La fragua de Vulcano. Ignacio Sáinz de Medrano

La fragua de Vulcano - Ignacio Sáinz de Medrano


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de varios años de disciplina y de cafés solos.

      Durante varios días ya duraba aquella tradición recién creada, la del paseo matutino bajo el sol de caramelo, de la satisfacción de no ser reconocido por nadie, del esfuerzo por sobreponerse al miedo y la obligación de olvidar el engrudo de miedo y angustia que lo había traído de Madrid, de la tarea autoimpuesta de no hacer planes. Era, por desacostumbrada, una extraña sensación, la de sentirse a refugio en aquel lugar abierto frente al mar, viendo a lo lejos los chalets envejecidos del Colladillo de la Marquesa.

      Si fuese un día normal yo tendría que estar ahora con José Aurelio, pensó mirando su taza aún hirviente, despachando los asuntos de su agenda, preparando la comisión de Educación del jueves, comiéndome sus mierdas, aguantando sus correcciones en los discursos que le preparo, siempre atusándose los cuatro pelos cuando me iba a dar la charla, con sus correcciones pretenciosas, «no me pongas tantas veces España, hoooombre, que parezco Don Pelayo; pon realidad nacional, o mejor, realidad ciudadana, o ciudadanía, eso, no me quiero meter en ese rollo de nación que no se sabe cómo va a terminar»; qué estará pensando ahora que no me encuentra, que se joda, Y luego tendría que ir, yo qué sé, a reunirme con la Junta de Vicerrectores o con la Fundación Cambrón, que seguirán pidiendo dinero a cambio de hacer la retrospectiva de Machado. Y atendería las putas llamadas de los diputados regionales, de los alcaldes, de sus asesores, de los periodistas que hacen su trabajo y de los que no lo hacen y telefonean al dictado de sus jefes en busca de un escándalo o de una noticia con la que se pueda hacer sangre, sobre todo José Luis, ese pijo insoportable de El Mundo. Y el corazón sobresaltado: «no me toques el presupuesto de la escuela de Enfermería, macho, que me joden vivo y nos joden las elecciones», «se me ha puesto en huelga el personal del Luis Vives, dime qué hago, tú has tenido algo que ver con los recortes», «¿pero cuándo terminamos las putas obras, por Dios? Ya nos han llamado tres veces de la radio hoy». Y luego más reuniones, y más mierda, y tendría que convocar una rueda de prensa porque lo del acoso de la alumna en la Complutense se nos ha ido de las manos, y yo ya no sabría ni lo que decir porque no tengo ni idea, vaguedades, llamaría al decano justo cinco minutos antes y el tipo que ni sé cómo se llama estaría exaltado, y con voz bronca más de militar que de profesor me diría que ellos no sabían nada, cómo iban a saber, y me pasaría la mierda a mí. Y después tendría que a ir a la décima reunión del presupuesto regional para el año que viene, a negociar con el cabrón de Jiménez, con sus gafitas de niño mono y sus corbatas de punto, que va de progre pero que corta donde no tiene que cortar, a llorarle para que no me deje la investigación hecha una mierda, y no me haría el tipo ni puto caso porque yo no valgo para eso, qué voy a negociar si no tengo nada que ofrecer a cambio; total si José Aurelio ya sabe que en las regionales sale por la puerta porque ha caído en desgracia, aunque le pondrán de diputado en el Congreso y a mí que me jodan. Ahora estaría, qué sé yo, en el coche hacia la Asamblea royéndome las uñas, tosiendo por las náuseas, para hablar con Lucas del programa de las elecciones, pero qué programa, cuántas becas más, y cuántos profesores más imposibles de pagar, si lo único que hay que hacer es intentar que esto aguante, que parezca que la cosa resiste aunque no haya un duro, y Lucas me diría que no, mirándome fijamente con sus ojos azules, como si solamente los ojos azules dijeran la verdad, que no hombre, que no, que nosotros no somos iguales, que hay una política progresista y otra que no lo es y que tenemos que hacernos notar porque si no nos pasan por encima, y la gente nos pide que no seamos los mismos, que no digamos lo mismo que todos los demás, pero no tenemos un chavo, Lucas, pues da igual, muchachote, habrá que sacarlo de debajo de las piedras, tendrás que ir a discutirlo con Jiménez.

      El viento se levanta apenas, pero basta para que a un viejecito alemán, encogido y aligerado del peso por los años, se le vuele la gorra de la cabeza blanquecina y repeinada. Él salta caballerosamente de su silla, la recoge del suelo y se la entrega, danke schön, de nada; el anciano se la vuelve a poner y sigue su paseo arrastrando sus pantalones de loneta y su cazadora beis claro con dignidad de europeo.

      El aire se ha llevado volando, por unos momentos, ese mundo que parece tan lejano y que sin embargo era la realidad total, la única existente hasta tan solo unos días atrás. Progresivamente la angustia, que le ha estado despertando por las noches, el permanente cálculo de sus opciones de huida, la obsesión por las decisiones que hay que tomar sin demora, la agónica conclusión de que todo acabará de manera absurda, desaparecen durante espacios cada vez más largos en las mañanas de la cafetería hasta que estas se convierten en un balneario mental, en una pereza del miedo. Las ansias se han vertido en algún desagüe desconocido del cerebro, a base de sol, paseos y cafés con leche, sin que él haya hecho ningún esfuerzo deliberado.

      Algo parecido a una conciencia de sí mismo, algo que le recuerda a lo que fue y quizá siga siendo, ha ido surgiendo con las brisas límpidas y los horizontes abiertos del paseo marítimo. El mar se le ha abierto como un lugar sin frontera donde los ojos pueden perderse sin pensar en nada concreto, donde se podría nadar y nadar y nadar como el abuelo Jesús y llegar hasta África. Las corrientes reverberan bajo la luz ardua y sana del Mediterráneo, hendida aún en diagonal sobre las olas, ofreciéndole un espectáculo que estaba perdido, no en su memoria (hubo Cancún, hubo Mallorca) pero sí en su alma. No es libre, está lejos de serlo, pero en esa terraza, en esos momentos, sentado sobre la silla de aluminio donde cientos de turistas han visto el mismo paisaje, la misma corriente solar, solo hay ráfagas de aire fresco que rascan sus tobillos y sus mejillas, no hay nada más que párpados que se cierran para dejarse atravesar por la luminosidad urgente de las olas, haciendo chiribitas cuando los ojos se abren para volver a leer el periódico. Como si aquel lugar le perteneciera y lo protegiera, como una muralla de espuma, como si aquellas palmeras y aquellos bares nuevos no existieran y él estuviera allí en la playa, cuarenta años atrás, ceñido por el sol, rodeado de su familia pero sobre todo en su propia compañía, la de sí mismo, aquella forma de ser balbuciente pero segura que él fue, a cubierto de todos los miedos de la vida, navegando solamente los riesgos de las corrientes, preocupándose solo de ser él mismo en ese minuto, en ese lugar.

      ¿Por qué Torre Pedrera no le gustó nunca a Elena? Ella tampoco era de una familia con pretensiones, pero por alguna razón no quiso aclimatarse al piso pequeño y viejo aunque (le parecía a él) acogedor, donde había sitio para todos, con la suegra cocinando a todas horas y el suegro tranquilo sin dar la tabarra, ocupándose con gusto del nietecillo. Claudia ni siquiera llegó a conocer esta playa; se lo negaron, me lo negaron, y yo accedí. La mala semilla ya estaba sembrada de antes; no fue el trabajo ni mis amistades ni la política, esa vino mucho más tarde; algo no iba bien cuando la encontraba a veces después de subir de la playa, llorando seco, balbuciendo un malestar que no quería explicarme, hasta que una primavera, cuando yo empezaba con los preparativos del veraneo, me dijo que ya no quería venir más. ¿Era el ruido, el calor? ¿El carácter de los andaluces, su acento morisco de siglos, que tenía casi que traducirle cuando le hablaban? ¿Mis padres? No quiso darme explicaciones. Apenas recuerdo las broncas estúpidas, educadísimas, que vivimos en los dos años previos a la ruptura. Pero aquella fue enorme: en aquel merendero del Pardo, rodeado de ciervos y domingueros, mientras Carlitos corría entre las mesas, ella dijo mirando para otro lado que no quería volver a Torre Pedrera de vacaciones, que fuéramos buscando otros sitios y tal. Fue la única vez que monté un espectáculo en público a alguien en mi vida. Para compensarme, por la noche ella me ofreció su cuerpo, hicimos el amor; yo me dejé llevar como un cabestro.

      Porque si le hubiera gustado, todo habría sido mejor. Habríamos seguido viniendo, nos hubiéramos comprado al final un pisito pequeño pero no mezquino, para los cuatro, con sus paredes blancas, sus cuadros modernos, su estilo madrileño. Así nos hubiéramos evitado tener que turnarnos las quincenas con mis hermanos, los traspasos de llaves y de bombonas de butano y de quejas y de desperfectos y de reproches. Más cerca de la playa, para darles gusto a los niños; incluso con piscina. Ella no habría llorado en aquel cuarto con cuadros de arlequines horribles que no sé por qué nunca quitamos, y que siguen ahí pavorosos. Si ella me hubiera seguido en esto, a lo mejor yo la hubiera acompañado, quién sabe, quizás la falta de confianza prendió aquí, llorando sobre esas colchas de cuadros escoceses absurdas y ásperas, las mismas sobre las que duermo ahora y me despierto enfebrecido, yo creo que están infectadas de ácaros y nunca se han lavado. Quizás si yo no hubiera sido egoísta


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