La fragua de Vulcano. Ignacio Sáinz de Medrano
dormir. —le dijo sonriendo y por fin, tuteándola. «Señora Tortuga, o me voy a dormir con los reptiles que me persiguen o consigo imaginarme cosas contigo».
Ella le respondió cortésmente que cómo no, con esa sonrisa a media raya que se pone cuando no te gusta lo que te dicen y te tienes que joder, y él quiso cerrar los ojos pero antes estiró también el cuello en un gesto fingidamente natural; al hacerlo echó un vistazo involuntario al pasaje del vagón como buscando algo, y sí, se dijo aliviado, la mayoría eran turistas, jubilados, famosillos de la jet, algún torero, señoritos, todos atortugados, escondidos tras de sus carapachos de lujo, hechos de Rolex, de gafas de sol, de ordenador abierto, de periódico leído, de conversación banal, de llamada de móvil. Cualquier cosa vale para ocultarse, para verse sin mirarse, si pudieran se comerían pero ni siquiera lo saben, yo que soy también tortugo, que he sido un pequeño reptil entre los cocodrilos, repulsivo pero enano, un lagarto, una iguana, un bicho entre monstruos, yo lo sé bien. Déjeme dormir, galápago. Hágame el favor, señora-joven-no-tan-joven, no me invada, no me seduzca. En lo que quedaba de trayecto por fin durmió de veras, aunque no se privó de atormentarse de nuevo con sus pesadillas.
Al llegar a Málaga se despidieron en el andén con educación y hasta se estrecharon la mano. Él quiso resultar frío y ausente pero ella fue cálida y quizás sincera. Le dio una tarjeta: «llámame si de verdad lo de tu traje no tiene arreglo». Él ni siquiera había dicho su nombre. Resultó que era auditora. Fue un estúpido triunfo saber que al final no le había concedido más que una conversación sin sustancia, pero aun así se tomó la molestia de ir a los lavabos para hacer tiempo y no coincidir con ella en la fila de los taxis. La vio a lo lejos, desde la distancia concedida, introducirse en un Renault Laguna, pequeñita, frágil, valiente. Deseable.
En la María Zambrano el azar le deparó un día cubierto y un taxista calvito, rechoncho y locuaz. No esperaba una estación tan moderna, sino más bien un olor de infancia a mar que le hiciera olvidar todo, una salmuera en el aire, el tufillo de los cebos secos de los pescadores. Imperaba el humo de los tubos de escape de los autobuses y el cenizo y moderno aroma del asfalto gastado de una ciudad cualquiera. Para colmo el cielo anunciaba lluvia. El chófer quiso cargar los dos bultos de su equipaje en el maletero, pero a pesar de su insistencia él no se dejó desprender de su bolsa de deporte negra, que guardó a su lado en el asiento. A medida que la mañana se ennegrecía, amenazando con chubasquear de inmediato, más hablaba el taxista. Era de Larache, que es como decir que era de aquí pero en más pobre, el mismo clima, casi el mismo paisaje, las mismas motos trucadas, el mismo cambalache, «pero es que allí nos lo roban todo, oiga», le decía en un castellano simpático, pulido por los muchos años viendo Televisión Española en su casa y algunos meses trabajando en una plataforma telefónica vendiendo desde allí servicios de todos los colores a los españoles; pero aquello era una mierda y lo había dejado.
—Total que me vine para aquí. Si tengo que trabajar con ustedes por lo menos que les vea la cara, ¿no?
Se miraban de vez en cuando a través del retrovisor: el conductor se reía, con un deje de ironía entre los dientes rotos que él no pudo identificar: a veces parecía un tipo encantador, y otras cosía las frases con la violencia de un traficante de hachís. Si había resentimiento él no podía saberlo. Buscó, acercando la cara a la ventanilla, el cauce seco del Guadalmedina, el antiguo matadero, la ruta hacia el puerto, la aduana, los recuerdos que ingenuamente lo iban a redimir de su pecado. Pero no había nada de eso: solo goterones de lluvia y bloques, nuevos y viejos, que habían desnaturalizado el mapa de su memoria. Creyó que llegarían al Paseo de los Curas: del otro lado estarían la farola, la bahía, el Paseo Marítimo, los Baños del Carmen, el Palo. No ocurrió así: el taxista tiró hacia arriba y enseguida dieron con una autopista que él no reconoció y que los elevó por los montes, esos sí, los de siempre; la ciudad quedó atrás y él no pudo asirla con su melancolía, atrapar algo tangible que lo clavase a alguna realidad aunque fuese recordada, saberse parte de un lugar y de un sitio, ahora que solo era protagonista de aquel viaje descerebrado. ¿Tanto tiempo hacía que él no había vuelto? ¿Tanto había cambiado todo? Se animó a sí mismo pensando que tendría que continuar viajando hacia adelante: si Málaga no encajaba en sus recuerdos, el pisito no quedaba lejos y no sería tan diferente. Calmado por esa promesa de redención se dejó atrapar de nuevo por la conversación del joven conductor, que lo fue envolviendo hasta que finalmente volvió a incomodarlo.
—Usted no sabe lo que pasa ahí abajo, en Humilladero, por ejemplo, donde vivo yo, ¿no?
Él qué iba a saber del paro del cuarenta por ciento, de las familias empobrecidas, de comedores sociales, de los inmigrantes desarraigados; él solo quería llegar, ver de nuevo los montes reverdecidos, atisbar el mar tras la lluvia, hacerse tortuga, no enterarse de nada. No, claro que no sabía, más bien no podía sino pensar en la última conversación amenazante mantenida en la tarde anterior con José Aurelio, escuchar el tintineo negro de los hielos en su vaso de whisky, ver la flechita del ratón haciendo clic, tras tantas dudas, sobre la opción de formatear el disco duro. Pero el hombre (se presentó, Aboubaki, todos le llamaban Bobi) no podía parar. La barriada, cuando él había llegado, no era gran cosa. Ahora era un nido de pobreza, de indignidad apenas lavada por unos pocos subsidios y las pensiones de los abuelos. Le daba igual: a su mente volvían una y otra vez la llamada decisiva de Fernando Giménez, el de Intervención General, hacía solo dos días, las horas pasadas luchando para decidir qué hacer, y la noche en vela planificando una salida imposible, a todas luces absurda pero, a sus ojos, inevitable.
—Pero no se preocupe porque esto peta, ¿sabe? Yo bebo y fumo y no le digo si fumo qué cosas sí o qué cosas no, pero también rezo, una cosa no quita la otra, digo yo.
Ay madre, como decían ustedes, si le contara que algunos de sus amigos, que también se metían cositas como él, lo habían dejado de repente, y colgado en el armario las chaquetas de cuero y los vaqueros, y ya no se afeitaban, y ya no bebían nada de nada y solo rezaban y rezaban y rezaban… Alguno se había ido sin decir ni pío y no sabían a dónde. Y él, oiga, no quería saber.
Cómo puede ser, le dice, si eran de su misma cuadrilla, si se iban a la Feria de Málaga a Campanillas y a ligar y a pillar lo que fuera, y a emborracharse, si eran como de aquí, llevaban muchos más años que el tonto de Bobi. Los montes eran los mismos pero la autovía ya no recorría los pueblos que él atravesó despacio tantas veces, en el Symca 1000 del abuelo, sino que de ellos solo quedaban los nombres ceñidos en carteles azules y blancos, indicando las salidas adonde habrán confinado esos pueblitos lindos que ahora serán pueblorros alicatados y llenos de videoclubes cerrados, y bares, y pobres parroquias, destinados de nuevo a la nada como cuando la carretera no pasaba por ellos, la nada de antes incluso de que el tren de la caña llevara el progreso y se llevara el dinero de vuelta a la capital. En el bolsillo izquierdo de su chaqueta aún estaban las llaves de su casa de Madrid, que no había querido tirar como si, ingenuamente, pensara que algún día podría volver. Se echó la mano al otro bolsillo palpando inconscientemente su interior en busca del móvil, como si fuera a revisar mecánicamente sus mensajes, a leer las alertas de las noticias, como había hecho tantos años; sus dedos encontraron en su lugar el viejo reproductor de música y los auriculares, y entonces se acordó de que había tirado el aparato, aquella extensión carísima de su vida, a una rendija de las alcantarillas en un pobre gesto policíaco de madrugada. Al pensar dónde estaba y por qué se le revinieron las arcadas y la garganta se le llenó de un gustillo ácido y espantoso, pero hizo un esfuerzo para que Bobi no se diera cuenta.
Cuando tomaron la última salida de la autovía llovía cada vez con más fuerza. Parecía que al final del viaje no habría tampoco nada; ninguna redención. Jugando con la tarjeta de visita de Beatriz Aldama entre sus dedos le dio por pensar que a lo mejor la única salvación, imposible y efímera, hubiera estado en un remolino de cuerpos enredados en alguna habitación del Málaga Palacio.
PIEDRA
Mamá me sacó de la cama a gritos, porque en la cocina estaba esperándome el Champi. Aunque era lunes, me habían perdonado de ir a trabajar, y es que sabían que él vendría para las vacaciones, me dijo ella, y pensaron que estaría contento de saludarlo. Qué va. Yo estaba completamente dormido y no tenía ganas de nada. Además creo que mi primo