La fragua de Vulcano. Ignacio Sáinz de Medrano

La fragua de Vulcano - Ignacio Sáinz de Medrano


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de desastre. Aún tuvo que tener el ánimo de pedirle que le dejara usar el móvil, por favor, porque era urgente, se le había acabado la batería, y la mujer accedió aunque le indicó que justo enfrente tenía una tienda de telefonía. Mientras llamaba empapado a un cerrajero se fijó inconscientemente, sonriendo, en sus ojos azules, en su cara aniñada y pecosa echada un poco a perder, qué pena, y cayó entonces en la cuenta de que los adultos, los que tenían comercios, trabajaban en las tiendas o incluso barrían las calles, eran seguramente los chicos de su generación; ya no era el niño que la abuela Isabel mandaba a hacer recados al Río de la Plata, la mercería junto al mercado viejo, hacia el final de la calle. Todos en Torre Pedrera habían crecido, medrado o echado, como él, su vida por la ventana. Los chiquillos eran ahora otros y los de entonces no se habían quedado a esperarlo. ¿Podía ser entonces ella? Se habría teñido, entonces. La mujer le preguntó si no quería nada más; por cortesía echó un vistazo a la tienda y desviando la mirada pidió una bolsa de patatas, una lata de Coca-Cola y un sándwich envasado: al darle el cambio de los veinte euros se miraron fugazmente. Sí, seguramente era ella, y le vino a la boca el sabor de su lengua y su saliva. Él bajó la cabeza para meter el cambio en el bolsillo del anorak, mientras le decía adiós y gracias y la dependienta-fantasma le despedía con un lacónico hasta luego y volvía a sentarse en un taburete tras el mostrador para ver la televisión.

      Fuera, a pesar del diluvio, no hacía frío. Se apartó de la acera justo a tiempo para evitar que un motorista le salpicara todo entero y se acordó de aquellos años insensatos, cuando Paco el carpintero, ese chico que cada año tenía un dedo de menos a causa de torpeza, lo llevaba en moto desde Torre Pedrera hasta El Castillar, a pasar la tarde con su novia Antonia, que salía de servir; iban sin casco, petardeando los cuatro kilómetros escasos, eso sí, despacito por el arcén no fuera a ser que al niño le pasara algo, Paco, pero a él le parecía siempre que iban a mil por hora, cómo me dejaban papá y mamá hacer esas excursiones, yo tendría cinco años, sobre todo aquel día en que a la vuelta reventó una tormenta y a la moto no se le encendieron las luces y era casi de noche; estoy aquí de milagro, se dijo entrando de nuevo en el portal. Ya se compraría un móvil de prepago otro día. Se sacudió el agua y quedó esperando al cerrajero como un abrigo mojado en un perchero.

      —Mire usted por dónde, va a tener suerte —le dijo la pulga. Con una pequeña ganzúa y un poco de polvo gris que aplicó con un tubito, empezó a hacer ceder la cerradura con manos de sietemesino—. Deme su llave. Ahora tiene que entrar.

      La casa se abrió como un libro de páginas negras. Unos pocos rastros de luz entraban por las rendijas de las persianas del salón, así que hubo que pagar allí mismo, en el rellano, porque no encontraron los plomos a la primera. El cerrajero tenía prisa: al final no había tardado nada y debía amortizar todavía la mañana. No podía cobrar un bombín nuevo pero sí la urgencia, por lo tanto caballero son sesenta euros, que le fueron entregados por un par de manos comparativamente enormes. Se puso su chaqueta impermeable, que había dejado en el suelo del descansillo y le quedaba grande como una casulla, se caló una gorra de béisbol y se despidió con voz de tiple: «sobre todo no le vaya a poner grasa, tres en uno y esas cosas; se cargará la cerradura», aunque, ahora que le había dejado una tarjeta, en el fondo deseaba que la puerta volviera a obstruirse y su cliente la llenase de aceite, como hacen todos, para poder finalmente cambiarle el bombín. Le dejó la tarjeta para dicha eventualidad: Federico. Sus pasos de duende ni siquiera se oyeron al bajar las escaleras. Adiós, adiós. Cerró la puerta y una fina chapa de madera se interpuso por fin entre él y el mundo, como si nada ni nadie existiese más allá, como si todo hubiera terminado (bien sabía él que no, pero qué podía hacer por ahora). Se pasó la mano por las mejillas en un gesto nervioso, comprobando el rasurado del afeitado que aún había tenido el aplomo de hacerse de buena mañana en Madrid, buscando la aspereza de la barba.

      Se llegó hasta el salón para subir las persianas, que se doblegaron con un crujido. Comenzó a sentir el cansancio, el sudor de las axilas, el vértigo del disparate. Asomado tras los visillos ligeramente entreabiertos, con las maletas descuidadas en la entrada, no pudo evitar ponerse a espiar a la gente que seguía yendo de un sitio a otro, incansable a pesar de la lluvia y el día fallido de primavera. Nadie se habría fijado en la persiana abierta; pero de momento no deberían abrirse todas las de la casa, por precaución. En la acera de enfrente ya no estaba el Riviera, el único cine cubierto del pueblo, donde le conocían los acomodadores y el dueño, y le invitaban a ver los programas dobles de Cantinflas, la Vuelta al Mundo en Ochenta Días, un coñazo, y el Profesor, esa sí que le gustó. Una academia de peluquería ocupaba ahora toda la primera planta y arriba quedaba, tapiado, el ventanuco de la sala de proyecciones donde le dejaban subir de vez en cuando, en su calidad patricia de nieto de don Jesús. No se reconoció en el ajetreo de recados e inmigrantes. Solo las motos le susurraban a gritos que estaba en Torre Pedrera, una ciudad nueva construida sobre las piedras de la otra, ruinas sobre ruinas, pobreza sobre pobreza con una capa de oropel entre medias en los noventa, de tiendas de ropa de niño ahora en liquidación, de quiero y no puedo. Al menos Rip van Winkle había encontrado la misma taberna después de sus años de sueño. A él le habían dejado solamente los contornos de las calles y las fachadas de los edificios, y habían sustituido todo lo demás: niños por viejos, calor por lluvia, cines por peluquerías, mercerías por chuches.

      La casa no era tampoco la misma, aunque conservaba ese olor a polvo de casa cerrada que había al llegar en verano, y que la humedad ahora acentuaba. En la pared del salón se distinguía, tras el papel pintado blanco, el cerco de la puerta que una vez había comunicado la vivienda con el piso de los abuelos, y que hubo que tapiar cuando la vendieron. Aunque todo era básicamente igual, tuvo la sensación de ser suavemente rechazado, de no ser bienvenido, desconocido por un mobiliario mestizo de viejos aparadores, estanterías prefabricadas y muebles estilo bambú. El cuadro extraño, que mostraba en escorzo un valle de montañas peladas, surcado por un torrente frío, seguía colgado contra natura, como un recuerdo imposible de Escocia. La lámpara de bronce de la abuela, comprada en Melilla a precio de oro, se imponía pesada en una esquina, vestida con una pantalla nueva de pececillos rojos y azules, infantilmente inadecuada para su edad y su tronío. Sintió que la casa estaba maquillada, que los abuelos y papá y mamá se habían ido pero habían dejado su huella para siempre; que sus hermanos, sobre todo Luisa, habían ido reponiendo los desperfectos y la vetustez con enseres y motivos playeros, dejando por todas partes fotos de sus hijos encuadradas en marcos con forma de estrella de mar, de barquito de pesca, Carlitos en los columpios con mamá, Marina en la playa sentada en el regazo de papá (siempre fue su favorita, pensó con envidia). Ni rastro de Elena ni los niños. Nadie se había molestado, lógicamente, en recordar a los abuelos que esos nietos existían. Era una manera de decir que la casa no era suya.

      Quedaba, entre la sala y el pasillo, en un pequeño vestíbulo que daba a la habitación principal, la vidriera pintada: una especie de carabela que navegaba espléndida sobre borreguillos rizados de espuma en un océano imperial, recortándose sobre un cielo de azul profundo, tormentoso. Su abuelo Jesús lo llamaba «azul ultramar». El barco remontaba una ola mostrando la proa y el mascarón. En la esquina superior izquierda, el emblema de la familia materna, seguramente inventado, un simple escudo listado de azur y blanco coronado por un yelmo plateado y unas hojas de acanto. En la visera del casco Alfredo había dejado impreso sus dedos. Se había acondicionado un muro, encargado el diseño de la vidriera a la profesora de Bellas Artes del instituto del Castillar, quien había buscado el cristalero en la capital, supervisado el corte de las piezas y su ensamblado con plomo, y luego las había pintado durante dos días en los que la abuela instauró la ley marcial en el trayecto del salón al pasillo. Qué tendría la pintura que no se podía corregir, que era tóxica y no se acordaba de qué más. No admitía el error, ese era el orgullo y el riesgo de pagar un alto precio a la artista, que, pensó él examinando la obra a través de la penumbra, había hecho un buen trabajo.

      El último día Alfredito, pensando que estaba seca, aprovechando un descuido policial, la tocó. No hubo arreglo para aquel disgusto. Al trasluz, cuarenta años después, seguía su dedo, pequeño y eterno, sobre el escudo de la familia; los abuelos se habían ido a Madrid al jubilarse y nunca habían vuelto; habían muerto papá y mamá, a nadie le importaba ya el mérito de un barco vidriado, pero Alfredito estaría allí jodiéndolo para siempre, sería perpetuamente


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