La fragua de Vulcano. Ignacio Sáinz de Medrano

La fragua de Vulcano - Ignacio Sáinz de Medrano


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no lo conocía, porque apenas se habían cruzado un saludo de breve cortesía al embarcar a las siete de la mañana y no se habían mirado: él había fingido concentrarse en ese libro de Héctor Abad que tenía, tantos años después, todavía pendiente (una deuda con la decencia que sentía que debía saldar, y que por eso había rescatado de su biblioteca cuando hizo atropelladamente el equipaje la noche anterior). Así y todo, no había que bajar la guardia: ella podía no ser lo que aparentaba, sino, al contrario, una esbirra enviada para acecharlo: el miedo se solidificó en sus manos, que arrancaron con fiereza la servilleta manchada de los dedos pintados de fucsia foncé de la dama pesarosa. Con rabia recuperó la lucidez y de un vistazo, mientras se limpiaba por sí mismo, dedujo que la agresora cítrica estaba en viaje de trabajo. Así lo delataban su chaqueta ejecutiva y sus maneras suaves pero directas. Alejó la paranoia definitivamente al dictaminar que en la servilleta manchada de zumo no había más que zumo, y no pociones somníferas, y que ella no era un peligro. Determinó también que, aun pudiendo serlo (un peligro), era bastante atractiva. La señora de las uñas chic no se arredró frente a su mirada chiflada y siguió insistiendo, higiénica.

      —No sabe cuánto lo siento, de verdad, he debido dar un manotazo al vaso mientras leía el periódico.

      El periódico: la banalidad de la palabra lo aterró, y ella aprovechó ese breve momento de debilidad para hacerse de nuevo con la tela y frotarle con audacia el muslo derecho. Mientras la torpe y solícita ejecutiva se inclinaba otra vez para limpiarlo, su blusa azul se entreabrió algo más que tímidamente, y él se sorprendió echando miradas furtivas donde no debía, jugando como siempre a observar un lunar escondido sin ser visto; lúbrico incluso en ese momento de desesperación. Pero no podía dejar de contemplar la melena que caía levemente sobre sus hombros, inclinados hacia abajo hasta rozar sus pantalones, y sentir un cosquilleo indolente sobre sus piernas. Llevaba unos pendientes de Pandora y en la mano que frotaba con ardor el trapillo, tintineaba una pulsera de la misma marca con ositos y cochecitos de plata. En la otra no había ningún anillo.

      —Listo. —dijo ella impostando una voz festiva, para rebajar la gravedad de su fechoría—. He hecho lo que he podido. De verdad, dígame si hace falta que le pague, no sé, una tintorería cuando lleguemos a Málaga.

      El sol se abrió entre las lomas y chisporroteó sobre la cara de la mujer, encendiendo con artificio las mechas de su pelo, que ella sabía echar hacia atrás de las orejas en un movimiento natural, buscando comodidad. En otro momento, en otra vida, quién sabe, se atrevió a pensar una vez vuelto a la razón, hubieran jugado, él habría apostado por ir más lejos. Aunque más joven, la dama tenía ya la edad de saber recorrer esos caminos y el turbador atrevimiento de las personas seguras de sí mismas, que juegan y se entretienen contigo antes de decidir cómo te van a comer. Sus arrugas apenas comenzaban a enturbiar un rostro interesante y todavía fresco, maquillado con espontaneidad. En su mirada había certezas y ambición pero también entregas pasadas y desengaños. Se presentó como Beatriz Aldama y luego, durante el trayecto, supo muchas cosas, como que era hija de español y francesa. Ese toque cosmopolita, se dijo él, era lo que lo había revuelto. Pero ese no era el día de jugar ni de hacer cábalas. Instintivamente miró hacia fuera, buscando la luz del exterior para escapar del momento embarazoso, y fue solo entonces, tanto trecho después, cuando se dio cuenta de que iban sentados de espaldas al sentido de la marcha.

      Los olivos salían disparados hacia atrás, clavados en el suelo florecido de la campiña. El paisaje se deslizaba a doscientos cincuenta por hora, expulsando a presión las colinas redondas y las nubes aún rosadas que aparecían por la ventanilla. Eran las dehesas verdes de la primavera que Elena nunca conoció porque solo venían en verano, y siempre cruzaban con el coche un planeta pardo de montes descoyuntados por el sol. Se pasó la mano por la frente, pensando que por fin, todo quedaba cada vez más lejos, pero que nada estaba cada vez más cerca, que no se aproximaba a ningún destino sino que en realidad se limitaba a echar paletadas de kilómetros, leguas de olivares y viñedos sobre el lugar donde había vivido hasta ayer con la esperanza de dejarlo atrás. Se le secó la garganta con la angustia recobrada, tan familiar ya, y se impuso la fuerza de ánimo de beber lo que quedaba de su zumo, para calmarse. Una azafata aniñada le retiró la bandeja siniestrada y le ofreció mecánicamente otro desayuno; él lo rechazó y se fue al baño a terminar de limpiarse. En el lavabo se frotó el pantalón de loneta con una toallita de papel, con tal ahínco que la cosa acabó en una especie de erección humillante, aunque no lo sorprendió sino que más bien lo fastidió: el despertar a la vigilia, la proximidad de Beatriz, el calor de sus manos sobre sus muslos, cómo podía ahora pensar en esas cosas. Tapándose la humedad del pantalón con las manos regresó al asiento recorriendo apresurado el pasillo del vagón, verificando que nadie había tocado su equipaje. Todavía no había dicho una palabra, cuando ella volvió a insistir en que lo compensaría, no faltaba más, si hacía falta, y añadió sonriendo que paraba en el Málaga Palacio para lo que quisiera; él buscó la forma de esquivar la conversación sin resultar maleducado: fingiendo que se desperezaba, giró la cabeza hacia otro lado estirando el cuello, como las tortugas de Atocha.

      En el jardín tropical de la estación reparó en el charquito lleno de tortugas abandonadas a su suerte, languideciendo bajo el día artificial que producen los focos con su luz calabaza, hurtando la noche a los animales. Había leído hacía meses una reseña en El País que denunciaba la situación: los bichos vivían amontonados literalmente en la mierda de sus propios desechos, el agua estaba sucia, y ante la falta de alimento habían llegado a comerse unas a otras. Tortugas caníbales, insalubres, enloquecidas en su breve espacio, aturdidas por las decenas de congéneres que te podían morder, estorbar, cagar encima. Beatriz seguía hablándole, con sus ojos de miel, no tanto para conjurar el agravio que ya había dado por enmendado sino para hacerse valer, ahora que él daba pocas muestras de cortesía. «Pocos vienen aquí por trabajo como yo, ¿sabe? La mayoría son turistas, jubilados de bien, famosillos de la jet, algún torero, señoritos. ¿Te puedo tutear?»; él pensaba que a pesar de su atractivo ella era una tortuga también, y su belleza distante, un caparazón que la prevenía de decir cualquier cosa que fuera interesante o verdadera, porque la realidad es que no le contaba nada más que tonterías.

      Como tantos otros viajeros, él se había detenido en el pequeño estanque de las tortugas, puesto que había llegado con demasiada anticipación a la estación, a la hora de las tinieblas y no convenía pasar mucho tiempo en los vestíbulos del AVE: demasiado concurridos, incluso a las seis y pico de la mañana, no sea que pudieran verlo. Así que había que hacer tiempo; se había acodado sobre la barandilla, encorvándose, a observar compadecido los pequeños cuerpos oscuros, escamosos, que surgían del agua turbia para respirar; las aglomeraciones de conchas sobre la laja de piedra inclinada e ínfima que les servía de tierra firme, unas encima de otras, ni un centímetro libre, apiñadas codo con codo, atontadas, lentas, alienadas, si se puede alienar a una tortuga en un infierno encharcado; los turistas sacarían fotos por la mañana de ese espectáculo aterrador, no tanto escandalizados por el maltrato sino más bien sorprendidos por lo promiscuo y lo geométrico de una aglomeración urbana de tortugas en una estación de tren, una burbuja inmobiliaria de los quelonios; y la mujer seguía de palique y él pensaba que ella qué le iba a contar, debajo de su caparazón de ejecutiva, si era una tortuga, sus pequeñas arrugas de galápago en el cuello largo estirado, la cabeza tiesa, todo es mentira, no me interesa lo que me cuentas, no te interesa lo que me cuentas, «de acuerdo, pídame otro zumo, por favor». Si no fuera porque llevo el caparazón de la urbanidad ahora yo te lo tiraba encima pero, se corrigió, a pesar de todo seguro que me entrarían las ganas de frotarte. Conversación banal de tortuga, qué van a decir las tortugas, qué se dirían las tortugas si pudieran hablar, se había dicho mientras las miraba alucinado en el estanque, «con permiso, déjame pasar», o «disculpa pero te voy a comer una pierna, ¿o debo esperar a que te mueras de una infección?, total tu carne está ya fétida, malvivimos en este agua verduzca de hongos y mierda y aun así nos acoplamos, nos comemos, nadamos, nos chocamos al bucear, nos olemos, apenas nos vemos porque los ojos los tenemos enfermos, a veces desde fuera nos lanzan destellos, pero aun así vivimos; esta es nuestra vida de tortuga, no recuerdo otra, somos un fracaso como especie, sería mejor morirnos todas pero ni eso sabemos, nos matamos de hambre y de comernos, nos apareamos o nos regocijamos por la aparición de una nueva vecina que algún desgraciado


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