VULCANO

      Ignacio Sáinz de Medrano

      LA FRAGUA DE VULCANO

      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

      © Ignacio Sáinz de Medrano (2021)

      © Bunker Books S.L.

      Cardenal Cisneros, 39 – 2º

      15007 A Coruña

      [email protected]

      www.distrito93.com

      978-84-17895-83-9

      Depósito legal: CO 559-2020

      Diseño de cubierta: © Distrito93/Kendra Springer

      Fotografía de cubierta: © AdobeStock/mdurson sonja spaxiax

      Diseño y maquetación: Distrito93/ Noelia Collado

      Fotografía del autor: © Beatriz Asenjo

      El autor quisiera dar agradecimientos especiales a: María Martínez, Jaime Cabrera, Pedro Gala Zapatero, Miguel Ángel Sanz Espinosa, María del Rocío Fernández Guerrero, José A. Herce, Pedro Alcalá, Dori, Irene Guzmán Huertas, Alex y Lidia, Roberto M. Barrueco y Alfonso Castañeda.

      Para Alina.

      Para quienes me ayudaron.

      NORTE

      Habrás estado pensando que las promesas de un caballero español siguen sin valer nada. En realidad ya lo creías en aquella época. Pues te equivocabas entonces y te equivocas ahora, ¿ves?, aquí estoy. Ole.

      Demasiado tiempo, chiquilla, te doy toda la razón; no tengo excusa, ya sé que prometí volver. Pero por muchas veces que me he decidido a venir, siempre se me ha ido pasando el momento, los días, los meses, y luego los años. Te lo juro que no te me quitabas de la cabeza. Pero hoy cumplo. Y eso que no ha sido fácil, ¿sabes? Me ha costado encontrar el sitio exacto, orientarme en estos campos llenos de cuervos y dar con el camino que lleva al lago, junto a la granja; aunque sigue con ese techo de calamina sucio, parece que la han pintado de otro color y ahora está nueva, reluciente, como del Ikea, difícil de reconocer. Los árboles no tenían hojas aquel día, además. Como te imaginarás no regresé a España tirando miguitas de pan, mi alma. Por cierto, ¿me puedes decir por qué ya está todo nublado, si aún estamos en agosto? Mira que seguramente no voy a tener la oportunidad de visitar este país nunca más y va a resultar que, al final, aquí no veré el sol lucir en mi vida.

      Me quedo con la impresión de la primera vez. Qué feo es esto, hija. Seréis de los más felices del mundo, pero pasar kilómetros y kilómetros sin ver una montaña, un valle, qué sé yo… con ese cielo de plomo, los terneritos paciendo aburridos, los grajos… Aunque más que feo, es soso. Lo único que os salva es que tenéis mar. Y eso que se lo espera uno bravío, un poquito como de galerna, ¿no? Pues no, hoy está llano como un plato; pero a pesar de todo le da a uno paz, así de tan monótono que es. Esta mañana, viniendo en el coche, ha habido un momento en el que, con la bruma, todo se confundía en una masa gris: la playa, el agua, las nubes, los prados al otro lado de la carretera. Y ha sido como si condujese, sin encontrar ningún obstáculo, hacia algún lugar sagrado, oculto tras la siguiente curva, como si algo, no sé, el final de algo, me estuviese esperando al cruzar la masa de niebla. Pero nunca llegaba: siempre había otro giro, o una colina tan suave que no la podías llamar colina, o un bosquecillo de pinos, o unos árboles preciosos que por cierto ya están empezando a amarillear. Estaba perdido en una especie de inmensidad pequeña hecha de granjas y vallas que iban apareciendo entre esta masa lechosa de nubes. He terminado cansado de tanta bruma, y justo entonces ha empezado a llover. Que si quieres caldo. Con el ruido del limpiaparabrisas se me jodió definitivamente la mística. Ya para colmo, al llegar a la ciudad el ruido de los ferris en el puerto se ha cargado el hechizo del todo, qué quieres. Soy del sur y todas esas idioteces que se cuentan, ahora, yo creo que son verdad. No somos mejores tipos que nadie, pero es cierto que nos hace falta el sol. Lo que te digo, no sé cómo esos estúpidos informes que salen en la tele dicen que sois tan felices. Bueno, son tan felices.

      No he venido a pedirte perdón, Anita. No tuviste que rechazarme. Mira que hacerme viajar hasta aquí pensando que al final habría un desenlace romántico, aunque algo exótico (qué novela de amor puede acabar bien en estas latitudes), y terminar a los dos días, por un quítame allá esas pajas, diciéndome que no querías seguir, que lo nuestro no funcionaba, que me fuera a un hostal, que podíamos seguir siendo amigos pero nada más que eso. Esas cosas no se le hacen a uno a miles de kilómetros de casa, hija. Y lo sabes. Bueno, en aquel momento no lo sabías, no tuviste reparos en dejarme plantado; ahora sí que te das cuenta. Has tenido tiempo para pensarlo. Ya no hay marcha atrás, qué le vamos a hacer. Cómo me gustaría que ahora pudieras decirme que me entiendes, ahora que estoy seguro de que has comprendido que cuando estoy enamorado no se me puede decir que no, hija. Pero eso no quiere decir que esté arrepentido. No lo estuve entonces y no lo estoy ahora. No te digo yo que no he pasado por malas épocas. Que lo he visto todo negro. Claro que sí, me faltabas, por supuesto que me pesaba haberme separado de tu vida, por muy triste y sosa que hubiera sido, por mucho que te la hubieras pasado fumando porros y acostándote con cualquiera hecha una pelandusca y todo eso, o a lo mejor comiendo toneladas de mantequilla y dando clases de español a los cuatro gatos que hubieran querido recibirlas. Pero qué quieres que te diga: lo hecho, hecho está.

      SUR

      La conciencia volvió en un fogonazo seco, y con ella regresaron los rostros de sus enemigos. Los pensamientos estallaron en un grito de luz blanca, sin tener la cortesía de demorarse en el estupor que suele seguir al sueño; ajetreada por el vaivén, la culpabilidad por los quehaceres pendientes y las excusas mal resueltas se instaló nuevamente en su cerebro aturdido. Se quitó los auriculares, y al abrir los ojos vio que su compañera de viaje agitaba una servilleta sobre él con gestos de nerviosismo. Sintió sus pantalones mojados, contempló una bandeja de desayuno recién servido en la que chapoteaba un líquido naranja y comprendió embotado que le habían derramado el zumo encima.

      Unos minutos antes, que habían durado como siglos, cuando por fin consiguió vencer a la angustia, había podido dormir: soñó que volaba. Con un suave impulso de los brazos su cuerpo despegaba del suelo y se elevaba hasta el techo, sustentado por una fuerza que él podía controlar a voluntad. Años después, desmadejado por los errores, se daría cuenta de que esa era la ensoñación más habitual de su vida: las ventanas abiertas de una casa le permitían salir con facilidad y remontaba por encima de las calles, hablando frívolamente a quienes pretendían asirle desde abajo, sin conseguirlo. Mientras su cuerpo abandonado oscilaba al compás del tren, él ascendió cada vez más arriba, sin inmutarse por el frío de las alturas, sobrevolando siempre azoteas, rótulos luminosos y antenas, casi nunca campos, montañas o cigüeñas. A veces perdía fuerza y bajaba lentamente hasta casi tocar el suelo; entonces un sutil movimiento de los hombros bastaba para volver a elevarlo. Todo era fácil, incluso en esos instantes en los que la magia parecía perderse. En algún momento su poder desapareció del todo y regresó despacio desde los algodones del sueño, planeando tranquilo hasta recuperar la verticalidad y depositar los pies en alguna parte, con el ánimo sereno y algo entristecido por el fin de su gracilidad. Camino de Málaga, en lo más recóndito y cálido de una sonata, su vuelo había acabado sobre un lago de agua fría, ácida y pegajosa en el que suavemente se estaba mojando los pantalones.

      —Discúlpeme,


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