Las jugadas que importan. Jonathan Rowson

Las jugadas que importan - Jonathan Rowson


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con independencia de nuestras habilidades, la concentración va y viene, se despliega o se colapsa, o construye algo solo para derribarlo al instante, debido a que hay un límite con respecto al número de cosas que podemos mantener activas en nuestra cabeza en cada momento, como vimos con el problema de las caras azules. Los ajedrecistas se dirigen continuamente hacia el límite máximo de elementos para tener en cuenta, de manera rítmica y como si se tratara de un oleaje. Los jugadores fuertes son capaces de ver una mayor cantidad de patrones, debido a que gracias a cientos de horas de aprendizaje han logrado ser competentes a la hora de saber qué es lo que hay que conectar y qué hay que mantener separado.

      En posiciones difíciles, contra oponentes respetables, el trabajo de pensamiento es algunas veces muy extenuante y no alcanzamos siempre a mantener todas las ideas en pie. Durante el desarrollo de una partida, por un tiempo nos manejamos en ella como si estuviésemos conduciendo un automóvil de manera más o menos automática, como si se tratara de nuestra segunda naturaleza. Pero en una de estas, surgen nuevas posibilidades inesperadas ante nosotros, como si se tratara de un pelotón de bicicletas que irrumpen repentinamente en la carretera, y entonces no tenemos más remedio que volver a conducir de manera consciente. En esos momentos, el edificio de pensamiento que veníamos construyendo amenaza con derribarse. Si no tenemos cuidado, podemos desperdiciar demasiados minutos en ese estado de irresolución perpetua, en el que andamos esforzándonos al máximo pero no encontramos una respuesta a lo que está ocurriendo, debido a que en la posición se da un exceso de significado que nuestra mente, sim­­plemente, no puede procesar. Una oleada de pensamientos llega hasta la orilla de la atención, moviendo una determinada masa de agua, y entonces choca con ella y el proceso sigue adelante. Algunas veces sabemos lo que hemos visto, pero en otras ocasiones la ola nos pasa por arriba y somos arrastrados bien lejos de la orilla.

      En su versión naif, el pensamiento es una actividad representacional: lo que haríamos cuando pensamos sería construir imágenes en nuestra mente de lo que está ocurriendo en la posición –algo parecido a tomar una serie de fotografías y después analizarlas una a una–, pero no pensamos de este modo. Si alguien nos dice que hay un gato en un árbol, al momento sabemos de qué se trata sin necesidad de saber si, por ejemplo, el gato es persa o siamés, o si el árbol es de hoja caduca o perenne. La falta de estos detalles no nos impide generar automáticamente ideas acerca de cómo el gato llegó hasta allí arriba o cómo podría ingeniárselas para bajar.

      De manera análoga, si le preguntásemos a un gran maestro acerca del tablero de ajedrez que tiene en su cabeza, nos daríamos cuenta de que no tiene ni un tamaño ni un color específico. De lo que disponemos es de un sentido implícito de las reglas del juego, de las relaciones entre las piezas y de los propósitos estratégicos predominantes. Aprendemos estas cosas del mismo modo en que aprendemos hablar y caminar; estos aspectos del pensamiento constituyen nuestra segunda naturaleza y operan más o menos inconscientemente, a la espera de ese momento en que sentimos, en nuestro propio cuerpo, que ya estamos listos para tomar una decisión. Cuanto más fuerte es el jugador, más abstractas serán sus imágenes visuales. Al igual que la fluidez en un idioma se consigue cuando lo hablamos sin ser conscientes de que lo estamos haciendo, la maestría en ajedrez consiste en no tener que esforzarse para imaginar una posición determinada en nuestra mente. Los ojos de nuestra mente no son ciegos, vemos algo –la entidad mental conocida como imagen eidética–, pero es cualitativamente distinto a lo que vemos en el tablero.

      Vladimir Nabokov entendió bastante bien este asunto, describiéndolo de manera evocadora en La defensa desde la perspectiva del gran maestro protagonista, Luzhin:

      Encontraba en ello un profundo placer, no tenía que tratar con piezas visibles, audibles ni palpables, que por la singularidad de su forma y la textura de la madera le causaban permanente desazón, aparte de que las veía tan solo como la burda envoltura mortal de las exquisitas e invisibles fuerzas del ajedrez. Cuando jugaba a ciegas era capaz de sentir esas diversas fuerzas en su pureza original. No contemplaba entonces las talladas crines de los caballos ni las cabezas brillantes de los peones, pero sentía con toda claridad que esta o aquella casilla imaginaria estaba ocupada por una fuerza definida y concentrada, de modo que le era posible concebir el movimiento de una pieza como una descarga, una sacudida o el fulgor de un relámpago, y el tablero entero de ajedrez se imantaba de tensión, y sobre esa tensión él ejercía un dominio total, concentrando aquí y liberando allá toda la energía eléctrica.

      ¿Por qué es importante entender el pensamiento de este modo? En mi trabajo como director de una fundación para el cambio social, así como en mi tarea de filósofo de políticas públicas, he llegado al convencimiento de que los problemas mundiales más desafiantes son, en última instancia, problemas de pensamiento. Muchos de los complejos asuntos de nuestro día a día y del mundo no pueden ser debidamente comprendidos o experimentados a no ser que consideremos simultáneamente varias ideas y formas de pensar. Sin embargo, si lo único que somos capaces de hacer es defender estas ideas sin más, en realidad no seremos capaces ni de pensar con ellas ni sobre de ellas; seremos esos pensamientos, pero en realidad no los tendremos. El físico y filósofo David Bohm describió este reto del siguiente modo:

      Según la asunción tácita general, el pensamiento nos dice cómo son las cosas, pero nada más; es cosa ‘tuya’ decidir qué hacer con esa información. Pero me gustaría sostener que, en realidad, no decidimos qué hacer con la información, sino que la información es la que toma el control de nuestras acciones, la que nos dirige. El pensamiento te maneja a ti, pero, a su

      Bohm alude a nuestra necesidad de mejorar en nuestra comprensión del pensamiento sin ser manejados por el pensamiento mismo; se trata de encontrar una perspectiva con independencia del sistema de hechos, asociaciones y formas lingüísticas que determinan nuestra idea de lo que está ocurriendo. La esencia del desafío al que se enfrenta nuestro pensamiento radica en el hecho de que, hoy día, los problemas del mundo están profundamente interconectados, pero nuestras formas de conocimiento y de acción son fragmentarias. Esto es así debido, en parte, a que no estamos entrenados para pensar cómo las cosas se conectan entre sí desde nuestra juventud. En todo caso, esta inclinación se adquiere en otro lugar, lejos del nuestro. El progreso académico, de hecho, se basa en la especialización, no en la integración.

      Para realizar una buena jugada en el tablero necesitas saber qué está pasando en el flanco de rey, en el de dama y en el centro; hay que atender de cerca a cada una de las piezas, a las batallas estratégicas que se están dando y a cualquier golpe táctico. Además, tenemos que ser capaces de considerar conjuntamente toda esta serie de detalles de la posición y así realizar una evaluación propia de lo que está pasando. Ocurre lo mismo, por ejemplo, en biología, química, física, economía, psicología, política, sociología, filosofía o teología; se trata de formas distintas de pensar la misma posición –la vida– y necesitamos urgentemente considerarlas de manera conjunta.


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