La fragua de Vulcano. Ignacio Sáinz de Medrano

La fragua de Vulcano - Ignacio Sáinz de Medrano


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un poco de asco y también algo de mala leche. Desayuné deprisa, con el muchacho ahí sentado, mirándome, largando sus tonterías de siempre. No ha cambiado, está peor. Había llegado por la noche en el autobús de la Alsina, y en el viaje una vieja había vomitado en el asiento de al lado, lo que al parecer en vez de darle asco le había hecho mucha gracia. «Tío, para ya, que estoy con las galletas en la boca», le dije, pero no me hizo ni caso, y se reía contándonos la historia con todo detalle, tropezones, ruidos y olores incluidos.

      Eran las nueve y media de la mañana; yo creo que tita Agustina se lo quitó de encima en cuanto pudo y le dijo que se fuera a saludar a la tía Manuela y al primo. Y aquí estaba, sentado a horcajadas con los brazos sobre el respaldo como en una película del Oeste, repeinado como siempre con ese pelo de acero, mirándome con sus aires de la capital. Se burló de mí porque se dio cuenta de que me ha salido un mechón de canas en la frente, como una caracola blanca. Dice que si no fuera por lo gordo que estoy parecería un galán de cine de los antiguos. Salté hecho una mula y con la barriga casi tiro la mesa; la leche se desparramó. «¿Y tú qué? Si pareces una seta negra con ese cabezón: Champiñón», le dije. Así que mamá nos echó a gritos de la cocina porque tenía que hacer el puchero y con borricos como nosotros no se podía. «¿Otra vez puchero?», protesté, porque en casa se come puchero un día sí y otro también, que siempre sabe igual, no hay variación, es como una partitura en la que solo hubiera una sola nota: un puchero. Luego me llaman Bolo. Normal, aunque me joda. Debo oler a puchero, la casa huele a puchero, hasta la moto de papá huele a puchero. Lo único bueno que tiene Champi es que cuando está por aquí, mamá le invita a comer a menudo. Deben haber pactado así las viejas. Solo entonces salimos de esa música de grasa y comemos adobo, o albóndigas, que también le salen ricas y que no sé por qué no hace nunca cuando estamos solos.

      Solté a los perros cuando salimos al patio. «Charli está más viejo, ¿no?», me dijo el Champi y tiene razón, ha perdido agilidad. Sin embargo conserva esa mirada limpia en la que me refugio cuando las cosas se oscurecen en casa, o dentro de mí. Sus ojos de carbón me miran encendidos de gracia, como dice el Padre Luis cuando se pone cursi. Le pedí por favor al primo que no le tirara más de la cola porque un día lo desguaza. A Soto casi no lo reconoce, y es que ha crecido muchísimo. Se le subió encima y casi lo tumba. Todo el día dando por culo el cabrón este, no para, pero valdrá para la caza, dice papá, porque Charli siempre fue un inútil. Dice que parece que tiene sangre de gallina más que de perro. «Eso quiero verlo yo, un día me lleváis al campo a pillar conejos», y le dije que sí, aunque espero no tener que hacerlo. En realidad Charli no tiene la sangre de gallina, simplemente tiene el coraje de no querer hacer daño a nadie ni a nada. Y es tener mucho valor eso.

      Champi me propuso salir a dar una vuelta con mi bici y la de mi padre, pero yo no quise porque había como bruma y no me gustan esos días que sudan frío: se te mete la humedad en los huesos. Nos sentamos a hablar en el brocal del pozo, sobre la chapa de hierro. Me gusta pensar que si un día se rompe el candado me voy para abajo y no salgo más. Y no porque me muera ahogado o congelado, sino porque me imagino que el pozo conecta con pasadizos secretos y yo acabo saliendo en otro sitio, muy lejos, donde nadie me conoce, y empiezo otra vida. Me limpio el barro y con él me limpio toda mi vida anterior. Que no es mucha, es más bien poca, pero precisamente por eso. Y me miro las manos y ya no tengo las uñas negras de tierra.

      El primo quiere acabar los estudios, ir a la universidad. «Y tú deberías por lo menos seguir un año más, sacarte lo mínimo para trabajar en una oficina, o tener una profesión, yo qué sé, electricista». Con los tiempos que corren, dice. No entiende que yo quiera empezar a ganar dinero ya, en cuanto pueda, porque cuando haga los dieciséis, papá está dispuesto a pagarme por el tajo, a condición de que trabaje como un hombre y rinda, y entonces me compraré la moto que llevo rato mirando en el escaparate de los Guzmán, y la prepararé y tendré pasta para salir. «¿Con quién, con el Pepe vas a salir?», dice Champi que ese es un pringado y que si me ajunto no se me va a pegar nada bueno y que el uno al otro nos ayudaremos a quedarnos en el hoyo. Es verdad que Pepe no es como Charli: en sus ojos hay algo sucio, no le puedes mirar directo mucho tiempo porque te rehúye, quieres entrar en él y rebotas contra una pared de cristal. Yo creo que tiene miedo aunque vaya de chulito. Es triste eso. Ser chulito. Imponerse a la gente por gusto, sencillamente por creerse más que nadie, sin pararse a pensar qué piensan los demás. Aquí mando yo y punto. Y al mismo tiempo me da envidia. Su seguridad, sus barbillas altas, esas miradas que se te clavan y te arrodillan. Las ganas de hacer algo y hacerlo. Cuando los veo, a Pepe, a los chulitos como él, los esquivo, me escurro siempre para que no se metan conmigo, con la cabeza baja, acobardado. Y sin embargo cuando hablan en clase, o rebuznan delante de las chicas, me gustaría ser un poco como ellos.

      No sé, quizás el primo tenga razón, mis padres no me dicen nada, que si quiero trabajar bien y que si quiero estudiar un par de años más, pues también. Dicen que gracias a la huerta que compraron el año pasado con la herencia de la tía Elvira van a tener dinero de más. A costa de llevar a mamá en la moto tres días por semana, claro: papá tiene que trabajar también para las tierras arrendadas. Pero una cosa es segura: habichuelas y aguacates aquí se van a vender siempre porque en Europa no se dan bien, y como cada vez hay menos gente que quiera deslomarse, a mí nunca me va a faltar para el puchero. ¿Lo ves? El puchero. Hasta en la tinta me sale el caldo.

      Y la cosa es que hay algunas asignaturas que me gustan. Por eso el Antonio, el de Lengua, se ha dado cuenta y me ha obligado a hacer un diario, porque se me queda lo que leo. Que lo haga a mano, dice, «como nuestros grandes escritores». Es bueno ese profesor. No soporto tener que memorizar tantos nombres y tantas obras, y no soy capaz de acordarme de todo; pero a veces se pone a declamar poesías, se emociona y empieza a pasear por la clase con el libro en la mano, gritando por encima del cachondeo general; y yo oigo cosas, frases, ritmos que no entiendo y que son como música, entonces miro a la ventana para dejarme deslumbrar por la luz y concentrarme, escucharlo a él hablando de toros de luna y soles de sangre, o algo así. Luego nos hace escribir sobre lo que ha recitado, solo una impresión, lo primero que se nos ocurra. Nadie se ha enterado de nada, por supuesto, la mayoría solo dice memeces, y algunos, los chulitos, se envalentonan y escriben porquerías sobre el rabo del toro y el chocho de la vaca. Cuando el Antonio los recrimina, ellos dicen que eso es lo que han sentido, y en medio de una carcajada asquerosa y general, él, gritando, les pone un cero. Da igual. No les importa. El año que viene irán como yo a las huertas y el Antonio quedará recitando en el olvido. Pero a mí en vez de ponerme un cero me ha mandado hacer un diario, y me ha prometido que no me lo pedirá para leerlo.

      Se me olvidó escribirlo ayer, pero es que me cuesta olvidarlo. Cuando estábamos en el patio apareció un gato por detrás de la maceta de la hierbabuena. No era de los nuestros, yo no lo conocía. Más bien pequeño, tampoco un cachorrillo pero poco le faltaba. Los dos perros, el chico y el viejo, se pusieron a ladrar como locos al verlo, y el bicho saltó disparado a lo alto de la tapia; después se quedó allí quieto, paralizado. Le di una patada a Soto para que dejara de ladrar y los dos se metieron en la casa. Champi y yo nos miramos, y enseguida estábamos buscando piedras en el suelo. No sé por qué. Supongo que es lo que había que hacer. El gato seguía allí inmóvil, se ve que quería subir al tejado porque allí estaría su madre, supongo. Era bonito, negro casi del todo, con unos ojos claros que nos miraban fijamente. No pedía perdón, ni se le sentía el miedo, tan chiquito: sin embargo se veía que quería vivir. Era una mancha oscura, un contorno preciso y vivo, clavado sobre el muro blanco que nos deslumbraba. El viento había limpiado la niebla y todo detrás de él, hasta el infinito, era azul.

      Entonces se me quitaron las ganas de jugar, pero el Champi me miró con desdén. «¿No tiras?». Y se impuso en mí su voluntad, como si yo no pudiera hacer otra cosa. Le lancé una piedra con todas mis fuerzas, pero no a fallar, lo juro, quise darle. El gatito salió zumbando por el borde de la tapia y oímos un chasquido en la pared. Fallé. Lo que el bicho no vio es que mi primo ya había disparado la suya un segundo después que yo, apuntando al final del muro. Le dio en toda la cabeza, y cayó al patio soltando un aullido de gato viejo. Toma ya, Bolo. Cómo odio que me llame así. De repente allí estaba Soto, que debía haberlo visto todo desde la casa. No sabemos cómo pero a la velocidad del rayo se había plantado en el lugar oportuno. El cachorro cayó casi directamente en su boca


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