Las jugadas que importan. Jonathan Rowson

Las jugadas que importan - Jonathan Rowson


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la verdad, la belleza y la bondad debido a que logran que nuestros pensamientos y sentimientos se fundamenten en cosas que van más allá de nuestro contexto actual. También sirven para sacar a relucir el trabajo interior, activando la imaginación y las asociaciones necesarias para elaborar nuestro propio sentido del “ajuste” entre la metáfora y la realidad a la que está vinculada. Podemos aprender a sentir la legitimidad de la metáfora a un nivel visceral, aumentando su tamaño en función de su adecuación. Aprovechamos las metáforas para ir contra aquello que ya conocemos, cuestionando su aparente fidelidad con respecto al mundo real.

      Un empresario inteligente, por ejemplo, puede realizarse preguntas como las siguientes: ¿A qué se parece más mi organización, a una máquina o a un organismo?, ¿y qué implicaciones tiene este asunto para las decisiones que tomamos? Si se trata de un organismo, ¿cómo podemos extenderla?, ¿somos vulnerables a infecciones? Y si se trata de una máquina, ¿qué tipo de combustible está utilizando?, ¿cómo puede desgastarse? En caso de que fuese, a la vez, un organismo y una máquina, ¿estaríamos hablando entonces de un cíborg? Y si no es el caso, ¿por qué no podría serlo? El empresario en cuestión podría seguir haciéndose preguntas como estas durante un buen rato. El tema no es tanto encontrar la respuesta exacta, sino más bien sentir que tu experiencia subjetiva de la metáfora es un buen comienzo para conectar con la retroalimentación objetiva que proviene del mundo. ¿Se ajustan una cosa y la otra?, ¿cómo funcionan?, ¿por qué siento que las cosas no van bien?

      Todo se encuentra interconectado hasta la médula, y lo mismo pasa con nuestras concepciones acerca de la metáfora, la mente y el ajedrez. El ajedrez suele usarse frecuentemente para ilustrar las capacidades del intelecto, pero la mente suele considerarse tácitamente como un ordenador o algo parecido, cosa con la que no tiene nada que ver. Aun así, nuestro lenguaje está lleno de este tipo de asociaciones implícitas. Como apunta el psicólogo Robert Epstein:

      Vivir en cuanto que organismo es una experiencia que los ordenadores no pueden tener. Sin embargo, debido a que nuestra mente no es una computadora, puede hacerse una idea de lo que podría ocurrir en caso de que lo fuese, llegando más lejos con el pensamiento y generando de este modo mejores metáforas sobre la naturaleza de la mente. Este tipo de inflexión metafórica es la clave de toda comprensión. Cuando pensamos no solo con metáforas, o a través de ellas, sino acerca de ellas, nos movemos más allá de las analogías convencionales y los marcos inconscientes, logrando formas de conocimiento más sutiles que definen mejor nuestra relación con la vida en su totalidad.

      Por ejemplo, el ajedrez no es realmente como las matemáticas –las metáforas son algo más que los símiles–, pero las incluye y representa, hasta el punto de que el ajedrez suele usarse para ilustrar conceptos matemáticos como el crecimiento exponencial y el infinito. El ejemplo más conocido es aquella historia medieval del sabio a quien el rey, debido a los consejos recibidos, le ofreció lo que quisiera. El sabio, que en realidad era un personaje un tanto enrevesado, le dijo que le regalara un solo grano de arroz colocado en una de las esquinas del tablero, pero que fuese doblando la cantidad de granos repetidamente casilla a casilla. Para los no iniciados esto puede sonar a poco, o a lo sumo a un buen montón de arroz, pero la historia, en realidad, juega con las limitaciones de nuestras intuiciones. El proceso de doblaje repetitivo acaba por convertirse en 263. Esto significa que de 1 grano pasamos a 2, después a 4, 8, 16, 32, 64, 128 y así hasta llegar a 18.466.744.070.000.000.000. Si se colocasen todos estos granos de arroz en una fila, esta se extendería en torno a 96.560.640.000.000 kilómetros, la distancia que habría que recorrer en un viaje de ida y vuelta desde la Tierra hasta Alpha Centauri.

      Esta inmensa cantidad de posibilidades que, aun así, no deja de ser finita, es lo que hace que el juego se perciba como inagotable y misterioso, más que algo que simplemente escapa a nuestras capacidades. Uno de mis momentos favoritos de La defensa, la célebre novela de Nabokov, es cuando el personaje principal, Luzhin, enciende una cerilla para prender un cigarrillo durante una partida decisiva. Está tan concentrado en la miríada de variantes que se olvida por completo de apagar la llama y termina quemándose. Nabokov escribe que, en ese momento, Luzhin experimentó “el horror total de la profundidad abismal del ajedrez”.

      El juego, además de profundo, es oscuro. Tiene mucho sentido que justo antes de que el héroe más popular de las últimas décadas, Harry Potter, se enfrente a la quintaesencia del mal, Lord Voldemort, su obstáculo final sea un tablero de ajedrez, y tenga que jugar una partida en la que su más íntimo amigo, Ron, casi pierde la vida. El ajedrez suele estimular una verdad que tendemos a suprimir, esto es, que la vida es azarosa y que siempre estamos en peligro. El juego es divertido, pero no se trata de una diversión inocente, y es por ello por lo que usamos metáforas ajedrecísticas en situaciones tensas en las que hay mucho en juego.

      El amor, por ejemplo, es una de esas situaciones tensas en la que nos jugamos mucho, o al menos puede ser así. Históricamente, varias obras de arte y de la literatura asocian el ajedrez con el amor cortesano y, por extensión, con el amor en general. Sin embargo, el ajedrez es una metáfora para el amor no solo porque los jugadores quieran estar juntos todo el tiempo posible, o porque quieran quitar las piezas de en medio y besarse en el tablero, aunque no sería un mal momento ni lugar para ello. La relación entre el ajedrez y el amor es mucho más oblicua.


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