La fragua de Vulcano. Ignacio Sáinz de Medrano
del cuento, levantó la mirada y dijo «pues muy bien. Le mandas un beso muy fuerte a tu madre cuando vuelvas. Y le dices que la responderé». Hasta el más imbécil se hubiera dado cuenta de que se contaban un secreto. Quizás el Champi no, quizás sea de verdad un imbécil. Teníamos que irnos, eso estaba claro: la luz de la tarde doraba los loros y los peces de un color extraño, las paredes estaban menos vivas, el olor a petróleo de la calle se sentía más que el de las flores. Y tita Dolores estaba más arrugada, más encogida. Como si su alegría dependiera de la brisa y el jazmín, y estos pudieran ser, de vez en cuando, vencidos. Al despedirnos le pregunté por la música que había estado sonando. «Son canciones paraguayas, hijo», y me acarició nuevamente la cara.
Estábamos en la parada del autobús cuando al Champi se le ocurrió subir a la finca Romero en vez de volver al pueblo. Serían las cinco y media: tarde para seguir de excursión, pronto para volver. Era una locura, le dije, se nos haría de noche al regreso. Pero no sé por qué, al final le dije que sí. Subimos por la calle alta de Benarroya hasta que dejamos atrás las casas y se acabó el asfalto. Empezó el campo y la vereda cuesta arriba, lo menos cuarenta y cinco minutos andando. Para él es todavía una sorpresa, hecho como está a la ciudad. Le parece bonito andar por las lomas, oler el tomillo seco y oír el crujido de las ramas cuando se apartan los lagartos. Para mí es otra cosa, no hace falta decirlo. Es la obligación, los madrugones, las manos de padre, los algarrobos secos, el sudor en los pantalones cuando subes las cuestas. El monte no es para mí más que un montón de arrugas, que me recuerdan las surcos profundos de mi padre; y las casitas blancas colgadas de la montaña solo son muy bonitas si las ves desde lejos; cuando te acercas te das cuenta de que no hay baño ni agua corriente, que hay que sacarla del pozo, y que de noche hace frío. Son estrellas caídas en una región de pobreza. El campo es el color seco de los montes pelados todo el año, salvo cuando llueve en primavera y florece la genista. Es la quijada seca de la cabra muerta, quebradiza y blanquísima, la chicharra que se te mete en la cabeza hasta que te vuelve loco. Es la rutina y lo normal.
Cuando llegamos arriba el primo ya no estaba ni tan contento ni tan pito, y no veía el momento de parar. Yo, el gordo, tenía fuerzas para seguir subiendo hasta la sierra, aunque se me reventaran los pantalones, a pesar de mis deportivas viejas. Los Romero ya habían recogido los animales y estaban todos en casa. Son primos del padre de Champi, a mí no me tocan nada, pero hemos venido tantas veces que se deben de pensar que somos hermanos. Veían caer la tarde desde su terraza y al vernos, nos sacaron dos sillas de enea con grandes celebraciones para que disfrutáramos de la vista: desde la vega del Capitán, llena de chirimoyos y aguacates, hasta las primeras casas de Benarroya. La finquita estaba tan alta que si no fuera por el monte del Toro se hubiera visto hasta mi casa. El padre descolgó el botijo y bebimos como locos. Con tanta ansia, que me resbaló el agua por el pecho hasta mojarme la camisa por la barriga, y eso me refrescó. Yo no tenía nada de qué hablar porque ya digo que no son familia y casi nunca me los encuentro en el pueblo, así que dejé que Champi se luciera. Me quedé callado viendo cómo se iba el día en aquel lugar hermoso y violento, y ellos hablaban de cosas sin importancia, de sus vidas colgadas en la montaña. Es increíble cómo mi primo tiene un tema de conversación para cualquier cosa, es capaz de hablar con el primero que se le ponga por delante como si lo conociera de toda la vida. Así consiguió que el mayor, César, nos contara que se había hecho legionario hacía solo seis meses. Estaba allí de permiso, por casualidad, y se pasó el rato contándonos sus movidas en Melilla. Como todos, se ha tatuado los brazos y el pecho: nombres de novias, de aquí y de allí, el escudo de la Legión, un Cristo crucificado. Acabó quitándose la camisa para enseñarnos cómo había pintado su cuerpo con todo aquello. Era una maraña de músculos y dibujos, los brazos que se movían como mazas, las manos enormes y fuertes señalando las líneas: «este me lo hice después de una pelea con un moro de mierda, que me llamó maricón; me prometí que si le rompía los dientes me tatuaba un Sagrado Corazón. Y lo mandé al hospital». Miré a Champi y vi que estaba embobado. Y yo también. Tenía el pelo rubio muy corto y los ojos azules marcados por una cicatriz en la ceja, seguro que habría sido en aquella pelea. La madre sacó unas aceitunas y unas cervezas, y se partieron de la risa cuando les dijimos que éramos menores. «La Guardia Civil va a venir a multaros aquí, chiquillos», se rio el padre, y César me miraba con gracia, muy seguido, buscándome los ojos.
Mientras el mayor sirve en el Ejército, el hijo pequeño se ha quedado con el padre en el cortijo cuidando las pocas cabras y haciendo de guarda de una finca enorme, más arriba, que linda ya con las sierras y que a veces usan los señoritos para ir a cazar jabalíes, corzos y dicen que hasta ciervos. Cuenta que algún día quiere bajar a Benarroya a trabajar en un taller o en algo. Le da pereza o respeto de sus padres, y al final no lo hace. A la madre le faltan más dientes que a la mía y está curtida como un cuero viejo, pero se ríe mucho, contenta de esa vida colgada allá en lo alto, bajando en el cuatro latas viejo al pueblo cuando hay que comprar algo, o las más de las veces en moto con su marido, igual que mamá. Como dice el tío Fernando: «Si hay que ser pobre mejor en un sitio que sea bonito».
Me atonté con la cerveza y andaba algo mareado cuando el Romero padre (porque después de tanto tiempo no sé cómo se llama) dijo a César que nos bajara en la moto hasta la Alsina. Imposible ir andando: tal y como yo había dicho al idiota de mi primo, se había hecho de noche. Y como quien no tiene otra cosa que hacer el hombre se echó la zamarra para protegerse de la fresca, que empezaba a sentirse, y preguntó quién iba el primero: Champi dijo que bajara yo, que él aún se tomaba otro botellín. Imbécil.
La noche era fresca y los cortijos brillaban como farolitos, desperdigados en los montes. ¿Cuántos hay como los Romero, me dije? ¿Cuántas gentes aisladas de nuestro mundo, bebiendo el aire del tomillo? ¿Por qué no bajan? ¿Qué les impide dejar esas lomas vacías? No me dio tiempo a pensar más: César arrancó la moto y me deslumbró con el faro. Me monté detrás y descendimos en diez minutos lo que habíamos subido en cincuenta. La luz de la moto iluminaba la pista de tierra, espantando los bichos, y todo lo demás era oscuridad. Alguna vez hemos regresado tarde de las huertas, padre y yo. Está negro, claro, pero no como aquello: sientes que no hay nada detrás de ti, solo polvo levantado que no ves pero puedes oler; te parece que esos mismos montes enormes y viejos que eran tan bonitos al subir, ahora esperan a que te caigas y te mates para que los animales se hagan cargo de ti y no quede más que la quijada. Por delante todo era velocidad, una bajada interminable con un peligro enorme que César, con sus brazos fuertes, podía controlar. Yo me agarraba a su cuerpo, sin miedo, aunque algo impresionado. Y la dureza de su torso, el sudor viejo de su zamarra, me calmaban, y yo lo apretaba más y más. Al fin llegaron las primeras luces de Benarroya, alcanzamos el asfalto y la moto bajó su ritmo, ya no íbamos como locos por las lomas. En la parada de la Alsina, César no se bajó siquiera; me dio una palmada muy fuerte en el hombro, y me apretó el brazo. Me largó dos besos húmedos y me dijo «adiós primo», aunque él sabía que no lo éramos. Antes de subir por el Champi se me quedó mirando dos o tres segundos con sus ojos azules y una sonrisa extraña. Su moto rugió de nuevo en busca del segundo paquete y yo me quedé temblando de frío esperando y llevándome la mano a la mejilla mojada.
A pesar de la bronca de campeonato que nos echaron al llegar, Champi se invitó a comer a casa al día siguiente. No hay mal que por bien no venga, me dije: por un día no comeremos puchero y mamá hará las cosas que le gustan a este: albóndigas, ensaladilla rusa y adobo. Así fue: al pie de la letra. Al acabar las natillas nos enteramos de que tenía que volverse al día siguiente para estar el Viernes Santo con su madre. «Vaya visita corta», dijo la mía, «pero así ha de ser si tu madre te reclama». En el fondo yo estaba deseando que se fuera. Nos despedimos con dos besos de primos y lo vi alejarse por el paseo, mientras volvía la bruma.
Ya no pasó más en toda la semana, y no tengo nada que contar. El lunes a clase. Han sido unas vacaciones extrañas, que acabaron el Domingo de Resurrección. Se me hace raro ver a papá ponerse una corbata y vestirse de traje. No es lo suyo, no es de este mundo con esa ropa vieja y esos zapatos de rejilla, murmurando «amén», levantándose y sentándose al ritmo de la liturgia, oliendo los dos, él y yo, a la misma colonia barata, besándome sin convencimiento al darnos la paz. En el banco de atrás un tipo mucho más joven que mis padres desafiaba las convenciones con una camisa de manga corta. En sus brazos había tatuajes que me recordaron a los de