Las jugadas que importan. Jonathan Rowson
motocicleta y recreando no tanto posiciones de ajedrez, sino los espacios sociales en los que, quizá, tendría alguna conversación sobre ajedrez, compartiría la nueva jerga ajedrecística adquirida recientemente o mostraría alguna que otra idea de apertura. Me hacía bien sentir la sensación de aceptación y placer que se experimenta cuando somos vistos y escuchados por personas inteligentes, y además estaba todo en mi cabeza, bajo mi casco.
No puedo decir que el ajedrez me ayudara directamente a soportar la muerte de mi abuelo, pero en algunos momentos la certeza de que existía un mundo más allá de mi propia vida emocional me proporcionaba cierta estabilidad interior, en especial cuando la mayoría de las cosas estaban patas arriba. Recuerdo estar sentado al lado de mi hermano en el coche, camino del funeral; mi hermano, cadavérico, parecía sano, pero estaba totalmente desconectado. Había crecido muy alejado de todo y era cada vez más excéntrico (o al menos eso creíamos todos). Pero en cierto momento, Mark, quien fuera mi primer ídolo ajedrecístico, entre otras cosas, fue seleccionado para el programa de salud mental. Este programa, en teoría, tiene el objetivo de proteger a personas psicológicamente vulnerables tanto de sí mismas como de las personas que las rodean, pero ser “seleccionado” era el eufemismo de ser internado y medicado contra tu voluntad. Recuerdo mis visitas al centro psiquiátrico, que estaba tan solo a unos minutos de casa. En una de estas visitas logramos sortear la puerta electrónica y escaparnos afuera; fue lo más parecido que conozco a escapar de una prisión. Aunque no teníamos pensado ir a ningún lugar en concreto, y tan solo habían pasado dos minutos, llamaron inmediatamente a un coche de policía. Los oficiales insistieron en llevar a mi hermano dentro del coche, a pesar de rogarles que lo dejaran volver por su propio pie, aunque fuese por una cuestión de dignidad. Dijeron que tenían que cumplir la ley y había que trasladarlo en el coche por la seguridad de mi propio hermano. Me subí al coche con él, derrotado pero no humillado, y con la consolación de haber mantenido la moral siempre alta.
Comparto estos detalles para explicar que, de vuelta a casa, no es que me pusiera a jugar frenéticamente al ajedrez para recuperarme. El rol del ajedrez en la superación del trauma tiene más que ver con ser parte del escenario que parte de la trama. El ajedrez estaba siempre ahí del mismo modo en que un amigo te escucha o tu mascota te presta atención. Lo sentía como algo lo suficientemente válido y confiable como para proporcionarme distracción y seguridad. No podía dialogar con el tablero acerca de mis emociones, pero sí que podía enfocarlas y redirigirlas sin hacerle daño a nadie ni a mí mismo. Había mucho dolor que sublimar, pero aun así mi infancia no fue particularmente infeliz y el ajedrez nunca fue una suerte de salvación. Fue más bien una distracción pueril y una simple gratificación narcisista. Fue mi progresión en ajedrez la que marcó mi transición a la edad adulta de forma más o menos indolora. La impronta emocional que produce es parte del significado metafórico del ajedrez. Este juego no es solo un juego. Consolidado a lo largo de la historia y con una sabiduría acumulada durante siglos de experiencia humana, el ajedrez y sus símbolos pueden ofrecer a los jugadores aquello que necesiten en un momento determinado; un enfrentamiento con el que expresarse, descubrirse, crear y divertirse.
El ajedrez suele asociarse a la inteligencia debido a que hay que aplicar grandes dosis de lógica de cara a la resolución de los problemas complejos que se plantean, pero he llegado a la conclusión de que la fuerza del ajedrez como símbolo de inteligencia también descansa en el reconocimiento tácito de que las metáforas están en el corazón de la inteligencia creativa, y que el ajedrez, por su parte, es un tipo particular e importante de metáfora. Asociamos el ajedrez a la inteligencia no solo porque tengamos que pensar por adelantado varias jugadas, sino también porque su relación específica con la cultura revela nuestra relación mental con el mundo.
Cuando no hay manera de desbloquear las negociaciones políticas se dice que se encuentran en tablas por rey ahogado; los personajes que pasan inadvertidos en una película suelen llamarse peones; los comentaristas deportivos y los mismos deportistas suelen afirmar que el partido de tenis o de críquet que están comentando se parece a “una partida de ajedrez”. Cuando escucho metáforas ajedrecísticas como esta suelo quedarme perplejo, pero no tanto porque estas metáforas no sean funcionales, sino porque resultan bastante habituales sin saber muy bien por qué. Pensamos todo el tiempo utilizando metáforas, pero raramente somos conscientes de que estamos haciéndolo, ya que nuestra apreciación por ellas suele estar poco desarrollada. Aprendemos algo sobre las metáforas en el colegio vinculadas a las nociones de similitud y analogía, pero las metáforas son algo más que una simple comparación entre cosas distintas.
Entiendo la metáfora como un dispositivo creativo que usamos de manera más o menos consciente con el objetivo de elaborar significados mediante transformaciones contextuales, relaciones y perspectivas. La poetisa Mary Ruefle entiende la metáfora como “un intercambio de energía, un evento que unifica el mundo en virtud de una premisa fundamental: que las cosas se conectan entre sí e intercambian su poder”. Las metáforas amplían el proceso de creación de sentido relacionando entre sí los aspectos objetivos y subjetivos del mundo. Estoy de acuerdo con el físico Robert Shaw cuando sostiene que “no vemos algo con claridad hasta que tenemos la metáfora exacta que nos permite percibirlo”. Un ejemplo famoso de metáfora es aquella anécdota de Einstein, quien con tan solo dieciséis años intuyó la esencia de su posterior teoría de la relatividad especial imaginándose a sí mismo persiguiendo a un rayo de luz. La metáfora no es tanto una comparación que tengamos que pensar, sino más bien una lente psicoactiva a través de la que vemos las cosas y elaboramos patrones con los que podemos dar forma a lo que sentimos y pensamos.3
Si las metáforas ayudan a revelar la vida, el ajedrez sirve para revelar el rol del pensamiento metafórico; no es casualidad que el ajedrez juegue un papel importante como piedra de toque metafórica. Existen razones culturales e históricas bastante profundas para afirmar que el ajedrez y la condición humana casan perfectamente.4 El ajedrez es internacional y transcultural, reconocido y practicado en todo el mundo debido en gran medida a que representa numerosos elementos de la experiencia y el empeño humano: trabajo y juego, esperanzas y miedos, ciencia y arte, verdad y belleza, vida y muerte. El ajedrez es un símbolo, y como dijo el filósofo social norteamericano Norman O. Brown, “el simbolismo no es la captación de otro mundo, sino la transfiguración de este mundo”.
El ajedrez, por lo tanto, no encarna una sola metáfora, sino varias a la vez. De hecho, podemos considerarlo como una metametáfora. Igual que se dice que la Biblia no es un solo libro, sino más bien una biblioteca entera, y que la Ilíada no es una historia singular, sino varias a la vez, el ajedrez tiene la suficiente riqueza histórica, simbólica y psicológica como para ser un abundante recurso para las metáforas científicas, artísticas y competitivas. De hecho, en cierto sentido el ajedrez como metáfora tiene más realidad y resonancia que el juego en sí mismo. La gente está más familiarizada con lo que el juego representa en cuanto tropo cultural que con el significado que las jugadas de una partida pueden llegar a tener. Cuando la gente usa metafóricamente el ajedrez no está hablando del juego, sino de la metáfora que el juego representa. En términos de influencia y repercusión, la metáfora del ajedrez es más influyente que el juego del ajedrez, y en cierto sentido lo subsume en ella. El ajedrez nos revela que la metáfora es algunas veces la realidad preminente, o como mínimo un juguete existencial que permite a la mente y la realidad jugar entre sí disputando un enfrentamiento del que nadie puede predecir el resultado.5
Las metáforas importan porque le proporcionan una forma conceptual a la vida. Además, vivimos dentro de las dimensiones de estas formas conceptuales como si fueran reales. Los científicos cognitivos George Lakoff y Mark Johnson sugieren lo siguiente: “Nuestros sistemas conceptuales ordinarios, en términos de lo que pensamos y hacemos, son conceptuales por naturaleza”. La vida es realmente “un viaje”, las “grandes” cosas son las verdaderamente significativas y las ideas sofisticadas son realmente “profundas”. Todo este tipo de conceptualizaciones son reales porque las hacemos reales. Sirven para que nos demos cuenta del hecho de que somos libres, hasta cierto punto, para crear nuevas conceptualizaciones y, de hecho, esta puede que sea la única esperanza para un mundo genuinamente nuevo. Por eso el mitologista Joseph Campbell sostiene que “toda religión es verdadera si se la comprende metafóricamente, pero cuando se