Las jugadas que importan. Jonathan Rowson

Las jugadas que importan - Jonathan Rowson


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tiempo. Mediante trabajos escritos, charlas y eventos, ayudamos a un amplio espectro de organizaciones en favor del cambio social con el propósito de dar un mayor sentido a sus intentos de mejorar el mundo. Mi profesión no es fácil de definir, pero adoro mi trabajo. Ahora mismo estoy dentro del mundo; quizá demasiado como para volver a salir de él otra vez. La vida ha jugado su partida sacando al ajedrez fuera de ella, pero, aun así, todo lo que pienso se encuentra permeado por mi experiencia ajedrecística y, sobre todo, por mi experiencia del tiempo.

      tiempo

      El comediante británico Stephen Fry cuenta en uno de sus monólogos la anécdota de un estudiante que es abordado por su director mientras camina por el pasillo de la facultad: “¡Llegas tarde!”, le dice el director, a lo que el estudiante responde: “¿De veras, profesor? Es que así soy yo”.

      Por desgracia, soy patológicamente lento. Sé que la lentitud es una especie de robo con el que saqueamos o estropeamos el tiempo de otras personas. Una parte de mí odia este comportamiento, pero psi­­cológicamente me da la impresión de que se trata de una cuestión de supervivencia. La lentitud funciona como una especie de protección que preserva las partes más vulnerables de nuestra psique del terror que se siente ante un inminente contacto social. Ser puntual es la base del respeto hacia los demás y de la organización más elemental, pero el inconsciente entiende las cosas de otro modo. No llegar se traduce en una libe­­ración de adrenalina con la que entregarse de inmediato a la realidad del tiempo, someterse a la existencia y, potencialmente, enfrentarse a todas aquellas cosas que venimos dejando hábilmente de lado durante mucho tiempo.

      No suelo tardar en hacer cosas de carácter impersonal. Nunca me olvido de los plazos de entrega o de los horarios de los vuelos, aunque algunas veces los apuro al máximo. Si la ocasión es particularmente importante, me aseguro de llegar a mi debido tiempo. Sin embargo, confieso que suelo llegar tarde a la mayoría de los encuentros con los amigos y la familia. El retraso suele ser de unos cuantos minutos por regla general, pero resultan suficientes para sentirme a salvo. No planifico mi tardanza y suelo convencerme a mí mismo de que tengo todo bajo control, pero he observado mi patrón de conducta lo suficiente como para darme cuenta de que tiene su propia coherencia y lógica emocional.

      Una vez que has pedido las disculpas oportunas y te perdonan el retraso, ya sea explícita o tácitamente, te sitúas en un determinado nivel de humanidad, tal vez desfavorable para otros asuntos, pero desde el que resulta mucho más fácil conectar íntimamente con la persona que tienes delante; si se hace de otro modo, se corre el riesgo de convertir el encuentro en una mera transacción. En el ámbito laboral los retrasos son un tema más complejo, ya que existe el riesgo al autosabotaje. Por ejemplo, en el año 2013, después de trabajar intensamente en torno a un informe acerca de políticas públicas relativas al cambio climático, fui invitado para conocer a un alto mandatario del Gobierno de la Casa Blanca para abordar cuál debería ser la estrategia comunicativa gubernamental en materia de divulgación científica. Este hecho es un indicio muy significativo del impacto que tuvo mi investigación. Aun así, llegué media hora tarde a un encuentro previsto para una hora, en lo que fue probablemente un claro ejemplo del síndrome del impostor. Recuerdo perfectamente estar en casa unas cuantas horas antes, delante de mi escritorio, sintiendo cómo se iba haciendo tarde, pero siendo incapaz de hacer nada para evitarlo. Gran parte del problema de ser lento por razones psicológicas es que cuando de veras te demoras debido a razones prácticas, como un retraso en el tren, entonces te sientes estúpidamente lento.

      Posiblemente todo el drama de los retrasos no sea más que una estupidez. No me enorgullezco de ello y, en años más recientes, debido en cierta medida a ser padre y tener ciertas responsabilidades para con los hijos, suelo retrasarme bastante menos. Igualmente, debo confesar que soy un poco receloso con respecto a aquellos que son escrupulosamente puntuales, como si fueran personas a las que nada les retiene, no tienen nada que ocultar o proteger y no hay nada en el mundo lo suficien­­temente importante como para desviarlos de ese falso dios que es la buena puntualidad. Me inclino más a creer y confiar en la gente que llega un poco tarde a los sitios. Me encanta escuchar sus historias explicando por qué han llegado tarde, sonreír cuando surge el contacto visual y decirnos entre nosotros algo así como “lo sé, querido amigo, ya lo veo”.

      Curiosamente, mi manejo del tiempo de reflexión como jugador de ajedrez era bastante bueno, lo que resulta consistente con mi tendencia general a la sublimación. El ajedrez te permite ser y hacer cosas que no serías capaz de ser ni de hacer en el mundo real. El reloj es uno de los elementos clave de la experiencia de jugar al ajedrez, cosa que no logran entender aquellos que tienen un conocimiento bastante amplio del juego pero no se han acercado a su dimensión competitiva. El reloj es al ajedrez lo que el set es al tenis o el over al criquet: constituyen la forma con la que se estructura el tiempo de respuesta. Creo que has tenido que verte en la necesidad de tomar decisiones bajo presión para hacerte una idea de que el ajedrez puede llegar a ser un deporte. La experiencia de jugar una partida de ajedrez no es contemplativa o reflexiva, del modo en que suele representarse culturalmente; en la práctica, se trata de una urgencia competitiva para resolver complejidades con la mayor rapidez posible.

      Los límites de tiempo varían, y aunque las reglas del juego siguen siendo las mismas, la tensión y la importancia de la partida se ve modificada en función del tiempo de reflexión disponible. En general, cuanto más tiempo se prolonga una partida, más seriamente se la están tomando los jugadores. La mayoría de las partidas clásicas le llevan a cada jugador en torno a dos o tres horas. Este tiempo suele estar delimitado por un número determinado de jugadas que tienes que realizar en el tiempo asignado (por ejemplo, realizar cuarenta jugadas en dos horas y después, en caso de continuar, recibir una hora extra para finalizar la partida), o bien asignando un tiempo general para toda la partida y recibiendo una pequeña cantidad de tiempo adicional cada vez que se realiza una jugada (por ejemplo, treinta segundos). Cuanto más se piensen las decisiones, menos aleatorio se considera el resultado. Aun así, muchas veces la aleatoriedad se apodera de nosotros al final de la partida. De hecho, las partidas rápidas suelen usarse generalmente como sistema de desempate para resolver situaciones de bloqueo, e incluso enfrentamientos por el título mundial se han decidido de este modo, así que merece la pena ser bueno en todo tipo de ritmos de juego. Las partidas blitz, por ejemplo –de tres a cinco minutos por jugador– se parecen bastante a la experiencia de llegar tarde a los sitios; son una garantía para el aumento vertiginoso de la adrenalina y por lo general suelen ser muy desconcertantes. Por eso suelen jugarse de manera recreativa. Por paradójico que parezca, resulta relajante captar el hilo de la posición de manera rápida, como si estuvieses haciendo rafting por aguas blancas en el río del significado. Sientes que tienes cierto control sobre lo que está pasando, pero también sabes que estás a merced del río. En todos los ritmos posibles se puede perder por tiempo. Ocurre cuando has pensado demasiado y no has pulsado el reloj. Este tipo de derrotas suelen ser verdaderamente devastadoras, muy parecidas a una muerte repentina y sin justificación alguna.

      Los ajedrecistas miden el tiempo del reloj en horas, minutos y segundos, pero las jugadas que se realizan en el tablero se denominan también “tiempos”. Estos dos flujos temporales están siempre presentes en todos los momentos de la partida, pero no pueden fusionarse en uno solo. Son dimensiones distintas del mismo mundo. De este modo, también puedes perder por un tiempo cuando has desperdiciado un precioso momento para realizar una jugada determinada, has quedado retrasado en el desarrollo de tus piezas o no has sido lo suficien­­temente rápido como para implementar tus ideas en el tablero, antes de que tu rival te lo haya impedido al desplegar sus piezas siguiendo un esquema distinto. Estos aspectos del tiempo constituyen dos de las cuatro dimensiones que para mí tiene el ajedrez. Las denomino “tiempo de reloj” y “tiempo de tablero”, respectivamente. Las otras dos dimensiones son el material y la calidad.

      Una vez aprendidas las reglas básicas del juego, nos enseñan que las piezas son el “material” del ajedrez y que varían en cantidad de puntos (usando el peón como unidad de medida, valiendo cada uno de ellos un punto). Se estima que la dama vale en torno a 9 puntos, las torres valen 5 y los alfiles y los caballos más o menos 3 puntos. El rey tiene valor infinito. Estas cifras no tienen ningún fundamento filosófico o matemático, son tan solo una pequeña guía heurística para orientar al pensamiento de los ajedrecistas en sus primeros pasos.


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