La fragua de Vulcano. Ignacio Sáinz de Medrano

La fragua de Vulcano - Ignacio Sáinz de Medrano


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puedo extrañarte aquí, donde no quisiste dejar ninguna raíz de tu alma, no quisiste reír sino llorar bajo los arlequines. Torre Pedrera me protege de mi fracaso contigo porque, aquí, en esta cafetería, es como si no hubieras existido. Como si mis hijos fueran el fruto de algo casual, de un encuentro que ocurrió pero que no pasó de verdad, y vivieran existencias paralelas, en un mundo en el que no hay Torre Pedrera, no se encuentra ese lugar en el mapa, ni cuartos con colchas ni quincenas por turnos, y yo no puedo extrañarlos porque en esa vida, en realidad, yo siempre he estado aquí, y nunca allí, donde tú has querido quedarte.

      —¿Demasiado caliente, jefe? —El camarero, que está limpiando la mesa de al lado con desgana, lo saca de su ensimismamiento.

      —No, ya se puede ir bebiendo, muchas gracias.

      CORDERO

      No comprendo el ajedrez porque no tengo paciencia. Me enseñaron las reglas en el colegio, en un día que parecía fabricado a propósito para eso: para jugar al ajedrez. Fue hace ya un par de años, llovía a mares y los más torpes estábamos contentos porque no habría gimnasia. Pero algún listo (seguro que fue el Patas, el subdirector) había visto las previsiones del tiempo con anticipación y se había sacado de la manga una jornada de iniciación a un nuevo deporte. Porque resulta que el ajedrez es un deporte, a pesar de que nunca se haya visto sudar a nadie moviendo los peones. La cosa es que habían preparado la sala que se utiliza para la clase de música, y la habían llenado de mesas, sillas, tableros y cajitas de madera. En la pared habían colgado una lona de plástico con una cuadrícula negra y blanca muy bien pintada, enorme, y arriba un letrero «Jornada de Ajedrez de…». El nombre del pueblo lo había escrito el Patas en un par de cuartillas de papel pegadas con celo, a trazos gruesos de rotuladores de varios colores. Horroroso. Más que una exaltación de un juego tan supuestamente noble, aquello se parecía más a un torneo de payasadas infantiles. Pobre Patas, qué manera de cagarla. A nadie le interesaba lo más mínimo. Para colmo al fondo estaba el presidente del club de ajedrez de Torre Pedrera, un señor muy alto, muy delgado y muy entusiasta, que nos explicó las reglas con paciencia y muchos diagramas mientras se ajustaba sin parar una corbata negra con alfiles que se había puesto para la ocasión. Con el alboroto y la rabia por haber perdido la oportunidad de disfrutar de una hora sin hacer nada, como debería ser cuando llueve y no se puede salir al patio a hacer deporte, y como era también de esperar, no entendimos nada, ni seguramente hicimos ningún esfuerzo. Nunca hacemos un esfuerzo por entender nada, lo mismo da Euclides que el descubrimiento de América, o las reglas más básicas que nos permitan un día escribir con un poco de decoro a la cofradía de pescadores o a la cooperativa del Valle de los Remedios a pedir algo, o a aprender a contar lo que nos roban con cada cargamento de habichuelas que se carga para Francia.

      Las piezas se volcaron en las mesas en un estruendo de guerrita pequeña de madera, con ejércitos chiquitos que se disponían a luchar en sus campos de batalla tan reducidos. Estrategia, guerra psicológica, anticipación, análisis, nos repetían el tipo de la corbata y el Patas. Y yo solo veía muñequitos para adelante y para atrás, saltando unos encima de otros, atropellándose hasta matarse y volver a su cajita de madera. Absurdo. No me imagino al Pepe y a Matallana arreglando el odio que se tienen, el rencor que se profesan sus familias, en una partida: al rato se clavarían el tablero de pico hasta hacerse una brecha, y se darían de piñazos con las manos llenas de fichas, para hacer más daño. Al perdedor le llenarían la boca de piezas y se las harían morder con la lengua rota antes de que llegase alguien a separarlos. A eso es a todo lo que llegará el ajedrez en este colegio.

      Nos hicieron echar unas múltiples: dispuestos cada uno en una mesa, el subdirector y el señor de los alfiles pasaban delante de nosotros jugando un movimiento cada vez; luego pasaban al jugador siguiente. De un vistazo sabían lo que había que hacer y nos dejaban en pelotas en cinco minutos. Bueno, tres minutos, lo que tardaron en hacerme un «mate Pastor» en tres jugadas, como me explicaron luego. Mis soldaditos se quedaron pasmados mientras me clavaban el alfil como un cuchillo, abriendo una herida por donde entró la reina. Nada de batalla, nada de nobleza: una muerte rápida y sin bajas. Por eso siempre le he dicho que no a Champi cuando me saca el tablero en casa de la tía Agustina. Con la de cosas que hay que hacer, no me voy a sentar delante de su cabezón para ver cómo pone los codos pensando, mirando las casillas como si le fuera la vida, sabiendo como sé que me va a machacar. La única vez que consentí duré cinco minutos y me enfadé. O sea, otra vez tres minutos. Me mató en tres jugadas. «Jaque mate Pastor, Bolo». Otra vez lo mismo. Se vayan a la mierda todos, el Patas, el Corbatero y mi primo, con sus jaques y sus reinas y sus batallas civilizadas.

      Por eso hoy no me ha hecho ni caso cuando he ido a saludarlo, obligado por mamá. «Hace ya dos días que vino de vacaciones, ¿y no vas a ver a tu primo?». Mala leche tiene la señora. Tampoco ha venido él, ¿no? Y no ha venido porque debe de llevar los dos días jugando al ajedrez con el vecino de arriba. Buena manera de comenzar el verano. Que te encierres en casa con las fichas porque llueve, vale, pero con la calorina que cae, no entiendo, si el día está de playa, hombre, y papá me ha conseguido una cámara de tractor que es cosa buena. Pues no. Allí estaban los dos, con los coditos en la cara (el chico mucho más nervioso que mi primo, eso sí, no hacía más que mover las rodillas), con las piernas debajo de la mesa camilla, que tenían que estar abrasados. Un café con leche para cada uno y unas magdalenas que les había puesto la tita. Mejor me hubiera ido a trabajar con padre a las huertas. Qué estampa. Como dos viejos.

      Ganó Champi, que tiene mala leche y concentración cuando quiere. Como cuando mató al gato hace tres meses, en Semana Santa. Al otro no pareció importarle mucho perder. Es bastante más alto que nosotros aunque tiene por lo visto un año o dos menos. No me quedé con su nombre pero me parece que a este le ponemos un mote en cuanto se descuide, porque tiene una mirada como de cordero, aunque al mismo tiempo sabe que es guapo y vence su timidez con encanto. Al acabar la partida nos dimos la mano y no debió de gustarle cómo mis callos estropajosos se frotaban con sus dedos finitos y suaves. Para mi sorpresa, decidieron volver a la mesa a jugar y me dejaron allí plantado, mirando. Yo pensaba que aún se podría ir a la playa, pero los dos me respondieron que preferían echar la última. Así que me quedé como un espectador lelo. La tía Agustina entraba y salía sin parar del salón, fingiéndose la ocupada y echando miradas de reojo. Quizás pensaba que así se enteraría de algo. Los segundos entre jugada y jugada se me hacían eternos, y me fui a la cocina a buscar algo de comer.

      La tita me hizo un bocadillo de pan con mantequilla y sucedáneo de chocolate. Me enteré por ella de que este chico es el nieto de sus vecinos de abajo, que son de Madrid o por ahí pero llevan ya casi veinte años viviendo aquí. El abuelo es funcionario, por lo visto, y trabaja en el ayuntamiento con un buen puesto. Y todos los veranos vienen los hijos a veranear con sus niños. Debo habérmelos cruzado muchas veces en el rellano de Champi pero no me suenan de nada; somos invisibles a los turistas, vienen aquí a tomar el sol como si esto les perteneciera de toda la vida, pero a nosotros ni nos miran. Somos como bichos raros, cuando los extraños son ellos. Pero este corderito, le ha dicho la vecina, está muy pegado a sus faldas y ha pedido venir en cuanto han acabado las clases, sin esperar al resto de la familia. Lo recogieron en la estación de tren hace hoy una semana, justo cuando paró el terral que nos tenía locos de calor y de asco. Parece que prácticamente no ha salido de casa porque sus antiguos amigos, que vivían al otro lado de la calle, se han ido a vivir a Valencia y no se sabe si volverán por aquí de vacaciones. Así que a la señora le ha dado pena, y el otro día le dijo a mi tía en el mercado que si no le presentaría al sobrino suyo. O sea al Champi. Todo esto me lo contaba la tita muy orgullosa, sacando los dientones de la risa, «Agustina, me harías un favor enorme porque el chico no sale de casa». Porque los de abajo tienen más dinero, al parecer, pero no se lo gastan. Y para ella es un triunfo que le deban algo. Bueno. Orgullo de pobres, me imagino. Ha resultado que el ajedrez les gusta a los dos, mira por dónde. De modo que me fui a la calle a dar una vuelta mientras terminaban. No soy de dar paseos pero tampoco soy de los que aguantan encerrados en las casas cuando es de día. Menos mal que tenemos patio en casa. Y el mar justo enfrente. Si no, me volvería loco.

      Me senté en el rellano del cine Riviera por el fresco pero enseguida el encargado me echó de allí. Mala sangre tiene Paco. Aunque no es el camino más directo para la casa del Champi me gusta seguir por la carretera


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