Las jugadas que importan. Jonathan Rowson
las partidas de Alekhine y me dispuse a estudiarlas con diligencia.
Muchos dan por sentado que el ajedrez tan solo gira en torno a este tipo de planificaciones, pero en mayor medida se trata de enfrentarse y adaptarse, cosa que suele traducirse en adivinar las intenciones del rival y engañarlo. El ajedrez me enseñó que el propósito real de la planificación en la vida no tiene mucho que ver con lograr aquello que quieres ser, sino más bien con fortalecer la voluntad que se necesita para llegar a un buen lugar sin más. Clarificar los propósitos mediante planes consiste en saber cómo quieres que cambien las relaciones. Cuando comienzas a sentir que las relaciones se están dirigiendo hacia el lugar adecuado debido a la forma en la que lo has planteado, los propósitos aumentan en lo relativo al interés, del mismo modo que los granos de arroz aumentaban exponencialmente en las casillas del tablero.
En las ocasiones en que tenemos éxito clarificando nuestros propósitos y actuando en función de ellos con vigor, pareciera como si la voluntad se elevara y se contemplase a sí misma a través de nosotros, sonriendo como si nada. No sin razón san Francisco de Asís dijo: “Comienza haciendo aquello que es necesario y después haz lo posible. Pronto verás que estás logrando lo imposible”.
el tipo adecuado de dificultad
Algunas veces me pregunto si el ajedrez no será prisionero de su propia imagen. Suele considerarse un juego difícil y asociarse generalmente a la estrategia y la profundidad. Estos rasgos positivos hacen que la imagen del ajedrez se use para propósitos publicitarios, o para hacer creer a la audiencia, de manera sutil, que un personaje es ingenioso o sofisticado, como suele ocurrir con frecuencia en las películas justo antes de que alguien vierta una dosis de arsénico en una copa de vino.
Siempre es una cosa buena ver el ajedrez representado en el espacio público, pero la semiótica del juego suele perpetuar la idea de que se trata de una actividad intelectual o elitista, solo accesible para mentes realmente inteligentes, que aman las matemáticas y se abrochan sus camisas hasta el último botón, o bien por aspirantes a aristócratas con aires de grandeza, quienes usan el juego para proyectar una imagen culta de ellos mismos.
Como bien puede atestiguar cualquiera que haya participado en un torneo, la realidad es muy distinta. El ajedrez es, probablemente, uno de los juegos más inclusivos y meritocráticos que existen en el planeta. Aprender las reglas del ajedrez es mucho más sencillo que aprender el alfabeto. Niños de tan solo cinco años pueden jugar contra sus abuelos, sin que nadie pueda predecir con seguridad cuál será el resultado.
Además, lo más exquisito del juego y a la vez lo más desafiante es que, si bien el ajedrez es difícil, se trata de una dificultad en el buen sentido del término. No es un juego complicado de aprender ni de practicar y se puede disfrutar con él sin problemas; basta con ser capaz de pensar un poco. La dificultad en el ajedrez consiste en llegar a practicarlo con maestría, lo que puede llegar a ser el proyecto de una vida entera.
El marketing del ajedrez es un asunto delicado, ya que la mayoría de las técnicas de publicidad se centran en conseguir que las cosas difíciles parezcan fáciles. La comodidad vende, mientras que el esfuerzo no. Sin embargo, los beneficios reales del juego se logran gracias a su dificultad. Surgen del placer de intentar cometer menos errores que tu rival.
El problema es que, si consideramos que el ajedrez es difícil, puede pensarse que se trata de algo exclusivo; pero si en realidad no lo es, ¿a qué viene tanto alboroto? Esto es lo que quiero decir cuando afirmo que el ajedrez puede llegar a ser prisionero de su propia imagen. La única manera de librarse de ello, me parece, pasa por superar la falta de familiaridad generalizada con respecto a la experiencia real de jugar al ajedrez. Las cosas difíciles comienzan a ser menos exclusivas cuando todo el mundo se ve capacitado para hacerlas.
un estado de ánimo preocupante de origen incierto
En los primeros días de diciembre del año 2008, en una habitación de hotel estándar en Palma de Mallorca, me vi inmerso en un estado de ánimo desconcertante. No acertaba a saber del todo qué era lo que estaba sintiendo o por qué, pero tenía la sensación de estar desplazado con respecto a mí mismo. No reconocía mi disposición anímica y no podía identificarme con ella de tal forma que pudiera experimentarla adecuadamente o hacerle frente. No es inusual sentirse extraño con respecto a todo lo que te rodea, pero no reconocerse a uno mismo es todavía más irritante.
La experiencia no fue emocional en sí misma, sino más bien una cuestión relativa al ambiente, todo un cóctel de sensaciones que no estaban dentro de mí, sino entre el mundo y yo, mediando esta relación. Este acontecimiento ocurrió en el ecuador de un largo torneo internacional donde yo era el jugador de mayor ranking y el máximo favorito. Recuerdo que pensé que mi obligación era ser un gran maestro serio, depredador, lleno de energía, voluntad y espíritu competitivo, pero en realidad me sentía indecentemente apacible. No es que me sintiera infeliz, pero estaba aturdido hasta cierto punto. Me resultó extremadamente difícil convencerme a mí mismo de que ganar partidas de ajedrez tenía que ser mi propósito fundamental en la vida.
Puede ser que este malestar, al menos en parte, se debiera a la cronología de este torneo. Aunque el hotel era bastante agradable, los organizadores decidieron, a petición de unos cuantos jugadores que fueron al evento a hacer turismo, que las partidas tenían que comenzar a las 20:30, pasadas las horas del optimismo mañanero o de la presteza del mediodía. Así que me pasaba todo el día perdiendo el tiempo, leyendo, comprando postales que posiblemente no enviaría a nadie y comiendo de más en el generoso bufet del hotel, en lugar de hacer todo lo posible por lograr el estado óptimo en el tablero. Las partidas, además, terminaban a medianoche.
Recuerdo que estaba atardeciendo y el sol, especialmente brillante en aquellos días, se ponía una vez más. Como todo buen profesional experimentado, tenía que realizar preparaciones detalladas, con los módulos de análisis en marcha para preparar la batalla que tenía por delante, pero de repente vi que mi apetito por la teoría de aperturas se había perdido por completo. Sentí como si estuviese analizando posiciones en una pantalla del mismo modo que se lee un menú cuando no tenemos hambre. Durante las partidas sí lograba concentrarme más y, aunque jugué por debajo de mi nivel, el torneo no fue un desastre. Mientras competimos la autoconciencia queda a un lado, y en ese momento aún era lo suficientemente profesional como para centrarme en resolver los problemas que se planteaban en las partidas; de hecho, hacer esto era una suerte de alivio. Aun así, durante unos cuantos días no fui yo mismo o, al menos, no del modo en que pensaba que era.
Nuestros estados de ánimo –pletóricos, aburridos, ansiosos, tranquilos, relajados– nos resultan tan familiares que solemos olvidar lo importantes y misteriosos que son. Se trata de señales inequívocas de que la vida nos resulta importante y que nuestra naturaleza no solo consiste en funcionar dentro del mundo, sino también en cuidarlo. Los estados de ánimo son misteriosos porque, al contrario que las emociones aisladas, podemos encontrarnos en un buen estado de ánimo o en uno malo, pero no tenemos este o aquel estado. Esto no es simplemente un juego de palabras. Los estados de ánimo no llegan a nosotros “desde afuera” o “desde adentro”, sino desde la relación que existe entre ambos, lo que los filósofos existencialistas denominan nuestro “ser-en-el-mundo”, y que podría entenderse como una especie de paisaje de emociones. Una de las razones por las que la expresión “¡concéntrate!” puede resultar ingenua, es que precisamente no tiene en cuenta el estado de ánimo en que nos encontramos. Antes de poder concentrarnos debemos tener la predisposición para ello, y por eso el reto de concentrarse no tiene nada que ver con la tarea que realizamos, sino con nuestra situación existencial en general.
Los estados de ánimo no suelen ser transparentes, sino más bien al contrario; incipientes, difusos, brumosos y con una tendencia inherente a la ambigüedad. Por lo general son también persistentes y cuando intentamos deshacernos de ellos casi siempre fallamos en el intento. Determinan el sentido de lo que resulta importante en un momento dado, invirtiendo por lo general nuestro sentido primario de lo que debería importar. Finalmente, los estados de ánimo no siempre tienen una orientación activa, en más de una ocasión se dejan llevar por la inercia. La afirmación “no estoy humor” puede sonar negativa o aletargada, pero también es una revelación. Nuestro estado de ánimo es la información