Las jugadas que importan. Jonathan Rowson
noble. Podemos llegar a pensar que nuestras decisiones son auténticas y construir nuestra vida en función de ellas, pero parece que la evidencia dice justo lo contrario. A nivel social, la libertad que importa más que nada puede ser la metalibertad de elegir a qué tipo de libertad podemos aspirar, pero el auténtico desafío gubernamental consiste en concretar una elección genuina. Intuitivamente, estoy convencido de que la madurez cultural nos permite comprender que la libertad es, en última instancia, una forma de compromiso. La libertad tiene que ver con construir un bote para salir a navegar a mar abierto, pero en última instancia, consiste más en construir ese bote que en navegar.
Mi comprensión de la relación entre el ajedrez, la concentración y la libertad se basa en una forma de entender la naturaleza humana que he madurado a lo largo de dos décadas. Mientras estudiaba filosofía, políticas y economía en la Universidad de Oxford en 1997, estudié por primera vez el famoso ensayo de Isaiah Berlin titulado Dos conceptos de libertad, donde advierte al lector de los riesgos de la libertad positiva y su deriva hacia el autoritarismo. En aquel momento no tenía los suficientes recursos intelectuales como para comprender o estar en desacuerdo con el riesgo del que hablaba Berlin, pero a medida que aumentaba mi comprensión de la psicología ajedrecística, comencé a entender de manera distinta el asunto de la libertad.
Escribir un libro titulado Los siete pecados capitales del ajedrez, publicado en 2001, me permitió investigar la noción cristiana de “pecado”. Para mi sorpresa, esta noción tiene menos que ver con las acciones inmorales que con una teoría de la naturaleza humana. Lo que atrae mi atención, en relación con la idea de pecado, no es nuestra perversidad sino la vulnerabilidad, la falibilidad y la bancarrota existencial que nos caracteriza. Nuestra relación con la realidad última es imperfecta y no podemos evitar cometer errores. El pecado es, por tanto, aquello que el escritor Francis Spufford denominó convincentemente “la tendencia humana a fastidiar todas las cosas”; cualquier acercamiento, por superficial que sea, a la historia humana, nos muestra numerosos ejemplos de esta tendencia.6 Los pecados ajedrecísticos que seleccioné para aquella obra estaban relacionados, por tanto, con nuestra tendencia latente a equivocarnos, basada en el carácter limitado del ser humano más que en los errores como tales. El primero de estos pecados fue el pensamiento.7
Escribir acerca del pecado en el ajedrez desde la óptica psicológica cambió mi centro intelectual de gravedad, pasando de los asuntos políticos y filosóficos a los psicológicos. Poco tiempo después, dediqué un año entero a estudiar un máster en Harvard acerca de las relaciones entre “mente, cerebro y educación”, impartido por académicos distinguidos entre los que se incluían Howard Gardner –muy famoso por sus investigaciones acerca del trabajo productivo y la inteligencia múltiple– y también uno de mis héroes intelectuales, Robert Kegan. Para mí, Kegan entiende mejor que nadie qué significa para el ser humano crecer y desarrollarse, y su trabajo ha enriquecido mi manera de entender el mundo desde entonces.
Mis simpatías hacia la libertad positiva se profundizaron con la realización de mi tesis doctoral en la Universidad de Brístol. Se trató de una investigación interdisciplinar acerca de lo que significa, en la teoría y en la práctica, convertirse en alguien sabio. Lo que me llevó al estudio de la sabiduría fue la sensación de estar tocado, movido o inspirado por todas aquellas personas a las que consideraba sabias, personas que se caracterizaban por una disposición comprensiva y una cualidad bien cultivada para la atención perspicaz y la comunicación fluida.
Mi concepción de qué tipo de libertad era más importante se perfeccionó posteriormente durante los seis años que trabajé en la Royal Society of Arts de Londres (RSA), desde 2009 hasta 2016. Solicité un puesto de trabajo como investigador pocos meses después de ser padre por primera vez, cuando me di cuenta de que, a partir de ese momento, podría viajar mucho menos de lo que lo hacía siendo ajedrecista profesional. Además, había dejado de tener claro qué era lo que estaba intentado lograr en el mundo del ajedrez. Este trabajo se inscribía en el “tercer sector”, esto es, en organizaciones que no son estrictamente públicas o privadas, sino una mezcla de ambas, algo ideal para tratar los problemas acuciantes de la sociedad civil, el tema que más me “toca” desde entonces. Con la ayuda de un jefe bastante comprensivo en la RSA, pude compaginar mis tareas laborales con el desarrollo de cierta capacidad para encontrar fondos. Así llegué a ser el director del Social Brain Centre, un rótulo bastante elaborado para un trabajo que abarcaba desde el periodismo hasta la investigación académica y la política, algo que casaba idealmente con mis habilidades e intereses. Comparado con el ajedrez, donde siempre hay un oponente en frente deseando acabar contigo, esa tarea me resultó relativamente sencilla.
En el trabajo abarqué distintos ámbitos políticos y desarrollé un interés particular por el cambio climático, pero la premisa intelectual consistía en sostener que los diferentes aspectos de la naturaleza humana implicados en las cuestiones políticas no estaban lo suficientemente abordados desde las perspectivas filosóficas o científicas. Durante muchos años, las políticas gubernamentales, y en particular aquellas relativas a modelos económicos, se diseñaban dando por sentado que la racionalidad humana se basa en el autointerés, es decir, en la suposición de que sabemos de antemano lo que queremos e intentamos maximizarlo, sea lo que sea. Enseguida me di cuenta de que esa idea de nuestra identidad era muy deficiente; había aprendido, gracias al ajedrez, que las decisiones que tomaban incluso los mejores jugadores –ejemplos paradigmáticos de la racionalidad, al menos en principio– estaban influenciadas por las decisiones tomadas por otros jugadores, por recuerdos de partidas aparentemente análogas a la que se estaba jugando en ese momento o por otros asuntos de carácter emocional y pragmático.
Los desarrollos en distintas disciplinas académicas en los últimos años han corroborado mi experiencia ajedrecística. Se han producido cambios significativos en la comprensión de nosotros mismos. Las fallas en la conducta humana son más automáticas, más socialmente profundas y más imbricadas con otros aspectos de lo que la anterior concepción de la racionalidad individual, el Homo economicus, sugería. La racionalidad es una forma de investigación, no una característica del ser humano; es una de las numerosas cosas que podemos hacer, no algo que seamos. Vivimos y tomamos decisiones sobre la base de influencias de carácter condicional y situacional, así como en función de la “prueba social” –es decir, mirando a nuestro alrededor para ver lo que están haciendo otros–. Estamos plagados de sesgos cognitivos que determinan nuestra forma de pensar y que hacen que tomemos distintas decisiones dependiendo del estado momentáneo de nuestros cuerpos, o el modo de presentación de las alternativas que se proponen.8
Una evaluación más exhaustiva de la naturaleza humana, por tanto, sugiere que no somos meramente complejos, sino en realidad sumamente ingenuos la mayoría del tiempo. Partiendo de esta premisa, podemos considerar la libertad es algo bien distinto. Incluso habiendo recibido una educación formal en la juventud, aún parece existir bastante margen para continuar desarrollándose de formas que van más allá de la mera adquisición de habilidades o de la prosperidad material. Para mí, somos una empresa inacabada. Siempre hay algún margen de crecimiento, no solo intelectualmente, sino también a nivel moral, epistémico y espiritual. La cuestión es, ¿cómo? No es un mero accidente que la mayoría de las tradiciones religiosas contengan entre sus enseñanzas la idea de camino; con independencia de lo que se piense acerca de sus doctrinas, muchas de las prácticas sociales y contemplativas que promueven las religiones se dirigen hacia el cultivo de virtudes que pueden ser consideradas valores consagrados.
No tengo un trasfondo religioso, pero estas ideas me llevaron a diseñar y liderar un proyecto de participación pública con la pretensión de dar a la aparentemente confusa noción de “espiritualidad” una notable coherencia intelectual. El proceso involucró a varios centenares de personas, ya fueran ateos, creyentes o pertenecientes a esa inmensa mayoría silenciosa que no sienten que las creencias religiosas sean la clave determinante de la sensibilidad espiritual.
El proyecto en torno a la espiritualidad fue bastante popular y tuvo una buena acogida. A partir de este proyecto, pude reunir fondos y crear una red de apoyos para constituir mi propia organización. Perspectiva apoya la investigación con el objetivo de conectar de la mejor manera posible los problemas complejos del mundo con la vida interior de los seres humanos. Aborda asuntos como cuál