Las jugadas que importan. Jonathan Rowson

Las jugadas que importan - Jonathan Rowson


Скачать книгу
también algo más, si es que lo queremos aceptar, y es que mediante ella podemos aprender un sinfín de cosas acerca de nosotros mismos, de nuestra sociedad, del ser humano, de la política y de todo aquello que se nos ocurra. Tan solo puedo hablar de estos asuntos desde mi experiencia personal, pero debo decir que, más que aprender a cómo vivir con la música, he aprendido muchas cosas de la vida gracias a la música.

      Lo que sostiene Barenboim no es que cierta composición musical evoque un sentimiento particular o algún aspecto de la vida, sino algo más profundo. La clave de la cita está en la frase “si es que lo queremos aceptar”. Cuando un fenómeno cultural como la música (o el ajedrez) evoluciona en paralelo a la sociedad, se carga de una significación implícita, del mismo modo en que el agua es implícita a los peces o el cielo a los pájaros. Estamos envueltos en patrones de significación que configuran nuestro sentido compartido de lo que importa y por qué importa; el ajedrez es uno de esos patrones. La relevancia del ajedrez es algo que se siente más que encontrarse, haciéndolo más resonante y generativo.

      En Mitologías, un ensayo clásico de análisis cultural, Roland Barthes afirma que todo significado es conflictivo en cierto sentido. No es de extrañar entonces que cualquier instantánea de una lucha ajedrecista pueda resultar significativa incluso si no tenemos ni idea de lo que técnicamente está ocurriendo. En la vida estamos siempre atrapados en algún tipo de lucha; algunas veces para sobrevivir, otras veces por una cuestión de estatus, en otros momentos solo para volver a casa sanos y salvos y poder acostarnos y descansar tranquilamente. Todos estos conflictos nos definen; estructuran nuestra identidad, nuestras percepciones y prioridades. Tal y como el líder espiritual hindú Jiddu Krishnamurti dijo: “Observa atentamente la lucha en la que estás inmerso. Estás atrapado en ella. Eres ella”.

      Cada partida de ajedrez es una secuencia de luchas de poder. El objetivo último es dar jaque mate, pero el camino para lograrlo implica el posicionamiento previo de nuestras piezas en el tablero, de tal modo que se incremente la fuerza agregada de nuestros propios recursos a la vez que se reduce la fuerza de nuestro oponente. Si logramos salir airosos en esta suerte de batalla por la supremacía posicional, nuestras piezas tendrán una fuerza superior y, gracias a ello, las combinaciones y las oportunidades tácticas comenzarán a aparecer. Por ejemplo, estaremos en disposición de ganar “material”, capturando un peón que previamente fue debilitado o atacando un caballo hasta que quede atrapado. A continuación, si todos los factores restantes están equilibrados, podemos usar la superioridad de nuestras fuerzas para superar al oponente, o simplemente cambiar piezas de tal modo que el bando que se quede sin ninguna de ellas no tenga más remedio que abandonar. Por regla general suele haber suficiente margen para convertir las ventajas estáticas en fuerzas dinámicas, pero, aun así, ambos jugadores saben que pueden caer en una inexorable espiral descendente en cualquier momento. Si esto ocurre, ajustarse a este nuevo contexto equivale a luchar contra nosotros mismos para reponer la fuerza de voluntad y la concentración, combatiendo ferozmente para mantener la calma y no perder la objetividad. No todos pueden lidiar de manera consistente con esta disonancia cognitiva. También, durante una partida de ajedrez se da una lucha subrepticia por el control psicológico entre ambos jugadores. Algunas veces se realizan algunas artimañas (llevar el pelo pintado de rosa chillón, utilizar gafas de sol, comer haciendo ruido o golpear fuertemente las piezas en el tablero), pero estas actitudes suelen distraer más al que las realiza que a su oponente, ya que un exceso de autoconciencia es más perjudicial para la concentración que la mera distracción. Aun así, intentamos imponer de manera silenciosa nuestra voluntad sobre el otro a través de las decisiones que tomamos (más o menos agresivas y ambiciosas) y la rapidez y confianza con que las llevamos a cabo.

      En la lucha por el poder, los detalles importan. Las casillas críticas estratégicamente pueden enamorarnos porque determinan quién controla la posición; en algunas ocasiones ansiamos una determinada estructura de peones porque nos ayuda a clarificar los planes a seguir; podemos añorar que funcione una bella secuencia táctica, incluso cuando va en contra de la lógica de la posición, por muy alocada que parezca. La experiencia es intensa y cautivadora, pero está relacionada más con el sentido de emergencia que con esta misma. Pensar es algo que hacemos conscientemente, pero también es algo que sucede por sí mismo en algunas ocasiones. Cuando meditamos acerca de la posición que tenemos ante nosotros, las ideas se entrecruzan y llegan a configurar sistemas de armonía y sentido, pero entonces nos percatamos de un detalle prosaico y desagradable que lo echa todo por tierra, convirtiéndolos en un disparate. Aun así, las agrupaciones de ideas se reconstruyen de nuevo y sentimos que es el momento de tomar una decisión. Este torbellino de significaciones no ocurre efectivamente en el tablero, sino en el espacio liminar que se constituye entre nuestra mente y los mundos posibles sobre el tablero. Muchos de estos significados permanecen implícitos, y como mucho viven y mueren en el lapso de duración de la partida. Tal y como ocurre con la vida en ge­­neral, necesitamos filtrar las significaciones. Un exceso de sentido es peor aún que ningún sentido en absoluto.

      El ajedrez está cargado de sentido para aquellos que lo practican, pero resulta muy complicado exponer todo lo que significa a un público general. Ya que ajedrez tiene un sentido fundamentalmente implícito, la relación entre el juego y la vida no se capta con paralelismos simplistas que lo expliciten –afirmaciones como que el ajedrez tiene que ver con el pensamiento proyectivo, el conocimiento del adversario o cosas parecidas–. En su lugar, de lo que se trata es de descubrir y filtrar, mediante la experiencia técnica y profesional, un conjunto de asociaciones codificadas, sutiles e integradas. La investigación, por tanto, tiene que ser profundamente personal. Digo esto como alguien que ha vivido con intensidad en dos mundos solapados, gustosamente perdido entre las sesenta y cuatro casillas, pero también buscándose a sí mismo en espacios más allá del tablero. Para mí, el puente que une estos dos mundos es la metáfora; el sentido metafórico del ajedrez ha sido la historia de mi vida.

      En muchos sentidos, le debo todo al ajedrez. Aprendí a jugar por la influencia de mi familia en Aberdeen, Escocia, cuando tenía cinco años. Mi madre me enseñó las reglas básicas y se aseguró de que las aprendiera bien. Siempre había un tablero de ajedrez en casa. Mi hermano Mark me ganaba convincentemente e incluso se regocijaba en la victoria –prefiero no recordarlo–. Mi abuelo Rae, mi tío Philip y mis dos tíos Michaels se ofrecían a jugar conmigo. Gracias a ellos supe que el ajedrez no era solo un juego entre otros, como el Scrabble o el Monopoly. En aquel momento no podía articular bien esta experiencia, pero notaba que el ajedrez tenía más de ritual que de juego, como si cada confrontación no fuera simplemente una actividad lúdica compartida, sino además un ritual cultural que realizar. Esta experiencia fue madurando a lo largo de los años. Con buenas dosis de apoyo y serendipia, el ajedrez llegó a ser una concepción: una práctica social fascinante caracterizada por rituales, palabras, sentimientos y personas que me hacía sentir que estaba creciendo.

      Durante la semana de mi sexto cumpleaños se me diagnosticó una diabetes tipo 1. Una buena atención médica y el coraje de mi madre me sirvieron para sostener a lo largo de mi vida la convicción de que la diabetes era tan solo un fastidio que tenía que sobrellevar y no una enfermedad crónica o una incipiente patología. El ajedrez me proporcionaba un fuerte sentido de las reglas y las consecuencias, una suerte de mentalidad del “si esto, entonces aquello”, mientras que la diabetes, por su parte, era la viva encarnación del conocimiento. El ajedrez es bastante abstracto, pero un ataque de hipoglucemia, en el que los niveles de azúcar en sangre caen hasta el punto de tener dificultades para hablar y caminar, o que incluso lleva a perder la conciencia, no tiene nada de abstracto. No sé exactamente cuántas partidas habré perdido a lo largo de todos estos años debido a niveles altos de azúcar en sangre (que te dejan aletargado) o a bajos (que te llevan a perder la capacidad de concentración), pero lo cierto es que el hecho de ser diabético me hizo desarrollar formas de autoconocimiento que de otro modo habrían sido difíciles de adquirir. Por ejemplo, el tipo de introspección psicológica que se requiere para hacerse una idea aproximada de tu nivel de azúcar en sangre cuando no tienes un test a mano es muy parecida a esa especie de metacognición –un pensamiento acerca de otro pensamiento– que se necesita para aprender a tomar mejores decisiones, tanto fuera como dentro del tablero. No puedes conocer realmente tu mente hasta que no conoces tu cuerpo; se trata de partes de un mismo sistema que, a su vez, forma parte de otros sistemas más amplios. Solo prestando atención


Скачать книгу