La fragua de Vulcano. Ignacio Sáinz de Medrano
le daba mamá, que le gritaba «¡bicho asqueroso!». Así que le abrí la verja y salió corriendo lleno de orgullo. No sé dónde iría ni quiero saberlo. Luego pregunté al Champi: «¿cómo has hecho eso?» y la verdad, me dijo, no lo sabía. Solo quería matarlo. Yo me callé, ya no hicimos nada más y mi primo se fue a su casa sin decirnos hasta mañana o hasta luego, aunque él sabía que yo estaba enfadado. Al rato volvió la niebla, comimos puchero y yo me quedé tirado en el sofá esperando a papá, que come siempre tarde y recalentado. Soto tardó un rato largo en volver, con el rabo entre las piernas y los morros llenos de sangre sucia, pero nadie le hizo nada. Le habíamos contado a papá la historia y le había parecido bien. «Ya te lo dije, valdrá para cazar». Pues muy bien, pero que mañana llore cuando cague los huesos del gato.
Hoy sí fui a los campos. Estoy deslomado, pero contento. Padre me hizo trabajar todo el día, porque si quiero ganarme un dinerillo ya no puedo hacer solo la mitad de la jornada, como el año pasado, cuando me dejaba dormir debajo de la higuera hasta la hora del almuerzo al sentirme cansado. ¿Por qué le llamo padre cuando estamos en la huerta, cuando pone en marcha ese corpachón tan gastado? ¿Por qué no me corrige? Sus manos no cambian, son siempre las mismas, callosas y gruesas, como serán un día las mías, supongo. Son sus ojos los que son distintos. En casa no es cariñoso, pero tampoco seco. Los domingos nos tiramos en el sofá del salón a oír Carrusel Deportivo, nos reímos de las tonterías que dicen. Si gana el Barça, luego está de buen humor, me da palmadas fuertes en el hombro y hasta me da unos traguitos de coñac que guarda para las ocasiones. Y yo hago como que soy del Barça porque el coñac me anima y me da ganas de reír con él. Pero en la finca sus pupilas no miran, solo ven el trabajo que tiene por delante. Se transforma en un animal silencioso, incansable, hiriendo la tierra con la azada para airearla. Se cubre la calva con su sombrero de paja y de vez en cuando se lo quita para secarse el sudor. Mudo. Y yo le pregunto si abro la acequia o si limpio las hierbas, padre, y él me dice secamente lo que tengo que hacer pero no me corrige, no me dice llámame papá: solo sigue trabajando y sudando.
Llovió ayer por la noche y el río llevaba agua cuando lo cruzamos por el puente viejo. Es bonito verlo así de vez en cuando, alegre, contento de poder llamarse río aunque solo sea por un día, gracias a un par de palmos de corriente. No tiene término medio. O se pasa el año desquiciado por el sol, amargado, o baja en torrenteras negras cuando las tormentas del invierno. Canta pocas veces como hoy, arrastrando el agua vivamente por entre los cantos rodados, haciendo cascadillas y remolinos a la altura de los vados, que debieron formarse cuando el río llevaba agua casi todo el año. Ni padre se acuerda de eso. Faltando poco para llegar, a la altura del cortijo de los Ramírez, desde la moto echamos la vista hacia el fondo de las sierras, y atisbamos los nubarrones que seguían descargando, pero seguimos adelante. «Aquí no llegarán hoy, esas se quedan hoy en Los Molinos». Y así fue, padre siempre acierta con el tiempo. Pudimos trabajar a gusto aunque enseguida se echó la calor, tan húmeda que nos quedamos en pantalones, sudando a goterones por la frente y la espalda. Las matas del lado de las higueras no estaban todavía listas, así que las fumigamos por última vez. «Muy pronto; muy pronto», decía padre. Pero las de la caseta sí que estaban maduras, así que recogimos habichuelas hasta hartarnos. Almorzamos unos bocadillos con carne del puchero y casi me bebo medio botijo de la sed. Me dio permiso para bañarme en la alberca, encogiéndose de hombros, porque aún eran los doce y todavía teníamos tajo; en eso llegó el camión de la cooperativa, rascando las marchas, un Pegaso cascado, lleno de polvo. Desde el agua, chapoteando, le oí discutir y gritar mientras cargaban nuestro producto. Era una vergüenza. Una miseria. Que se fueran a la mierda, decía, y yo salí del agua pensando que tal vez no me ganaría esas perrillas y que quizás no me daría para comprarme la moto y prepararla y salir con el Pepe, y que a lo mejor Champi tenía razón y había que hacerse fontanero, o electricista, y salir echando leches del campo.
Al regreso el río seguía llevando agua, porque en la sierra de Los Molinos no había parado de llover, como predijo padre. Pero ya era esa agua sucia y turbia, llena de barro, que arrastra cañas y basura. Parece entonces un río que viene borracho, lleno de violencia. Al llegar a casa no hubo palmadas ni coñac, sino costillas con papas recalentadas. Vimos un poco la televisión mientras mamá regaba el patio con la puerta abierta. El olor de la hierbabuena mojada entró en la casa y por un momento dejó de oler a caldo. Papá no habló mucho, yo me acosté y creo que ellos discutieron de dinero en su dormitorio, porque yo oí las voces rompiéndose contra la puerta y los manotazos de papá sobre la cómoda. Debieron saltar hasta las fotos de su boda. Sin hacer ruido salí al patio y desaté a Charli para que durmiera conmigo.
LLAVES
Se sorprendió de la aparición de aquel hombre minúsculo, al borde de lo inverosímil; por algún motivo intuyó también que muy probablemente resultaría muy caro. Lo vio sumergirse como un buzo en su propia bolsa de cuero viejo, trasteando entre las herramientas y manoseándolas con eficacia precisa de hormiga, mientras él se acomodaba en uno de los peldaños de la escalera para ponerse a su misma altura. Sentado, medía casi lo mismo que el increíble cerrajero menguante, que le hablaba con voz blanca desde sus cincuenta y muchos, preparándolo a trinos para la factura, que vendría a ser de un tamaño inversamente proporcional al tiempo invertido y al cuerpo menudo. Involuntariamente se echó la mano a la cartera.
—Vamos a ver si hay suerte, ¿sabe? ¿Dice que desde el verano no viene nadie?
—Pues eso me parece— respondió él desde los escalones, echándose el pelo mojado hacia atrás, lamentando no haber traído el paraguas.
Al llegar no había sido capaz de abrir la puerta, y aunque no era seguro, calculó que en algún momento sus hermanos podrían haber cambiado la cerradura. Lo había intentado durante bastante tiempo, sudando muchos minutos de impotencia delante del bombín impenetrable, inasequible a los requerimientos de su llave: la mayoría de las veces no era capaz de introducirse, y otras entraba pero no giraba, desbaratando sus esperanzas de poder, finalmente, refugiarse. Perdida toda expectativa de entrar por las buenas, decidió bajar y cruzar la calle en busca de ayuda, hasta el pequeño supermercado que había visto al dejar el taxi, cargando con su maleta de ruedas y su bolsa; no se había atrevido ni por un segundo a dejarlas en el rellano.
Se empapó como un bobo en el breve trayecto desde la esquina de Doctor Quiroga hasta San Andrés, bautizándose a chuzos de una realidad, la de la vida en la calle, que hacía mucho tiempo que no experimentaba. Sintiéndose un extraterrestre aterrizado en el nuevo mundo de los que se mojan y siguen trabajando, recorrió aquellos doscientos metros, desesperado por la rabia y la confusión. Detrás de la casa de los abuelos ya no estaban los maizales, sino barrios que se perdían a lo lejos; las cañas de azúcar que él masticaba de niño también habían sido arrancadas, en nombre del progreso y la urbanización. Era por aquel tiempo la última vivienda del pueblo; más allá solo había campesinos y ratas de campo, grandes como ratas de campo, que se escondían en el cañaveral cuando él y Alfredo iban a pedir a un viejo sin nombre que les cortara un trozo por favor, y el tipo, que sabía quién era su abuelo, a veces los corría con la vara y otras les cortaba unos pedazos bien escogidos con una navaja que daba miedo, por eso Luisa nunca quería ir, le tenía pavor a la faca y a su sonrisa desdentada; la abuela pelaba luego los tallos con mano recia y ellos merendaban la cañaduz fibrosa extrayendo el jugo empalagoso pero fresco de las hebras, que se iban haciendo cada vez más pastosas hasta quedar reducidas a estopa inmasticable. Así pasaban la tarde entonces, y ahora, en el lugar del cañaveral, la calle San Andrés continuaba con autoescuelas, peluquerías y locutorios, hasta otro nuevo final del pueblo, más allá, en otro planeta sin cañizos ni ratas de campo, ni viejos con vara en un cobertizo guardando los campos, sino, pensaba él, en el linde de algún depósito de neumáticos o un último bloque erguido sobre el descampado final, quizás justo delante de la central de transformación eléctrica al lado de la carretera.
Dos africanos salieron de la tiendita sujetándole amablemente la puerta. Él les sonrió con sincera urbanidad, con la educación que mamá y papá le habían enseñado, siempre educados, no cuesta nada. Se sacudió los zapatos en un pequeño felpudo que decía «Hola, Forastero» en tipografía del Oeste. La dependienta (por alguna lejana intuición decidió que debía ser la dueña) era algo más joven que él, pero dedujo por el maltrato que vio en su peinado que estaba gastada