La fragua de Vulcano. Ignacio Sáinz de Medrano

La fragua de Vulcano - Ignacio Sáinz de Medrano


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delirios de grandeza del abuelo Jesús. Él pasó la mano por encima del yelmo estropeado, poniendo sus dedazos de hombre crecido sobre la huellita de Alfredo, y lo echó enormemente de menos. Abuela Isabel casi lo mata: llegó de la cocina con un cuchillo de cortar pescados, echándose las manos llenas de escamas a la cabeza al ver el estropicio. Sus gritos fueron, sin embargo, acordes al temperamento de aquella mujer bondadosa: más bien unos lamentos en voz alta. Fue corriendo al teléfono a llamar a la artista, que le confirmó lo ineluctable del destrozo: no había nada que hacer, la técnica utilizada no admitía retoques. Abuela sacudió a Alfredito por los hombros y los dos quedaron llenos de lentejuelas de pez y lágrimas de disgusto y de miedo.

      Removido por ese dedito, volvió al salón y sin saber por qué se tumbó en el suelo, tal cual, justo enfrente de la televisión. Como hacía cuando era niño y quería refrescarse en las tardes calurosas, después de la siesta, mientras veía los dibujos animados o el «Superhéroe Americano». Ahora la tele era plana y él se daba de cabeza contra el sofá: toda la casa había empequeñecido. Pero se quedó allí a pesar de la incomodidad, adormilándose, sintiendo que el frío debajo de la ropa era en realidad un recuerdo cálido, verdadero, el único momento en el que sintió, en todo el día, haber llegado a alguna parte.

      En el sofá habían quedado la maleta y las bolsas: la negra de deporte y la del pequeño supermercado. Desde el suelo buscó, tanteando con los brazos echados hacia atrás, la comida y la lata de refresco; con obstinación se las arregló para comer y beber todo aquello tumbado en el suelo, mirando tranquilo las baldosas oscuras, adivinando en los dibujos blancos las siluetas de caballos, peces y rostros inquietantes, recomponiendo las figuras que al principio parecían solamente nubes hasta convertirlas en viejas brujas o gordos calvos con verrugas. Las brujas y los gordos calvos con verrugas, los rostros retorcidos que ya lo estaban buscando cuando vieron que no había acudido al trabajo ese día.

      CABRA

      Hay un buen trecho hasta Benarroya. Otras veces hemos ido andando, pero hoy hacía calor y no había ni una sola nube, así que decidimos pillar la Alsina. Son solo cinco minutos de autobús pero bueno. Champi había dejado pasar un par de días, por prudencia, y se presentó el miércoles como si nada, pensando que yo ya no andaría enfadado. No lo estaba, pero sus risas como que ofendían, y yo callaba. «Estoy de luto», me dije. Era absurdo, no se puede estar de luto por un gato. Es que es la primera vez que me duele la muerte de alguien. Bueno, el gato no es nadie, por supuesto, pero la cosa es que estaba vivo. No conocí a los abuelos, a ninguno, porque cuando murió el último yo tenía cuatro años y ya ni me acuerdo de lo que me dijeron. Que hoy no se podía jugar porque la abuela Francisca se había ido al cielo, supongo. Mamá anduvo de negro, supongo, durante un año. Habría misas, supongo. Yo no guardo memoria de ese dolor, es imposible, supongo. Pero la foto de la abuela Francisca y su marido, el abuelo Antonio, sigue puesta en el salón, con un lacito negro y polvoriento que no han debido quitar desde entonces. Y mamá no viste de negro sino de gris, por lo menos en casa. Ya dura la cosa. Mirando por la ventanilla del Alsina pensé: «luego te pones una camiseta negra por el gato», y eso me hizo gracia. Entonces le dije al Champi riéndome: «te perdono», y él, que le perdonaba de qué, chiquillo, de qué lo iba yo a perdonar, maricón, pero como yo no paraba de reírme nos empezamos a dar manotazos y a decir tontadas y a partir de ahí ya nos reíamos los dos y no paramos hasta bajarnos en Benarroya.

      Champi tenía instrucciones muy estrictas de su madre: tenía que visitar a la tita Dolores, no podía dejar de hacerlo, darle recuerdos y además llevar una carta de su parte. Es la hermana mayor y con la que mejor se lleva. En realidad nuestras madres no hacen muchas migas, por culpa de la mía: cuando hacen reuniones las cuatro, en verano, mientras las otras tres se ríen con sus cosas, se queda seria, como si el asunto no fuera con ella, o peor, como si se estuvieran burlando. Entonces se pone tiesa, aprieta las piernas en la silla y mira para otro lado, y empieza a decir que se hace tarde, que tiene mucho trabajo y que papá estará ya al caer con la moto. Y las otras muertas de la risa contándose cuentos del campo, de cuando eran jóvenes; siempre los mismos sucedidos, los mismos protagonistas, los mismos muertos.

      Han tenido destinos distintos, las Giménez. Tita Dolores no se llegó a casar, dicen que tuvo un novio que acabó metiéndose a cura, no conozco muy bien la historia. Creo que no me la quieren contar. Así que hay dos casadas, mamá y la tita Agustina, y dos sin macho: la viuda y la soltera. Pero de todas, a pesar de su nombre, Lola es la más alegre. Nunca la he visto triste. Por lo que sé, después de muchos años en el campo, trabajó como una bruta en la Azucarera, hasta que un accidente le dejó una mano inútil y vive de una pensioncilla que le da lo justo. A pesar de esa historia tan triste, cuando llegas a su casa siempre hay molinillos de viento en el porche dándote la bienvenida, las paredes han cambiado de color, hay peces y loros de cartón colgando del techo, huele a iglesia (pero de buen rollo), y siempre suena música alegre. Estás como en el templo de una religión feliz, sin muertos ni resucitados con llagas, ni madres que lloran con siete puñales clavados en el corazón, sino que los dioses son los peces de colores y el ruido del molinillo. Por allí no pasa la tristeza, ni siquiera la resignación ante un futuro relleno de poca cosa, la verdad. La tita lleva siempre vestidos floreados, con el brazo bueno hace manualidades de todo tipo que abarrotan las estanterías y que nunca tira, sale de excursión con los jubilados de la parroquia a la capital, al monte, a la capital, al monte, siempre lo mismo, pone rumbas, no ve la tele, y su patio es pequeño pero verde y cuidado, repleto de plantas y macetas rojas, amarillas y azules. Yo debería venir más, la verdad, pero quizás le tengo miedo a tanta alegría, como si fuera una enfermedad contagiosa a la que no hay que arrimarse mucho.

      Nos dio un abrazo enorme a los dos juntos, sin poder abarcarnos casi, ella que es tan poquita cosa, yo, tan gordo. Cómo habéis crecido, nos dijo, «pero desde luego», le decía a mi primo, «desde luego, hijo, hay que ver cómo estás, y lo que has estirado» y todas esas cosas. Mentira, porque Champi no ha crecido, si eso habrá encuerpado. Yo sí que he estirado, y ensanchado, y echado barriga. Pero a ella le daba igual porque me tiene más que visto, solo me miraba a la cara y me hacía un remolino con el dedo en el mechón de canas. «Qué interesante, si pareces un actor de cine», me dijo. Y en vez de querer darle una hostia como al Champi, esta vez me hizo gracia, porque me lo decía de verdad. Lo que es la intención. Me agarró de los mofletes y me miró con esos ojos viejos pero todavía de miel: «es que eres especial, chiquillo», y me plantó, por este orden, dos besos y la merienda.

      Tomamos leche de cabra caliente con jarabe de fresa caducado, que tuvimos que pasar con muchas galletas y unos donuts rancios que tenía por ahí. Champi hablaba sin parar del colegio, los curas, sus deportes, mentía sobre las notas, y ella nos miraba amable, soportando el rollo del sobrino sin bajar la guardia de su sonrisa. Me recordó a aquella monjita que nos trajeron al colegio para hablar de las misiones. Una señora pequeña y encogida que era a la vez muy grande. Nos contó las horribles cosas que veía todos los días, las guerras, los muertos de hambre y los enfermos, y nunca perdió la buena cara mientras nos lo explicaba. Supongo que Dios (el del crucifijo) estaba dentro de la monjita, y que ella, que vivía en ese mundo terrible, lo utilizaba para salir adelante todos los días. En casa de la tita se respira probablemente otro Dios (el de la música disco, el de los colores en la pared y las ventanas abiertas al patio que huele a jazmín), o quizás sea el mismo, vaya uno a saber, y ella se llena los pulmones con esa alegría de vivir. Ojalá que sea el mismo Dios y que no haya que andar eligiendo. El caso es que la tita tenía esa misma expresión, satisfecha de ver a sus sobrinos, a pesar de que le contaba las típicas cosas sin interés que uno puede decir con quince años. Porque, ¿qué podemos decir? Pues nada. Eso no es grave. Lo que a veces no me deja dormir es ¿qué podremos decir cuando tengamos la edad de ella?

      Y cuando no había mucho más de qué hablar, entonces nos callamos. Estuvimos así un rato largo. Sonaba una música que yo nunca había oído, unas arpas contentas que competían contra las guitarras; era alegre pero tenía a la vez algo de melancolía. Ella se puso de pie para regar las plantas. Entonces el Champi sacó la carta y se la dio con ceremonia, como si fuera el Correo del Zar. La tía Dolores la abrió con cuidado de no romper demasiado el sobre, rasgándolo con unas tijeras de coser. Se puso unas gafas para leer y volvió a sentarse en su sillón. Un olor sucio, asqueroso, entró desde la calle, pero nadie se levantó a cerrar la ventana.


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