Las jugadas que importan. Jonathan Rowson
mantenga atentos a la partida. Más aún, el pensamiento ajedrecístico implica en algún sentido la compasión, porque de lo que se trata es de promover el orden en lugar del caos mediante una atención especial al significado de cada una de las piezas, de las casillas y las ideas que van surgiendo.10 El filósofo Martin Heidegger sostuvo que el cuidado era la característica principal del “ser en el mundo”, y una famosa investigación en gerontología refuerza esta idea; en un geriátrico, si todas las variables restantes son constantes, aquellos que se dedican a regar y cuidar las plantas suelen ser más longevos que los que no lo hacen.11 Al igual que el amor, el ajedrez gira en torno a la experiencia de la pasión, la intimidad y el cuidado, pero no en el sentido habitual que le damos a esos términos. El juego nos revela significados implícitos en la idea del amor mediante un giro de perspectiva y contexto.
El tema es que las metáforas no funcionan como meras comparaciones o traducciones, recreaciones o presentaciones. El biólogo teórico Diego Rasskin Gutman llevó este asunto más lejos todavía, al referirse al rol del oponente como una fuente de pensamientos, deseos y voluntad en conflicto con los nuestros. Examina cómo la mente humana ha evolucionado hasta su estado actual a través de complejas interacciones sociales, y destaca el papel para nada trivial del valor del ajedrez en estos contextos sociobiológicos: “¿Qué puede ser más humano que un estado de duda permanente en el que nos enfrentamos a los pensamientos y las acciones de nuestros semejantes?”.12
Gerald Abrahams, abogado, escritor y ajedrecista tardío, escribió que “gracias al ajedrez uno se da cuenta de que toda educación es, en última instancia, autoeducación”. Esta idea es bastante oportuna en nuestro mundo, tan basado en la transferencia de datos. El ajedrez se presta a los análisis cuantitativos y la información estructurada de diversas formas –por ejemplo, otorgando un valor numérico a las piezas, elaborando bases de datos con millones de partidas o computarizando y evaluando los resultados mediante un sistema internacional de rating–. Sin embargo, la experiencia de jugar una partida es más cualitativa que cuantitativa.
Como cualquier otro deporte o propósito competitivo, el ajedrez es un elaborado pretexto para la producción de narraciones. Con la excusa de las reglas, los puntos y los torneos se generan narrativas experienciales en las cuales uno mismo es codirector, autor y espectador. El ajedrez es educación en el sentido literal de “hacer brotar”, y autoeducación porque nuestras historias acerca del juego emergen cuando somos nosotros los que lo jugamos, los que buscamos lograr nuestros objetivos, al igual que ocurre en la vida real. Las historias de ajedrez son nuestro propio quehacer y generalmente versan acerca de retos que pudimos superar o que no logramos conseguir. Todo jugador de ajedrez conoce de primera mano la experiencia de encontrarse con un amigo enojado que desesperadamente comparte con nosotros esa historia trágica tan conocida, aquello de que tenía la partida “completamente ganada”, pero entonces todo se torció y terminó perdiendo. Y también sabemos de jugadores de fuerte personalidad que reconocen su responsabilidad de manera resoluta en lo relativo a sus errores, tan dolorosos como estos sean. Estas son las formas de crecer como jugador y como persona. Como dijo el psicólogo infantil Bruno Bettelheim, “crecemos, le encontramos sentido a la vida y estamos seguros de nosotros mismos mediante la comprensión y resolución de problemas por nuestros propios medios y no gracias a que otros nos lo expliquen”.13
El ajedrez, por tanto, nos ofrece una serie de significaciones valiosas de una forma en que la información, la explicación y el análisis racional no puede facilitarnos. Una partida de ajedrez raramente es algo dado, no es simplemente “data”. La historia solo se hace vital en el momento en que le damos sentido, y entonces se convierte en eso que algunos académicos denominan “capta”. El ajedrez me ha mostrado que necesitamos el lenguaje poco convencional del “capta” tanto como necesitamos la actual extensión exponencial del “data”. El filósofo de la educación Matthew Lipman lo dijo de la siguiente manera al referirse al aprendizaje de los niños, aunque es aplicable también en general:
Los significados de las cosas no pueden ser dispensados sin más. No se le pueden dar hechos al niño. El sentido tiene que ser adquirido; son ‘capta’, no ‘data’. Tenemos que aprender cómo establecer las condiciones y las oportunidades que permitan a los niños, en virtud de su curiosidad natural y su apetito de conocimiento, darles sentido a las cosas por sí mismos. […] Algo debemos hacer para que sea posible que los niños adquieran el significado de las cosas por sí mismos. No se harán con ese conocimiento tan solo aprendiendo contenidos adultos. Hay que enseñarlos a pensar y, particularmente, a pensar por sí mismos”.14
La clave de la distinción entre capta/data radica en que el poder del ajedrez descansa no tanto en las jugadas de las partidas, sino en nuestra relación con las narraciones que creamos a través de ellas. Una partida de ajedrez pocas veces es significativa en virtud de sus propios hechos, es decir, en cuanto que “data”. La historia empieza a ser significativa cuando le encontramos algún tipo de significado, y entonces pasa a ser “capta”. En palabras de quien posiblemente sea el mejor académico acerca del pensamiento narrativo, Jerome Bruner, el ajedrez subjuntiva la realidad, crea un mundo no solo por lo que es, sino por cómo puede ser o cómo podría haber sido. Este mundo no es un lugar particularmente confortable, pero sí muy estimulante. Es un lugar, dice Bruner, que “sostiene lo familiar y lo posible codo con codo”.15
A la luz de su poder metafórico, del rol del ajedrez como metametáfora, y de su capacidad para ilustrar que la educación es, en última instancia, autoeducación, la pregunta acerca de lo que el ajedrez puede enseñarnos de la vida merece alguna que otra respuesta. La estructura del libro reproduce la de un tablero de sesenta y cuatro casillas, dividido en ocho filas y ocho columnas y alternando casillas blancas y negras. El collage que sigue está estructurado en ocho capítulos con ocho apartados que siguen la secuencia del contraste temático, con antinomias y yuxtaposiciones: pensar y sentir, ganar y perder, aprender y olvidar, culturas y contraculturas, cíborgs y seres humanos, poder y amor, verdad y belleza, vida y muerte. Lo que el ajedrez me ha enseñado a mí, entre otras cosas, es que:
La concentración es libertad.
Lo realmente importante es lo que está en juego.
Nuestras respuestas automáticas requieren el mayor de los cuidados.
El escapismo es una trampa.
Los algoritmos son nuestros titiriteros.
Tenemos que hacer las paces con nuestros conflictos.
Hay otro mundo, pero se encuentra en este mundo.
La felicidad no es lo más importante.
Estas enseñanzas, debidamente destiladas, han surgido a raíz de treinta y cinco años de una relación con el ajedrez que aún perdura. Durante casi la mitad de mi infancia, el ajedrez fue el elemento central para saber quién era yo y qué era el mundo. Amé el juego con todo el dolor y la extenuación que se siente cuando uno se enamora. He amado el ajedrez del mismo modo en que un niño ama a aquel que lo protege, como un joven ama a una chica que representa el amor en sí mismo, como un joven adulto ama su recién estrenada autonomía y su lugar en la comunidad, como un estudiante ama a sus profesores, como un amigo ama a sus amigos, como un padre ama a sus hijos. No sé exactamente cómo amo el ajedrez, pero sin duda es de todas estas formas, y de alguna más.
1 N. del T.: Un match en ajedrez es un enfrentamiento entre dos jugadores al mejor de un número determinado de partidas acordado de antemano. También, en otras ocasiones, gana el encuentro quien logre antes un número de victorias. El título de campeón del mundo suele otorgarse al ganador de un match entre el vigente campeón y un aspirante o retador.
2 STEINTER, George (28 de octubre de 1972): “Fields of Force”, The New Yorker.
3 LAKOFF, George y JOHNSON, Mark (2003): Metaphors We Live By, Chicago, University of Chicago Press; BATESON, Mary Catherine (1991): Our Own Metaphor, Washington, Smithsonian Institute Press.